martes, 24 de diciembre de 2019

POBREZA


Habiéndome pedido una Hermana que le prestara algunas poesías que yo había copiado en hojas volantes, no me mostré de buen humor. 
Me decía a mí misma: «Hubiera hecho mejor con copiarlas en un cuaderno como lo hacen las demás; ¡así, al menos, no me expondría a perderlas!».       
Sor Teresa del Niño Jesús me miró fijamente, y me dijo: «Deberíais estar gozosa de desprenderos; deberíais, no sólo prestarlas con alegría, sino obrar de suerte que os las volvieran a pedir. Puesto que deseáis hacer tanto bien a las almas componiéndolas, deberíais gozaros en prestarlas, pero en prestarlas en plan de apostolado. 
Se cuenta de san Luis Gonzaga que nunca reclamaba un objeto prestado, por espíritu de pobreza». 

Otra vez me dijo: «Hace un instante os quejábais de que habían revuelto vuestra canastilla de labor, de que os faltaba esto o aquello. Deberíais estar contenta de ello y deciros: soy pobre, es, pues, natural que me falte alguna cosa; han hecho bien con servirse de ella, pues no es mía». 

Me habían pedido un alfiler que me era muy útil, y lo lamentaba. Sor Teresa del Niño Jesús me dijo: «¡Oh, qué rica sois! No podéis sentiros dichosa... ».  
«He observado que siempre se da más aún de lo que se pide, pero hay pocas almas que se dejan coger lo que les pertenece. Eso es lo difícil. Y sin embargo, ahí están las palabras del Evangelio: «Si se os pide lo que os pertenece, no lo reclaméis» (Lucas 6, 30) 

«Quisiera quedarme, como recuerdo, con esta estampa que os pertenece, le decía yo durante su enfermedad.        
- ¡ Ah, todavía tenéis deseos!... Cuando esté con Dios, no pidáis nada de lo que he tenido a mi uso; recibid sencillamente lo que se os quiera dar. Obrar de otra manera sería no estar desprendida de todo; en lugar, de haceros dichosa, eso os haría desgraciada. Sólo en el cielo tendremos el derecho de poseer». 

TERESITA YA MUY ENFERMA EN EL CLAUSTRO DEL CARMELO DE LISIEUX

Poco tiempo después de su muerte, habiéndome propuesto una de nuestras Hermanas que hiciese las diligencias necesarias para obtener algún objeto que hubiese pertenecido a mi hermana querida, yo se lo consulté a ella, preguntándole: «¿Cómo he de obrar?», y abrí los Santos Evangelios para hallar allí la respuesta. 
Leí: «Como un hombre que, partiendo de viaje, abandona su casa y lo deja todo en manos de sus servidores» (Mateo 25, 14) 

Sor Teresa del Niño Jesús, por amor de Dios, gustaba servirse de los objetos más feos y más usados. Digo por amor de Dios, pues naturalmente, con su temperamento de artista, hubiera preferido las cosas de buen gusto y no deterioradas. Me di cuenta de ello un día que había echado yo una mancha irreparable en su reloj de arena. 
Noté la violencia que se tuvo que hacer para seguir conservándolo de esta manera y para no dejarme traslucir el sacrificio que le había impuesto sin querer. 

No se cuidaba en absoluto de que sus ropas le cayeran bien o le viniesen demasiado largas. En apariencia, era del todo indiferente en cuanto a su exterior, sin negligencia alguna de su parte; pero en todas las cosas, cuanto más se acercaba a la verdadera pobreza, tanto más contenta estaba. Ella misma se remendaba sus alpargatas y sus vestidos hasta el extremo límite de lo posible. 
Siempre dentro del mismo espíritu, si tenía un libro o una, estampa con canto dorado, los raspaba cuidadosamente. Como su canastilla de labor se empezase a destejer, una Hermana la ribeteó con una cinta de terciopelo viejo, pues esta tela no se gasta, dura mucho. Aunque muy ocupada, Teresa deshizo el trabajo y volvió a colocar el terciopelo al revés, es decir, la trama al exterior, para que pareciese más pobre y menos bonito.       

Habiendo dado una novicia aceite de linaza a su escritorio de celda, el cual ordinariamente está pobremente teñido de nogalina, se lo hizo lavar inmediatamente con un cepillo. Y no permitió que los muebles de su celda estuviesen barnizados de esta manera sino porque los había encontrado así a su llegada; pero le disgustaban mucho, y si sólo ella los hubiera tenido, los hubiera lavado sin piedad. 

A mi entrada en el Carmelo, se deshizo, para dármelos a mí, de su escritorio y de su pila de agua bendita, y de los graneros tomó para sí objetos fuera ya de uso.       

Modelo nuestro en todas las cosas, Sor Teresa no tenía nada más que lo que rigurosamente necesitaba, y desechando cuidadosamente todo lo que sabía a comodidad.  

No tuvo en el Carmelo más que un par de tijeras de niña, que había traído del mundo y que eran muy insuficientes para sus labores.       
Durante toda su vida religiosa se sirvió de una lámpara cuyo mecanismo no funcionaba ya, sino que era necesaria la ayuda de un alfiler para subir la mecha. Pero lo hacía con tanta gracia, que parecía natural tomarse aquel trabajo, y cualquiera se engañaba, creyendo que prefería esta lámpara a otra mejor. 

Cuando necesitaba un cortaplumas, si no tenía tiempo de volverlo al taller de pintura, lo dejaba tirado en el suelo, fuera, junto a la puerta de su celda, para dar bien a entender que no formaba parte de los objetos que tenía a su uso. 

Para escribir su manuscrito se procuró, por medio de nuestra hermana Leonia, un cuaderno muy barato y de muy mal papel. 
Al empezar, creyó que sólo emplearía uno, por eso, su sorpresa fue grande cuando se vio obligada a pedir otro. 


En cuanto a la parte que dirigió a la Madre María de Gonzaga, parte que ella redactó cuando estaba ya muy enferma, fue necesario obligarla a que escribiese menos cerrado, dejando una distancia conveniente entre las líneas, y en un papel cuadriculado.       
Cuando componía sus poesías las anotaba en trocitos de papel, que todo el mundo desechaba, de todos los colores y tamaños; por eso, sus borradores son casi ilegibles.       Se servía de las plumas hasta el límite extremo. 

Al final de su vida, sujeta a un régimen lácteo, las mojaba en un poco de leche puesta a su disposición. Hacía esto, según decía, «para suavizarlas». 

Temiendo la Madre Inés de Jesús, en la Profesión de su Hermanita, que el crucifijo de Teresa fuese demasiado pesado y pudiese lastimarla, le dio el suyo, que era más pequeño. Sor Teresa no me ocultó, más tarde, el sacrificio que esto le costó, pues había soñado con tener un gran crucifijo; pero no hizo reclamación alguna, y conservó el pequeño durante toda su vida. Fue el que tuvo entre sus manos al morir, y el que se conserva todavía hoy en su urna. 



Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)

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