En junio de 1897 la fotografié para dar su retrato a nuestra Madre Priora (Madre María de Gonzaga), cuya fiesta celebrábamos el 21 de junio. Quiso ser sacada teniendo en la mano un rollo sobre el que ella había escrito estas palabras de nuestra Madre santa Teresa:
«Daría mil vidas por salvar una sola alma»
Cuando nuestro viaje a Roma -no tenia más que catorce años-, habiendo leído algunas páginas de los Anales de las Religiosas Misioneras, interrumpió en seguida su lectura y me dijo: «No quiero seguir leyendo; ¡tengo ya un deseo tan vehemente de ser misionera! ¿Qué sería si lo avivase contemplando el cuadro de este apostolado? Quiero ser Carmelita».
-Me explicó luego el porqué de esta determinación:
«Era para sufrir más y con eso salvar más almas».
Ha narrado en la historia de su vida la tenacidad de sus oraciones por el desgraciado asesino Pranzini, su emoción cuando se vio escuchada por el súbito retorno a Dios del condenado al pie del cadalso.
Fue a mí a quien ella dio, sonrojándose, el dinero destinado a hacer celebrar una misa por esta conversión. Su timidez le impedía pedir ella misma este favor a su confesor.
No me había comunicado la intención de esta misa y quedó muy aliviada cuando le dije que yo la había adivinado. Después compartió conmigo sus temores y esperanzas.
El celo por las almas había comenzado a devorar su corazón cuando, en su adolescencia, la imagen sangrante de Jesús crucificado le reveló su vocación de corredentora al lado del Salvador.
En el Carmelo este celo no cesó de crecer y se manifestaba en toda ocasión. Yo la vi, después de la salida de un obrero alejado de Dios, que había de volver el mismo día a trabajar en el monasterio, esconder furtivamente una medalla de San Benito en el forro de su ropa de trabajo.
En un momento de crueles dolores, cuando la tuberculosis iba ganando todo su organismo y nosotras implorábamos con lágrimas el socorro del cielo, ella me decía:
«Pido a Dios que todas esas oraciones que se hacen por mí no sirvan para aligerarme los sufrimientos, sino para salvar a los pecadores».
Me parece que aún la estoy oyendo decir:
«No me explico tanto sufrir sino por el extremo deseo que he tenido de salvar almas».
Estas fueron algunas de sus últimas palabras.
Muchas veces, y en formas muy variadas, prometió «hacer caer una lluvia de rosas», y expresó su deseo y su seguridad de hacer el bien después de su muerte, rogando por la Iglesia, continuando su misión de predilección hacia los sacerdotes. La oí, sobre todo, explicar, describir, en qué consistiría este bien, por qué medios llevaría las almas a Dios: enseñándoles su camino de confianza y de abandono total. Respondiendo a una de sus reflexiones, le dije: «Entonces, ¿creéis que salvaréis más almas en el cielo?
- Sí, lo creo, me contestó: la prueba de ello es que Dios me deja morir precisamente cuando tanto deseo salvarle almas...».
Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)
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