domingo, 15 de diciembre de 2019

LA ORACIÓN, TIEMPO DE DIOS.


Su vida entera (de Teresita), se deslizó en la fe desnuda. No había alma menos consolada en la oración; me confidenció que había pasado siete años en una oración de las más áridas: sus retiros anuales y mensuales eran para ella un suplicio. 
Y sin embargo, se la hubiera creído inundada de consuelos espirituales, tal era la unción de sus palabras y de sus obras, y tan unida estaba con Dios.        

No obstante este estado de sequedad, era cada vez más asidua en la oración, «feliz, por lo mismo, de dar más a Dios». 
No sufría que se robase ni un solo instante a este santo ejercicio, y formaba a sus novicias en este sentido. 

Un día que la Comunidad estaba ocupada en el lavado cuando tocaron a la oración y era necesario continuar la tarea, Sor Teresa, que observaba el ardor con que yo trabajaba, me preguntó:        
- «¿Qué hacéis?        
- Lavo, le respondí.        
- «Está bien, replicó ella, pero debéis hacer oración interiormente, pues este tiempo es de Dios y no hay que robárselo».  

   
La unión con Dios de Sor Teresa era sencilla y natural, lo mismo que su manera de hablar de él.        
Como yo le preguntase si perdía alguna vez la presencia de Dios, me contestó sencillamente: «¡Oh, no, creo que no he estado nunca tres minutos sin pensar en Dios». Le manifesté mi sorpresa de que tal aplicación de la mente fuese posible. 
Ella replicó: 
«Se piensa naturalmente en quien se ama».        
Era el Evangelio y lo poco que se nos permitía entonces leer del Antiguo Testamento lo que la ocupaba durante su oración; sobre todo al final de su vida, cuando ningún libro, ni siquiera los que mayor bien le habían hecho, le decían nada al corazón.        
Al principio de su vida religiosa, cuando yo estaba todavía en el mundo, me aconsejó comprar la obra de Mons. de Ségur sobre nuestras «Grandezas en Jesús». 
Pero si ella meditaba sus «grandezas» en Jesús, lo que más gustaba de profundizar era el conocimiento de su «pequeñez», hasta el punto de confesar que «prefería las luces que recibía sobre su nada a las que recibía sobre la fe».     

En aquel tiempo, y aun más tarde, ella gustaba particularmente de las obras de San Juan de la Cruz. 
Al llegar al Monasterio, fui testigo de su entusiasmo cuando se paraba delante del gráfico de «La Subida del Monte Carmelo» de nuestro Bienaventurado Padre, y me hacía notar la línea en la que él había escrito: «Aquí no hay ya camino, porque para el justo no hay ley». 


Y a causa de su emoción, le faltaba el aliento para traducir su felicidad. 
Esta sentencia la ayudó mucho a hacerse independiente en sus exploraciones del amor puro, que muchos tachaban de presunción. Llevó su atrevimiento hasta buscar y hallar un camino completamente nuevo, el de la Infancia espiritual; el cual, tan derecho y corto es, que deja de ser camino, pues va a parar de un solo golpe al Corazón mismo de Dios.        
Creo que toda su oración se encaminaba a la búsqueda de «la ciencia del amor». 


  Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)

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