Sor Teresa juzgaba las cosas con verdad. No se excitaba. Estábamos seguras de hallar en ella un consejo prudente y ponderado. Nada precipitada en su conducta, tenía un dominio de sí misma muy notable.
Nos aconsejaba que no le confiásemos nunca una pena, una tentación, mientras estuviésemos todavía agitadas. Si no teníamos la fuerza de esperar, nos escuchaba, no obstante, pero nos decía: «No contéis, ni aun a nuestra Madre, una dificultad con el fin de que cese aquello de que os quejáis; sino abriros por deber, con desasimiento de corazón. Mientras no sintáis este desasimiento, mientras haya en vosotras aunque no sea más que una chispa de pasión, es más perfecto callarse y esperar a que se tranquilice vuestra alma; de lo contrario la conversación no hará más que enconar las cosas».
Nada la podía irritar o descomponer. Las amenazas de persecución, los cataclismos de aquí abajo hacían que sus cantos subiesen más alto. La paz y la tranquilidad se reflejaban en su rostro en todo momento y quería ver en sus novicias la misma serenidad, no permitiendo, por ejemplo, que frunciésemos el ceño, lo cual es indicio de alguna preocupación.
Un día, en la fiesta de nuestra Madre Priora, estando Sor Teresa del Niño Jesús representando a Juana de Arco sobre la pira, poco faltó para que se quemase a causa de una imprudencia. Pero a una orden de nuestra Madre de que no se moviese del sitio, mientras se esforzaban en apagar las llamas que crepitaban a sus pies, ella permaneció tranquila en medio del peligro, ofreciendo su vida a Dios, como más tarde nos confidenció.
TERESITA REPRESENTANDO A JUANA DE ARCO |
Cuando sobrevenía algún accidente, ella reparaba los estragos con una tranquilidad perfecta.
Poco después de mi entrada en el Carmelo me aconteció derramar todo un tintero sobre la blanca pared de nuestra celda y sobre el entarimado: acudí a ella fuera de mí: «Venid en seguida, le dije. -¡Para ayudarme, según me parecía, hubiera sido necesario volar!
Ella, siempre dueña de sí misma, a duras penas pudo mantener su porte serio. Es verdad que mi aspecto era lastimoso, a lo que se añadía aún el gran velo de crespón que pendía de mi gorro de postulante.
Mirándome, mientras sonreía, me dijo con dulzura:
«No tengáis pena, en seguida vamos a reparar el desastre; vuestro velo me representa ese lago de tinta de que me habláis, pero vamos a hacer que desaparezca».
Y cogiendo tranquilamente los utensilios necesarios, reparó, en efecto, muy pronto la desgracia, aunque sin darse prisa. Y yo, estupefacta, admiraba aquella su calma, que la impedía desconcertarse ante los contratiempos de la vida.
Sentía pena, sin embargo, cuando le acontecía cometer una falta contra la pobreza rompiendo un objeto cualquiera.
El mismo año de su muerte -el 2 de febrero de 1897-, siendo servidora en el refectorio, rompió uno de los cristales de la ventanilla de servicio con la esquina de la tabla de servir. Como estaba ya muy enferma, no pudo disimular con bastante prontitud su agitación, y la vi llorar.
Después de la comida de la Comunidad, mientras la ayudaba a reunir los restos del cristal, quise consolarla, pero me dijo:
«Había pedido a Dios tener hoy una gran pena que ofrecerle en honor de mi hermanito Teófano Vénard, de cuyo martirio es hoy el aniversario: ¡Pues bien, hela aquí! Yo no la hubiera escogido, pues es una falta contra la pobreza; pero ha sido involuntaria: se la presento a Dios como un sacrificio de agradable olor».
Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)
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