Poseía en alto grado la ciencia de las cosas de Dios y de la espiritualidad.
Dotada de una excelente memoria, retenía fácilmente lo que leía u oía, y sabía emplear en el momento oportuno observaciones juiciosas e insignificantes anécdotas. Pero lo que sobre todo asimiló con prontitud y con segura apreciación fueron los pasajes de la Sagrada Escritura, la cual constituyó, en el Carmelo, su mayor tesoro.
Descubría el sentido oculto y hacía aplicaciones sorprendentes.
Había yo copiado varios extractos del Antiguo Testamento; se los comuniqué, y aquellas pocas páginas fueron para ella un alimento delicioso en la oración.
Procuraba conocer a Dios, descubrir, por decirlo así, «su carácter», y ¿cómo podía hacerlo mejor que estudiando los libros inspirados, especialmente el Santo Evangelio?
Por eso, lamentaba la diferencia de las traducciones .
«Si yo hubiese sido sacerdote, me decía, habría estudiado el hebreo y el griego, a fin de poder leer la palabra de Dios tal como él se dignó expresarla en el lenguaje humano».
Llevaba noche y día el Santo Evangelio sobre su corazón, y se interesaba mucho por buscar los textos editados por separado, a fin de hacerlos encuadernar y procurarnos a nosotras la misma dicha.
Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)
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