Mientras varias personas de la familia criticaban a mi padre por haber costeado el Altar Mayor de la iglesia de San Pedro de Lisieux, regalo demasiado importante, decían, para sus medios, y que perjudicaba a sus hijas, Teresa se alegraba, diciendo:
«Después que nos ha dado todas a Dios, es muy natural que le ofrezca un altar para inmolarnos y para inmolarse a sí mismo»
Confidenciaba yo a mi Hermanita querida que durante el Oficio divino me imaginaba estar echando flores en honor de Dios.
En la recitación alternada de los versículos veía yo una batalla de flores. A cada salmo las flores variaban. A veces eran lirios, a veces rosas. Todas las flores que espontáneamente se me representaban, pasaban por allí.
Por fin, el jardín del que yo cortaba mis flores quedó despojado. No quedaban más que los árboles frutales. Vacilé un instante; luego amontoné flores de albérchigos, de cerezos, de albaricoques... Al final del Oficio no quedaba ya una flor.
La idea de coger las flores de los árboles frutales agradó a mi santa.
Teresita me hizo notar que era propio del amor sacrificarlo todo, dar a troche y moche, despilfarrar, aniquilar hasta la esperanza de los frutos, obrar locamente, ser pródigo hasta lo sumo, no calcular nunca.
«¡Oh, feliz indiferencia, dichosa borrachera de amor, dijo! ¡El amor lo da todo y se entrega! Pero, muchas veces, no damos sino después de deliberar: vacilamos en sacrificar nuestros intereses temporales y espirituales. ¡Esto no es amor! ¡El amor es ciego, es un torrente que no deja nada a su paso!».
Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)
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