EL PURGATORIO |
Mi querida Hermanita me inculcaba a cada momento este deseo humildemente confiado, del cual vivía intensamente. Esta era la atmósfera que respiraba como el aire.
Era yo todavía postulante cuando la noche de Navidad de 1894 hallé en mi zapato una poesía que Teresa me había compuesto a nombre de la Santísima Virgen.
Allí leí esto:
Tu corona trenzará Jesús,
si buscas su Amor.
Un día te hará reinar,
si le das tu corazón.
Tras la noche de la vida
verás su dulce mansión,
y a aquella cumbre divina
volará tu alma veloz.
En su Acto de ofrenda al Amor Misericordioso de Dios, hablando de su propio amor, ella termina así:
«...¡ Que este martirio, después de haberme preparado para comparecer delante de Vos, me haga por fin morir, y que mi alma se lance sin demora al eterno abrazo de Vuestro Misericordioso Amor! . . .»
Estaba, pues, siempre bajo la impresión de esta idea, cuya realización no ponía en duda, según el dicho de nuestro Padre San Juan de la Cruz, que ella se apropiaba: «Cuanto más quiere darnos Dios, tanto más nos hace desear».
Basaba su esperanza relativa al Purgatorio sobre el abandono y el Amor, sin olvidar su tan amada humildad, virtud característica de la infancia. El niño ama a sus padres, y no tiene otra pretensión que la de abandonarse totalmente en ellos, pues se siente débil e impotente.
Me decía: «¿Riñe un padre a su hijo cuando él mismo se acusa? ¿Le impone un castigo? No, seguramente, sino que le estrecha contra su corazón.
En apoyo de este pensamiento me recordó una historia que habíamos leído en nuestra infancia:
Habiendo salido un rey de caza, perseguía a un conejo blanco, que sus perros estaban a punto de alcanzar; en esto, el conejito, viéndose perdido, retrocedió rápidamente y saltó a los brazos del cazador. Éste, conmovido ante tanta confianza, no quiso separarse más del conejo blanco ni permitió que nadie le tocara, reservándose el cuidado de alimentarle.
Habiendo salido un rey de caza, perseguía a un conejo blanco, que sus perros estaban a punto de alcanzar; en esto, el conejito, viéndose perdido, retrocedió rápidamente y saltó a los brazos del cazador. Éste, conmovido ante tanta confianza, no quiso separarse más del conejo blanco ni permitió que nadie le tocara, reservándose el cuidado de alimentarle.
«Así obrará Dios con nosotras,, me dijo, si perseguidas por la justicia, figurada en los perros, buscamos refugio en los brazos mismos de nuestro Juez...».
Si es verdad que al decir esto pensaba en las almas pequeñas que siguen el Camino de la Infancia espiritual, no por eso excluía de esta esperanza atrevida aun a los grandes pecadores.
Por eso Sor Teresa del Niño Jesús pudo escribir en su manuscrito:
«¡Ah, lo sé! Aún cuando yo tuviese sobre la conciencia todos los crímenes que se pueden cometer, no perdería nada de mi confianza; iría, con el corazón roto por el arrepentimiento, a arrojarme en los brazos de mi Salvador. Sé que ama al hijo pródigo, he oído las palabras que dirige a santa Magdalena, a la mujer adúltera, a la Samaritana. ¡No! Nadie podría asustarme, pues sé a qué atenerme respecto de su amor y de su misericordia. Sé que toda esa multitud de ofensas se abismaría en un abrir y cerrar de ojos, como una gota de agua arrojada en un brasero ardiendo»
Inmediatamente después de mi entrada en el Carmelo, había pedido permiso para
leer la historia de los Padres del desierto. Había sacado de ella algunas notas, entre las cuales ésta, que impresionó a mi querida Hermanita hasta tal punto que sintió no haberla introducido en su autobiografía, y recomendó con instancia que se le añadiese: «Una pecadora, llamada Paesia, asolaba la comarca con sus escándalos. Un Padre del desierto, Juan el Nain, fue a buscarla, y como la exhortase a la penitencia de sus pecados, ella le dijo: Padre mío:
¿hay todavía posibilidad de penitencia para mí?
- Sí, dijo el Santo; os lo aseguro.
- Llevadme a donde creáis conveniente para hacerla, le respondió ella.
Se levantó en seguida, y le siguió sin decir nada en su casa, sin siquiera decir una palabra a nadie.
Como hubiesen entrado en el desierto y se acercase la noche, Juan hizo un montón de arena en forma de almohada, lo señaló con el signo de la cruz, y dijo a Paesia que se acostase.
Luego, él se colocó más lejos para dormir también, después de haber orado.
Pero, habiéndose despertado a media noche. vio un rayo de luz que descendía del cielo sobre Paesia y que servía como de camino a muchos ángeles que llevaban su alma al cielo. Sorprendido de esta visión, fue hacia Paesia, a quien empujó con el pie para ver si estaba muerta, y vio que había entregado su alma a Dios.
Al mismo tiempo, oyó una voz milagrosa que le decía: Su penitencia de una hora ha sido más agradable a Dios que la que otros hacen durante largo tiempo, pues éstos no la hacen con tanto fervor como aquélla»
Muchas veces, Sor Teresa me había hecho notar que la justicia de Dios se contentaba de bien poca cosa cuando el motivo de obrar era el amor, y que entonces moderaba hasta el exceso la pena temporal debida al pecado, pues Dios es todo dulzura.
«He comprobado por experiencia, me confidenció, que después de una infidelidad, aun ligera, el alma debe sufrir durante algún tiempo cierto malestar. Entonces me digo a mí misma: «Hija mía, es el precio de tu falta», y soporto pacientemente el pago de la pequeña deuda».
Mas a eso se limitaba, así lo esperaba ella, la satisfacción reclamada por la justicia, en los que son humildes y se abandonan en Dios con amor. No veía abrirse para ellos la puerta del Purgatorio; antes bien, pensaba que el Padre de los cielos, respondiendo a su confianza con una gracia de luz a la hora de la muerte, haría nacer en sus almas, a la vista de su miseria, un sentimiento de contrición perfecta que borrase toda deuda.
Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)
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