Interrogada sobre su manera de santificar sus comidas, me contestó:
«Hay que realizar esta acción, de suyo tan baja, en unión de Nuestro Señor. Con mucha frecuencia me vienen en el refectorio las más dulces aspiraciones de amor. A veces me veo obligada a detenerme... ¡oh, me encanta el pensar que si Nuestro Señor hubiera estado en mi lugar, delante de mi ración, él hubiera comido ciertamente! Tomaría lo que le fuese ofrecido... Además, es muy probable que durante su vida mortal haya gustado los mismos manjares que yo. La Santísima Virgen le hacía sopa. Se alimentaba de pan, de frutos, de legumbres, de pescado...».
En estos y parecidos pensamientos se entretenía, y su alma se exhalaba en perfume de amor.
He aquí las penitencias que se permitía en el refectorio, pues las otras le estaban
prohibidas:
Cuando el mango de su cuchillo o de su cuchara no estaba suficientemente enjuagado y, ligeramente pegajoso, se adhería a su mano, se guardaba muy bien de poner fin a esta mortificación, que le costaba mucho, y la sufría hasta el final de la comida.
Un año en que, durante las últimas semanas de Cuaresma, se leía un libro sobre la Pasión de Nuestro Señor, me dijo que «le repugnaba tanto tomar el alimento escuchando aquella lectura, que se veía obligada a realizar casi furtivamente, aquel acto que le parecía tan bajo, y a privarse de beber hasta que la lectora se paraba un instante o la lectura era menos emocionante». Entonces, bebía rápidamente y como a hurtadillas, porque, decía, a pesar de todo, el comer es una necesidad, pero en cuanto al beber, puede uno privarse, es un alivio».
Me contó este hecho, no para animarme a seguir su ejemplo, sino para manifestarme lo conmovida que estaba por el relato de los sufrimientos de Nuestro Señor.
En el refectorio, Sor Teresa del Niño Jesús observaba pequeñas rúbricas infantiles que nos confiaba con sencillez:
«Me figuro estar en Nazaret, en la casa de la Sagrada Familia. Si me sirven, por ejemplo, ensalada, pescado frío, vino, o cualquiera otra cosa de sabor fuerte, se lo ofrezco al buen san José. A la Santísima Virgen le doy las raciones calientes, los frutos muy maduros, etc.; y los alimentos de los días de fiesta, particularmente la papilla, el arroz, las confituras, se los ofrezco al Niño Jesús. Por fin, cuando me traen una comida mala, me digo alegremente: ¡Hoy, hijita mía, todo esto es para ti!».
Nos ocultaba su mortificación bajo apariencias graciosas. Sin embargo, un día de ayuno en que nuestra Rda. Madre le había impuesto un alivio, una de las novicias la sorprendió condimentando con ajenjo aquella dulzura demasiado a su gusto.
Otra vez, la vi beber lentamente una medicina execrable.
«¡Pero, daos prisa, le dije yo: bebedlo de un trago!
- ¡Oh, no! ¿No he de aprovecharme de las pequeñas ocasiones que se me ofrecen para mortificarme un poco, puesto que me están prohibidas las mortificaciones grandes?».
Fuente: Consejos y recuerdos
(Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)
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