jueves, 31 de octubre de 2019

ESCUDO DE ARMAS Y SU EXPLICACIÓN

ESCUDO DE ARMAS DE SANTA TERESITA

El blasón JHS es el que Jesús se dignó entregar como dote a su pobre esposa. La huérfana de la Bérésina se ha convertido en Teresa del NIÑO JESÚS de la SANTA FAZ. Estos son sus títulos de nobleza, su riqueza y su esperanza. 

La vid que divide en dos el blasón es también figura de Aquel que se dignó decirnos: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, quiero que deis mucho fruto»

Las dos ramas que rodean, una a la Santa Faz y la otra al Niño Jesús, son la imagen de Teresa, que no tiene otro deseo aquí en la tierra que el de ofrecerse como un racimito de uvas para refrescar a Jesús niño, para divertirlo, para dejarse estrujar por él a capricho y poder así apagar la sed ardiente que sintió durante su pasión. 

El arpa representa también a Teresa, que quiere cantarle incesantemente a Jesús melodías de amor.

El blasón FMT es el de María Francisca Teresa, la florecita de la Santísima Virgen. Por eso, esa florecita aparece representada recibiendo los rayos bienhechores de la dulce Estrella de la mañana.

La tierra verde representa a la familia bendita en cuyo seno creció la florecita.

Más a lo lejos se ve una montaña, que representa al Carmelo. Este es el lugar bendito que Teresa ha escogido para representar en su escudo de armas el dardo inflamado del amor que ha de merecerle la palma del martirio, en espera de que un día pueda dar verdaderamente su sangre por su Amado. Pues para responder a todo el amor de Jesús, ella quisiera hacer por él lo que él hizo por ella...

Pero Teresa no olvida que ella no es más que una débil caña, y por eso la ha colocado en su blasón. 

El triángulo luminoso representa a la adorable Trinidad, que no cesa de derramar sus dones inestimables sobre el alma de la pobre Teresita, que, agradecida, no olvidará jamás esta divisa: «El amor sólo con amor se paga». 
 


 MANUSCRITO A
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux

FIN DEL MANUSCRITO A

Este año, el 9 de junio, fiesta de la Santísima Trinidad, recibí la gracia de entender mejor que nunca cuánto desea Jesús ser amado (1).

Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla. 

«Dios mío, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo tu justicia aceptará almas que se inmolen como víctimas...? ¿No tendrá también necesidad de ellas tu amor misericordioso...? En todas partes es desconocido y rechazado. Los corazones a los que tú deseas prodigárselo se vuelven hacia las criaturas, mendigándoles a ellas con su miserable afecto la felicidad, en vez de arrojarse en tus brazos y aceptar tu amor infinito...

«¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti... 

«Si a tu justicia, que sólo se extiende a la tierra, le gusta descargarse, ¡cuánto más deseará abrasar a las almas tu amor misericordioso, pues tu misericordia se eleva hasta el cielo...! 
 

«¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa. ¡Consume tu holocausto con el fuego de tu divino amor...!» 

TERESITA OFRECIÉNDOSE COMO VÍCTIMA
AL AMOR MISERICORDIOSO DE DIOS

Madre mía querida, tú que me permitiste ofrecerme a Dios de esa manera, tú conoces los ríos, o, mejor los océanos de gracias que han venido a inundar mi alma... Desde aquel día feliz, me parece que el amor me penetra y me cerca, me parece que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella el menor rastro de pecado. Por eso, no puedo temer el purgatorio...

Sé que por mí misma ni siquiera merecería entrar en ese lugar de expiación, al que sólo pueden tener acceso las almas santas. Pero sé también que el fuego del amor tiene mayor fuerza santificadora que el del purgatorio. Sé que Jesús no puede desear para nosotros sufrimientos inútiles, y que no me inspiraría estos deseos que siento si no quisiera hacerlos realidad...

¡Qué dulce es el camino del amor...! ¡Cómo deseo dedicarme con la mayor entrega a hacer siempre la voluntad de Dios...!

Esto es, Madre querida, todo lo que puedo decirte de la vida de tu Teresita. Tú conoces mucho mejor por ti misma cómo es y todo lo que Jesús ha hecho por ella. Por eso, me perdonarás que haya resumido mucho la historia de su vida religiosa...
 

¿Cómo acabará esta «historia de una florecita blanca»...? ¿Será tal vez cortada en plena lozanía, o quizás trasplantada a otras riberas (2)...? No lo sé. Pero de lo que sí estoy segura es de que la misericordia de Dios la acompañará siempre, y de que nunca la florecita dejará de bendecir a la madre querida que la entregó a Jesús. Eternamente se alegrará de ser una de las flores de su corona... Y eternamente cantará con esa madre querida el cántico siempre nuevo del amor...  


NOTAS:

(1) Día en que Teresa hizo su Ofrenda al Amor misericordioso.
 
(2) A uno de los Carmelos de Indochina 

 MANUSCRITO A
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux

 

ENTRADA DE CELINA, DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR (1890 - 1895) , MANUSCRITO A

Pero mi deseo más entrañable, el mayor de todos, el que nunca pensé que vería hecho realidad, era la entrada de mi Celina querida en el mismo Carmelo que nosotras... Vivir bajo el mismo techo, compartir las alegrías y las penas de la compañera de mi infancia me parecía un sueño inverosímil (1). Por eso, había hecho por completo el sacrificio. Había puesto en manos de Jesús el porvenir de mi hermana querida y estaba dispuesta a verla partir, si era necesario, para el último rincón del mundo.

Lo único que no podía aceptar era que no fuese esposa de Jesús, pues, al quererla tanto como a mí misma, se me hacía imposible verla entregar su corazón a un mortal. 


PROFESIÓN DE CELINA, A LA IZQUIERDA
CON EL VELO BLANCO.
A SU DERECHA ESTÁ LA MADRE INÉS DE JESÚS (PAULINA)
 
Ya había sufrido mucho sabiendo que en el mundo estaba expuesta a peligros que yo no había conocido. Puedo decir que mi cariño a Celina, desde mi entrada en el Carmelo, era un amor de madre tanto como de hermana...

Un día en que tenía que ir a una fiesta nocturna, tenía yo un disgusto tan grande que supliqué a Dios que no la dejase bailar, y hasta derramé (contra mi costumbre) un torrente de lágrimas. Jesús se dignó escucharme y no permitió que su joven prometida pudiese bailar aquella noche (aunque sabía hacerlo muy bien cuando era necesario). La sacaron a bailar y no podía negarse, pero el caballero fue absolutamente incapaz de hacerle dar un solo paso de baile, y, con gran confusión de su parte, se vio condenado a caminar sencillamente a su lado para acompañarla a su sitio; luego se esfumó y no volvió a aparecer por la velada. 

Aquella aventura, única en su género, me hizo crecer en confianza y en amor hacia Aquel que, al depositar su señal en mi frente, la estampó al mismo tiempo sobre la de mi Celina querida...

El 29 de julio del año pasado, cuando Dios rompió la ataduras de su incomparable servidor, llamándole a las recompensas eternas, rompió a la vez las que retenían en el mundo a su querida prometida. Ella había cumplido ya su primera misión: encargada de representarnos a todas nosotras al lado de nuestro padre, al que amábamos con tanta ternura, la cumplió como un ángel... Y los ángeles no se quedan en la tierra: una vez que han cumplido la voluntad de Dios, vuelven enseguida hacia él, que para eso tienen alas... 

También nuestro ángel batió sus blancas alas. Estaba dispuesto a volar muy lejos para encontrarse con Jesús, pero Jesús le hizo volar muy cerca... Se conformó con aceptar el gran sacrificio, que fue extremadamente doloroso para Teresita... Durante dos años su Celina le había ocultado un secreto (2). ¡Y cuánto había sufrido también ella...! 

Por fin, desde lo alto del cielo, mi rey querido, al que en la tierra no le gustaban las demoras, se dio prisa en arreglar los embrollados asuntos de su Celina, ¡y el 14 de septiembre se reunía con nosotras...! 

CELINA PINTANDO A SU HERMAN DE LEONIA, DETRÁS DE ELLA, SU PRIMA MARÍA

Un día en que las dificultades parecían insuperables, le dije a Jesús durante mi acción de gracias: «Tú sabes, Dios mío, cuánto deseo saber si papá ha ido derecho al cielo. No te pido que me hables, sólo dame una señal. Si sor A. de J. (3) consiente en la entrada de Celina, o al menos no pone obstáculos para ello, será la respuesta de que papá ha ido derecho a estar contigo».

Como tú sabes, Madre querida, esta hermana pensaba que tres éramos ya demasiadas, y por consiguiente no quería admitir otra más. Pero Dios, que tiene en sus manos el corazón de las criaturas y lo inclina hacia donde él quiere, cambió los pensamientos de esa hermana: la primera persona que encontré después de la acción de gracias fue precisamente a ella, que me llamó con un semblante muy amable, me dijo que subiera a tu celda y me habló de Celina con lágrimas en los ojos...

¡Cuántas cosas tengo que agradecer a Jesús, que ha sabido colmar todos mis deseos...!

Ahora no tengo ya ningún deseo, a no ser el de amar a Jesús con locura... Mis deseos infantiles han desaparecido. Ciertamente que aún me gusta adornar con flores al altar del Niño Jesús. Pero desde que él me dio la flor que yo anhelaba, mi querida Celina, ya no deseo ninguna más: ella es el ramillete más precioso que le ofrezco...

CELINA 
 
Tampoco deseo ya ni el sufrimiento ni la muerte, aunque sigo amándolos a los dos. Pero es el amor lo único que me atrae... Durante mucho tiempo los deseé; poseí el sufrimiento y creí estar tocando las riberas del cielo, creí que la florecilla iba a ser cortada en la primavera de su vida... Ahora sólo me guía el abandono, ¡no tengo ya otra brújula...!

Ya no puedo pedir nada con pasión, excepto que se cumpla perfectamente en mi alma la voluntad de Dios sin que las criaturas puedan ser un obstáculo para ello. Puedo repetir aquellas palabras del Cántico Espiritual de nuestro Padre san Juan de la Cruz:
«En la interior bodega de mi Amado bebí, y cuando salía por toda aquesta vega,  ya cosa no sabía; y el ganado perdí que antes seguía.
Mi alma se ha empleado, y todo mi caudal, en su servicio; ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio».

O bien estas otras: 

«Hace tal obra el AMOR, después que le conocí, que, si hay bien o mal en mí, todo lo hace de un sabor, y al alma transforma en sí».

¡Qué dulce es, Madre querida, el camino del amor! Es cierto que se puede caer, que se pueden cometer infidelidades; pero el amor, haciéndolo todo de un sabor, consume con asombrosa rapidez todo lo que puede desagradar a Jesús, no dejando más que una paz humilde y profunda en el fondo del corazón... 

¡Cuántas luces he sacado de las obras de nuestro Padre san Juan de la Cruz...! A la edad de 17 y 18 años, no tenía otro alimento espiritual. Pero más tarde, todos los libros me dejaban en la aridez, y aún sigo en este estado. Si abro un libro escrito por un autor espiritual (aunque sea el más hermoso y el más conmovedor), siento que se me encoge el corazón y leo, por así decirlo, sin entender; o si entiendo, mi espíritu se detiene, incapaz de meditar... 

En medio de esta mi impotencia, la Sagrada Escritura y la Imitación de Cristo vienen en mi ayuda. En ellas encuentro un alimento sólido y completamente puro. Pero lo que me sustenta durante la oración, por encima de todo, es el Evangelio. En él encuentro todo lo que necesita mi pobre alma. En él descubro de continuo nuevas luces y sentidos ocultos y misteriosos... 

Comprendo y sé muy bien por experiencia que «el reino de los cielos está dentro de nosotros». Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras... Yo nunca le he oído hablar, pero siento que está dentro de mí, y que me guía momento a momento y me inspira lo que debo decir o hacer. Justo en el momento en que las necesito, descubro luces en las que hasta entonces no me había fijado. Y las más de las veces no es precisamente en la oración donde esas luces más abundan, sino más bien en medio de las ocupaciones del día... 



Madre querida, después de tantas gracias, ¿no podré cantar yo con el salmista: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna»? 

Me parece que si todas las criaturas gozasen de las mismas gracias que yo, nadie le tendría miedo a Dios sino que todos le amarían con locura; y que ni una sola alma consentiría nunca en ofenderle, pero no por miedo sino por amor... 

Comprendo, sin embargo, que no todas las almas se parezcan; tiene que haberlas de diferente alcurnias, para honrar de manera especial cada una de las perfecciones divinas.

A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas...! Entonces todas se me presentan radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las demás) me parece revestida de amor... 

¡Qué dulce alegría pensar que Dios es justo!; es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza. Siendo así, ¿de qué voy a tener miedo? El Dios infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta bondad todas las culpas del hijo pródigo, ¿no va a ser justo también conmigo, que «estoy siempre con él»...? 





NOTAS: 

(1)  Debido a la previsible oposición del Sr. Delatroëtte. 
 
(2)  El P. Pichon contaba con Celina para una fundación misionera en el Canadá, y le había prohibido hablar de ello. Cuando, en agosto, desveló el proyecto en el Carmelo, se produjo un clamor general de indignación y una contraofensiva relámpago; Teresa llora hasta caer enferma, y el P. Pichon se bate en retirada («Está bien, está bien, ofrezco a mi Celina al Carmelo, a santa Teresa y a la Santísima Virgen»). El Sr. Delatroëtte acepta con una facilidad asombrosa la entrada de Celina en el Carmelo de Lisieux, y, gracias a la intercesión del señor Martin, el 14 de septiembre se reunía con nosotras. 

(3) Sor Amada de Jesús, que pensaba que «en la comunidad no se necesitaban artistas». Pero apreciaba sinceramente a Teresa
 

 
 

PRIORATO DE LA MADRE INÉS, DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR (1890 - 1895) , MANUSCRITO A

Y desde el día bendito de tu elección, Madre querida, sí, desde ese día volé por los caminos del amor... Ese día, ¡Paulina pasó a ser mi Jesús viviente... y se convirtió por segunda vez en mi «mamá»...! 
 

De tres años a esta parte, vengo teniendo la dicha de contemplar las maravillas que obra Jesús por medio de mi Madre querida... Veo que sólo el sufrimiento es capaz de engendrar almas, y estas sublimes palabras de Jesús se revelan como nunca en toda su profundidad: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». 


LA MADRE INÉS, HERMANA DE TERESITA, 
DE PIE A LA DERECHA, A SU IZQUIERDA ESTÁ CELINA.
SENTADAS DE IZQUIERDA A DERECHA: 
TERESITA, MARÍA Y LA MADRE GONZAGA

 ¡Y qué cosecha tan abundante has recogido...! Has sembrado entre lágrimas, pero pronto verás el fruto de tus trabajos y volverás llena de alegría trayendo en tus manos las gavillas...

Entre esas gavillas floridas, Madre mía, va oculta ahora la florecilla blanca; pero en el cielo tendrá voz para cantar tu dulzura y las virtudes que te ve practicar día tras día a la sombra y en el silencio de esta vida de destierro...

Sí, en estos últimos tres años he comprendido muchos misterios que hasta entonces estaban escondidos para mí. Dios me ha mostrado la misma misericordia que mostró al rey Salomón. No ha querido que yo tuviese un sólo deseo que no viese realizado. Y no sólo mis deseos de perfección, sino también aquellos cuya vanidad comprendía sin haberla experimentado.

Como siempre te he mirado, Madre querida, como mi ideal, deseaba parecerme a ti en todo. Al verte pintar primorosamente y componer poesías tan encantadoras, pensaba: «¡Cómo me gustaría poder pintar y saber expresar en versos mi pensamiento, y hacer así el bien a las almas...!» 

No quería pedir estos dones naturales, y mis deseos permanecían ocultos en el fondo de mi corazón. Pero Jesús, oculto también él en mi pobre corazón, tuvo a bien demostrarle que todo es vanidad y aflicción de espíritu bajo el sol... Con gran extrañeza de las hermanas, me pusieron a pintar, y Dios permitió que supiese sacar jugo a las lecciones que mi Madre querida me dio... Y quiso también que, a ejemplo suyo, pudiese hacer poesías y componer piezas teatrales que a las hermanas les parecieron bonitas...
 

Al igual que Salomón, después de examinar todas las obras de sus manos y la fatiga que le costó realizarlas, vio que todo era vanidad y caza de viento, así también yo conocí por EXPERIENCIA que la felicidad sólo se halla en esconderse y en vivir en la ignorancia de las cosas creadas. Comprendí que, sin el amor, todas las obras son nada, incluso las más brillantes, como resucitar a los muertos o convertir a los pueblos...

Los dones que Dios me ha prodigado (sin yo pedírselos), en lugar de perjudicarme y de producirme vanidad, me llevan hacia él. Veo que sólo él es inmutable y que sólo él puede llenar mis inmensos deseos...  


 Hay también deseos de otra índole que Jesús ha querido convertirme en realidad, deseos infantiles como el de la nieve para mi toma de hábito. Tú sabes bien, Madre querida, cómo me gustan las flores. Al hacerme prisionera a los 15 años, renuncié para siempre a la dicha de correr por los campos esmaltados con los tesoros de la primavera. Pues bien, nunca he tenido tantas flores como desde que entré en el Carmelo... 

Es costumbre que los novios regalen con frecuencia ramos de flores a sus novias. Jesús no lo echó en olvido y me mandó, a montones, gavillas de acianos, margaritas gigantes, amapolas, etc., todas las flores que más me gustan. Hay incluso una florecita, llamada la neguilla de los trigos, que yo no había vuelto a encontrar desde cuando vivíamos en Lisieux; tenía muchas ganas de volver a ver esa flor de mi niñez que yo cogía en los campos de Alençon. Pues también ella vino a sonreírme en el Carmelo y a mostrarme que, tanto en las cosas más pequeñas como en las grandes, Dios da el ciento por uno ya en esta vida a las almas que lo han dejado todo por su amor. 

NEGUILLA DE LOS TRIGOS 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux

 

miércoles, 30 de octubre de 2019

RETIRO DEL PADRE ALEJO, DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR (1890 - 1895) , MANUSCRITO A

Al año siguiente de mi profesión, es decir, dos meses antes de la muerte de la madre Genoveva, recibí grandes gracias durante los ejercicios espirituales (1).

Normalmente, los ejercicios predicados me resultan más penosos todavía que los que hago sola. Pero ese año no fue así.

Había hecho con gran fervor una novena de preparación, a pesar del presentimiento íntimo que tenía, pues me parecía que el predicador no iba a poder comprenderme, ya que se dedicaba sobre todo a ayudar a los grandes pecadores y no a las almas religiosas. Pero Dios, que quería demostrarme que sólo él era el director de mi alma, se sirvió precisamente de este Padre, al que yo fui la única que apreció en la comunidad (2)... 

Yo sufría por aquel entonces grandes pruebas interiores de todo tipo (hasta llegar a preguntarme a veces si existía un cielo ). Estaba decidida a no decirle nada acerca de mi estado interior, por no saber explicarme. Pero apenas entré en el confesonario, sentí que se dilataba mi alma. Apenas pronuncié unas pocas palabras, me sentí maravillosamente comprendida, incluso adivinada... Mi alma era como un libro abierto, en el que el Padre leía mejor incluso que yo misma... Me lanzó a velas desplegadas por los mares de la confianza y del amor, que tan fuertemente me atraían, pero por los que no me atrevía a navegar... Me dijo que mis faltas no desagradaban a Dios, y que, como representante suyo, me decía de su parte que Dios estaba muy contento de mí...

 
TERESITA CON SU HERMANA PAULINA A LA DERECHA , 
DETRÁS LA MADRE MARÍA GONZAGA Y ABAJO CELINA

¡Qué feliz me sentí al escuchar esas consoladoras palabras...! Nunca había oído decir que hubiese faltas que no desagradaban a Dios. Esas palabras me llenaron de alegría y me ayudaron a soportar con paciencia el destierro de la vida... En el fondo del corazón yo sentía que eso era así, pues Dios es más tierno que una madre. ¿No estás tú siempre dispuesta, Madre querida, a perdonarme las pequeñas indelicadezas de que te hago objeto sin querer...? ¡Cuántas veces lo he visto por experiencia...! Ningún reproche me afectaba tanto como una sola de tus caricias. Soy de tal condición, que el miedo me hace retroceder, mientras que el amor no sólo me hace correr sino volar...  



NOTAS: 

(1)  Del 8 al 15 de octubre de 1891, dirigidos por el P. Alejo Prou, franciscano de Caen. 


 (2) La madre María de Gonzaga prohibió a Teresa volver a ver al predicador. Y Teresa, mientras tanto, que era sacristana, lo oía ir y venir por la sacristía exterior a la espera de alguna posible penitente... No obstante, al final de los ejercicios, pudo confesarse durante un tiempo bastante largo, con gran disgusto de su priora. 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux 

EPIDEMIA DE LA GRIPE, DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR (1890 - 1895) , MANUSCRITO A

Un mes después de la partida de nuestra santa Madre, se declaró la gripe en la comunidad. Sólo otras dos hermanas y yo quedamos en pie. Nunca podré expresar todo lo que vi, y lo que me pareció la vida y todo lo que es pasajero...

El día en que cumplí 19 años, lo festejamos con una muerte, a la que pronto siguieron otras dos. 

En esa época, yo estaba sola en la sacristía, por estar muy gravemente enferma mi primera de oficio. Yo tenía que preparar los entierros, abrir las rejas del coro para la misa, etc. Dios me dio muchas gracias de fortaleza en aquellos momentos. Ahora me pregunto cómo pude hacer todo lo que hice sin sentir miedo. La muerte reinaba por doquier. Las más enfermas eran cuidadas por las que apenas se tenían en pie. En cuanto una hermana exhalaba su último suspiro, había que dejarla sola.

Una mañana, al levantarme, tuve el presentimiento de que sor Magdalena se había muerto. El claustro estaba a oscuras y nadie salía de su celda. Por fin, me decidí a entrar en la celda de la hermana Magdalena, que tenía la puerta abierta. Y la vi, vestida y acostada en su jergón. No sentí el menor miedo. Al ver que no tenía cirio, se lo fui a buscar, y también una corona de rosas.

La noche en que murió la madre subpriora, yo estaba sola con la enfermera. Es imposible imaginar el triste estado de la comunidad en aquellos días. Sólo las que quedaban de pie pueden hacerse una idea.

Pero en medio de aquel abandono, yo sentía que Dios velaba por nosotras. Las moribundas pasaban sin esfuerzo a mejor vida, y enseguida de morir se extendía sobre sus rostros una expresión de alegría y de paz, como si estuviesen durmiendo un dulce sueño. Y así era en realidad, pues, cuando haya pasado la apariencia de este mundo, se despertarán para gozar eternamente de las delicias reservadas a los elegidos... 

Durante todo el tiempo que duró esta prueba de la comunidad, yo tuve el inefable consuelo de recibir todos los días la sagrada comunión... ¡Qué felicidad...! Jesús me mimó mucho tiempo, mucho más tiempo que a sus fieles esposas, pues permitió que a mí me lo dieran, cuando las demás no tenían la dicha de recibirle. 
 

También me sentía feliz de poder tocar los vasos sagrados y de preparar los corporales destinados a recibir a Jesús. Sabía que tenía que ser muy fervorosa y recordaba con frecuencia estas palabras dirigidas a un santo diácono: «Sé santo, tú que tocas los vasos del Señor». 


 No puedo decir que haya recibido frecuentes consuelos durante las acciones de gracias; tal vez sean los momentos en que menos los he tenido... Y me parece muy natural, pues me he ofrecido a Jesús, no como quien desea recibir su visita para propio consuelo, sino, al contrario, para complacer al que se entrega a mí.

Me imagino a mi alma como un terreno libre, y pido a la Santísima Virgen que quite los escombros que pudieran impedirle esa libertad. Luego le suplico que monte ella una gran tienda digna del cielo y que la adorne con sus propias galas. Después invito a todos los ángeles y santos a que vengan a dar un magnífico concierto. Y cuando Jesús baja a mi corazón, me parece que está contento de verse tan bien recibido, y yo estoy contenta también... 

Pero todo esto no impide que las distracciones y el sueño vengan a visitarme. Pero al terminar la acción de gracias y ver que la he hecho tan mal, tomo la resolución de vivir todo el día en una continua acción de gracias... 

Ya ves, Madre querida, que Dios está muy lejos de llevarme por el camino del temor. Sé encontrar siempre la forma de ser feliz y de aprovecharme de mis miserias... Y estoy segura de que eso no le disgusta a Jesús, pues él mismo parece animarme a seguir por ese camino...

Un día, contra mi costumbre, estaba un poco turbada al ir a comulgar; me parecía que Dios no estaba contento de mí y pensaba en mi interior: «Si hoy sólo recibo la mitad de una hostia, me llevaré un disgusto, pues creeré que Jesús viene como de mala gana a mi corazón». Me acerco... y, ¡oh, felicidad!, por primera vez en mi vida veo que el sacerdote ¡toma dos hostias bien separadas y me las da...! Comprenderás mi alegría y las dulces lágrimas que derramé ante tan gran misericordia...  



Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux


 

martes, 29 de octubre de 2019

MADRE GENOVEVA DE SANTA TERESA, DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR (1890 - 1895) , MANUSCRITO A


Ahora, Madre querida, ¿qué me queda por decirte? 

Creía haber terminado, pero aún no te he dicho nada sobre la suerte que tuve de haber conocido a nuestra santa madre Genoveva... Ha sido una gracia inestimable. Pues Dios, que ya me había dado tantas, quiso que viviese con una santa, no de ésas inimitables, sino una santa que se santificó por medio de virtudes ocultas y ordinarias...

Más de una vez he recibido de ellas grandes consuelos, especialmente un domingo. Ese día fui, como de costumbre, a hacerle una breve visita, y encontré a otras dos hermanas con la madre Genoveva. La miré sonriendo, y me disponía a salir, pues no nos está permitido estar tres con una enferma, pero ella, mirándome con aire inspirado, me dijo: «Espera, hija mía, sólo quiero decirte unas palabritas. Siempre que vienes a verme, me pides que te dé un ramillete espiritual. Bueno, pues hoy voy a darte éste: Sirve a Dios con paz y con alegría. Recuerda, hija mía, que nuestro Dios es el Dios de la paz». 

Le di las gracias con sencillez y salí emocionada hasta las lágrimas y convencida de que Dios le había revelado el estado de mi alma: aquel día me encontraba duramente probada, casi triste, en una noche tal, que no sabía ya si Dios me amaba. ¡Puedes, pues, adivinar, Madre querida, la alegría y el consuelo que sentí...!

Al domingo siguiente, quise saber qué revelación había tenido la madre Genoveva. Me aseguró que no había tenido ninguna, y entonces mi admiración subió de punto al comprobar en qué grado eminente Jesús vivía en ella y la hacía hablar y actuar. 

Sí, esa santidad me parece la más auténtica, la más santa, y es la que yo deseo para mí, pues en ella no cabe ilusión... 

El día de mi profesión recibí otra gran alegría al saber de labios de la madre Genoveva que también ella había pasado por la misma prueba que yo antes de pronunciar sus votos...

¿Te acuerdas, Madre querida, del consuelo que encontramos a su lado en los momentos de nuestros grandes sufrimientos? 

En una palabra, el recuerdo que la madre Genoveva dejó en mi corazón es un recuerdo impregnado de fragancia... 

El día de su partida para el cielo viví una emoción muy especial. Era la primera vez que asistía a una muerte, y el espectáculo fue realmente encantador... Yo estaba colocada justamente a los pies de la cama de la santa moribunda y veía perfectamente sus más ligeros movimientos. 

Durante las dos horas que pasé allí, me parecía que mi alma debería estar llena de fervor; por el contrario, se apoderó de mí una especie de insensibilidad. Pero en el momento mismo en que nuestra santa madre Genoveva nacía para el cielo, mis disposiciones interiores dieron un vuelco: en un abrir y cerrar de ojos me sentí henchida de una alegría y de un fervor inexplicables. Era como si la madre Genoveva me hubiese dado una parte de la felicidad de que ella ya gozaba, pues estoy plenamente convencida de que fue derecha al cielo...

Cuando aún vivía, le dije una vez:

-«Usted, Madre, no irá al purgatorio».

-«Así lo espero», me contestó con dulzura.

Y seguro que Dios no defraudó una esperanza tan llena de humildad. Prueba de ello son todos los favores que de ella hemos recibido...
 

Todas las hermanas se apresuraron a pedir alguna reliquia, y tú ya sabes, Madre querida, la que yo tengo la dicha de poseer... Durante la agonía de la madre Genoveva, vi que una lágrima brillaba en uno de sus párpados como un diamante. Esa lágrima, la última de todas las que derramó, no llegó a desprenderse, y vi que seguía brillando en el coro sin que nadie pensara en recogerla. Entonces, tomando un pañito fino, me acerqué por la noche, sin que nadie me viera, y recogí como reliquia la última lágrima de una santa... Desde entonces la he llevado siempre en la bolsita donde guardo encerrados mis votos. 


No doy importancia a mis sueños. Por otra parte, rara vez tengo sueños simbólicos, e incluso me pregunto cómo es posible que, pensando como pienso todo el día en Dios, no ocupe él un mayor lugar en mis sueños... 

Normalmente sueño con bosques, con flores, con arroyos, con el mar; casi siempre veo preciosos niñitos, o cazo mariposas y pájaros que nunca he visto. Ya ves, Madre, que si mis sueños tienen un aspecto poético, están muy lejos de ser místicos...

Una noche, después de la muerte de la madre Genoveva, tuve uno más entrañable. Soñé que la Madre estaba haciendo testamento, y que a cada una de las hermanas le dejaba algo de lo que le había pertenecido. Cuando me llegó el turno a mí, pensé que no iba a recibir nada, pues ya no le quedaba nada. Pero, incorporándose, me dijo por tres veces con acento penetrante: «A ti te dejo mi corazón»(1).  



NOTAS:
El Dr. de Cornière acababa de extraer el corazón de la madre Genoveva, para que las carmelitas pudieran tener una reliquia suya. 


Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux

 
 

lunes, 28 de octubre de 2019

TOMA DE VELO, DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR (1890 - 1895) , MANUSCRITO A



El 24 tuvo lugar la ceremonia de mi toma de velo (1). Fue un día totalmente velado por las lágrimas... Papá no estaba allí para bendecir a su reina... El Padre estaba en Canadá... Monseñor, que iba a ir a comer en casa de mi tío, estaba enfermo, y tampoco vino. Todo fue tristeza y amargura... Sin embargo, en el fondo del cáliz había paz, siempre la paz ... 

Aquel día Jesús permitió que no pudiese contener las lágrimas, y mis lágrimas no fueron comprendidas... De hecho, ya había soportado pruebas mucho mayores sin llorar, pero entonces me ayudaba una gracia muy poderosa; en cambio, el día 24 Jesús me abandonó a mis propias fuerzas, y demostré lo escasas que éstas eran.
 

Ocho días después de mi toma de velo tuvo lugar la boda de Juana. Me sería imposible decirte, Madre querida, cuánto me enseñó su ejemplo acerca de las delicadezas que una esposa debe prodigar a su esposo. Escuchaba ávidamente todo lo que podría aprender al respecto, pues no quería hacer yo por mi amado Jesús menos de lo que Juana hacía por Francis, una criatura ciertamente muy perfecta, ¡pero a fin de cuentas una criatura...!  

JUANA, PRIMA DE TERESA SE CASÓ CON FRANCIS, UN MÉDICO

Hasta me divertí componiendo una tarjeta de invitación para compararla con la suya. Estaba concebida en los siguientes términos:
 
TARJETA DE INVITACIÓN A LAS BODAS DE SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS DE LA SANTA FAZ
No habiendo podido invitaros a la bendición nupcial que les fue otorgada en la montaña del Carmelo, el 8 de septiembre de 1890 (a la que sólo fue admitida la Corte Celestial), se os suplica que asistáis a la Tornaboda, que tendrá lugar Mañana, Día de la Eternidad, día en que Jesús, el Hijo de Dios, vendrá sobre las Nubes del Cielo en el esplendor de su Majestad, para juzgar a vivos y muertos.

Dado que la hora es incierta, os invitamos a estar preparados y velar. 







NOTAS: 
(1) La profesión (8 de septiembre), ceremonia íntima dentro de la clausura, se completó (el 24) con la toma del velo negro, ceremonia pública.  El Padre: Pichon, en el Canadá. 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux


NUEVAS SEPARACIONES, EN EL COLEGIO (1883 - 1886) , MANUSCRITO A

Pero antes de ver a la familia reunida en el hogar paterno del cielo, tenía que sufrir aún muchas separaciones. 
 

El mismo año en que fui recibida como hija de la Santísima Virgen, ésta me arrebató a mi querida María (1), el único sostén de mi alma... María era quien me guiaba, quien me consolaba, quien me ayudaba a practicar la virtud, ella era mi único oráculo. 
Es cierto que Paulina ocupaba un lugar privilegiado en mi corazón, pero Paulina estaba lejos, muy lejos de mí... Me había costado un verdadero martirio acostumbrarme a vivir sin ella, a ver interpuestos entre ella y yo unos muros infranqueables, pero al fin había acabado por aceptar la triste realidad: había perdido a Paulina, casi como si se hubiera muerto. Ella me seguía queriendo, sí, y rezaba por mí; pero a mis ojos, mi Paulina querida se había convertido en una santa que ya no sabía de las cosas de la tierra, y las miserias de su pobre Teresa, si las conociera, le extrañarían y la llevarían a no quererla tanto... Además, aunque hubiera querido confiarle mis secretos, como en los Buissonnets, no hubiera podido hacerlo, pues las visitas en el locutorio eran sólo para María. 
Celina y yo no teníamos permiso para entrar más que al final, y justo el tiempo para que se nos oprimiese el corazón...
 
Por eso, no tenía en realidad más que a María, que me era, por así decirlo, indispensable. Sólo a ella le contaba mis escrúpulos; y la obedecía tan ciegamente, que mi confesor nunca llegó a conocer mi vergonzosa enfermedad: yo sólo le decía el número de pecados que María me permitía confesar, ni uno mas. Así que podría haber pasado por el alma menos escrupulosa del mundo, a pesar de serlo en sumo grado. 

MARÍA, HERMANA DE TERESITA

María sabía, pues, todo lo que pasaba en mi alma y conocía también mis deseos del Carmelo; y yo la quería tanto, que no podía vivir sin ella. Todos los años, nuestra tía nos invitaba a ir, turnándonos, a su casa de Trouville. A mí me gustaba mucho ir, pero con María; cuando no la tenía a mi lado, me aburría mucho.

Una vez, sin embargo, me lo pasé bien en Trouville (2). Fue el año en que papá realizó el viaje a Constantinopla. Para distraernos un poco (pues estábamos muy tristes porque papá estaba tan lejos), María nos mandó a Celina y a mí a pasar quince días en la playa. Yo me divertí mucho, porque tenía conmigo a Celina. Nuestra tía nos daba todos los gustos posibles: paseos en burro, pesca de agujas, etc. 

Yo era todavía muy niña, a pesar de mis doce años y medio. Me acuerdo de la alegría que sentí cuando me puse las preciosas cintas azules que mi tía me regaló para el pelo; y también me acuerdo que me confesé en Trouville de esa complacencia infantil, que me parecía pecado...

Una noche, tuve una experiencia que me abrió mucho los ojos. María (Guérin), que casi siempre estaba enferma, lloriqueaba con frecuencia, y entonces mi tía la mimaba y le prodigaba los nombres más tiernos, sin que por eso mi querida primita dejase de lloriquear y de quejarse de que le dolía la cabeza. Yo, que tenía también casi todos los días dolor de cabeza, y no me quejaba, quise una noche imitar a María y me puse a lloriquear echada en un sillón, en un rincón de la sala. Enseguida Juana y mi tía vinieron solícitas a mi lado, preguntándome qué tenía. Yo les contesté, como María: «Me duele la cabeza». Pero al parecer eso de quejarme no se me daba bien, pues no puede convencerlas de que fuese el dolor de cabeza lo que me hacía llorar. En lugar de mimarme, me hablaron como a una persona mayor y Juana me reprochó el que no tuviera confianza con mi tía, pues pensaba que lo que yo tenía era un problema de conciencia... En fin, salí sin más daño que el haber trabajado en balde y muy decidida a no volver a imitar nunca a los demás, y comprendí la fábula de «El asno y el perrito (3)». Yo era como el asno, que, viendo las caricias que le hacían al perrito, fue a poner su pesada pata sobre la mesa para recibir también él su ración de besos. Pero, ¡ay!, si no recibí palos, como el pobre animal, recibí realmente el pago que me merecía, y la lección me curó para toda la vida del deseo de atraer sobre mí la atención de los demás. ¡El único intento que hice para ello me costó demasiado caro...!  

MARÍA Y JUANA, PRIMAS DE TERESITA

Al año siguiente, que fue el de la partida de mi querida madrina, nuestra tía me volvió a invitar, pero en esta ocasión a mí sola, y me encontré tan perdida y tan fuera de lugar, que al cabo de dos o tres días caí enferma y tuvieron que llevarme de vuelta a Lisieux(4). La enfermedad, que temían que fuese grave, no era más que nostalgia de los Buissonnets, y apenas puse los pies en ellos me curé ...  Bien, pues a esa niña iba Dios a arrebatarle el único apoyo que la ataba a la vida...

En cuanto supe la decisión de María, tomé la resolución de no volver a apegar mi corazón a nada en la tierra... 

Después de salir del internado, me había instalado en el cuarto de pintura de Paulina y lo había arreglado a mi gusto. Era una verdadera leonera, una mezcla de objetos de piedad y curiosidades, un jardín y una pajarera... 

Así, por ejemplo, en el fondo destacaba sobre la pared una gran cruz de madera negra, sin Cristo, y unos dibujos que me gustaban. En otra pared, una cesta adornada con muselina y con cintas de color rosa con hierbas finas y flores. Finalmente, en la otra pared, campeaba el retrato de Paulina a los diez años. Y bajo este retrato tenía una mesa sobre la que estaba colocada una gran jaula en la que había encerrados un gran número de pájaros cuyo gorjeo melodioso aturdía a los visitantes, pero no a su amita, que los quería mucho... 

Tenía también el «mueblecito blanco», repleto de mis libros de texto, cuadernos, etc.; y sobre este mueble tenía colocada una estatua de la Santísima Virgen con floreros siempre llenos de flores naturales y con candeleros; y, todo alrededor, una gran cantidad de imagencitas de santos y santas, cestitas de conchas, cajas de cartulina, etc. Por último, delante de la ventana, mi jardín colgante, en el que cuidaba macetas (con las flores más raras que lograba encontrar). Tenía también, en el interior de «mi museo», una jardinera, en la que ponía mi planta favorita... 

Frente a la ventana, estaba colocada la mesa, cubierta con un tapete verde, y sobre el tapete, en el medio, tenía puesto un reloj de arena, una imagencita de san José, un portarrelojes, cestas de flores, un tintero, etc... Algunas sillas rotas y la preciosa cuna de muñecas de Paulina completaban mi ajuar. 

Realmente, esta pobre buhardilla era un mundo para mí, y, como el Sr. de Maistre, también yo podría componer un libro titulado «Paseo alrededor de mi cuarto». En esta habitación me gustaba pasarme horas enteras, estudiando y meditando ante el hermoso panorama que se abría ante mis ojos...

Al conocer la partida de María, mi cuarto perdió para mí todo su encanto. No quería separarme ni un solo instante de la hermana querida que pronto iba a levantar el vuelo... ¡Cuántos actos de paciencia le hice practicar! Cada vez que pasaba ante la puerta de su habitación, llamaba hasta que me abría y la besaba con toda el alma; quería hacer provisión de besos para todo el tiempo que iba a verme privada de ellos. 

Un mes antes de su entrada en el Carmelo, papá nos llevó a Alençon, pero este viaje estuvo muy lejos de parecerse al primero: todo fue para mí tristeza y amargura. Imposible decir cuántas lágrimas lloré sobre la tumba de mamá porque me había olvidado de llevar un ramillete de acianos que había cogido para ella. 

Verdaderamente, en todo encontraba motivos para sufrir. Todo lo contrario que ahora, pues Dios me concede la gracia de no abatirme por nada pasajero. Cuando me acuerdo del pasado, mi alma desborda de gratitud al ver los favores que he recibido del cielo. Se ha operado en mí tal cambio, que estoy desconocida... Verdad es que deseaba alcanzar la gracia «de tener un dominio absoluto sobre mis acciones, de ser su dueña y no su esclava». Estas palabras de la Imitación me llegaban muy a lo hondo, pero, por así decirlo, tenía que comprar con mis deseos esta gracia inestimable. No era todavía más que una niña que no parecía tener otra voluntad que la de los demás, lo cual hacía decir a la gente de Alençon que era débil de carácter... 

Fue durante este viaje cuando Leonia entró a prueba en las clarisas (5). A mí me dolió su extraña entrada, pues la quería mucho y no pude darle un abrazo antes de que se fuera.

Nunca olvidaré la bondad y la confusión de nuestro pobre papaíto cuando vino a comunicarnos que Leonia vestía ya el hábito de clarisa... A él, igual que a nosotras, le parecía una cosa muy rara, pero no quería decir nada al ver lo disgustada que estaba María. Nos llevó al convento y allí sentí una congoja como nunca la había sentido a la vista de un monasterio. Me produjo el efecto contrario al del Carmelo, donde todo me dilataba el alma... Tampoco me entusiasmó más la vista de las religiosas, y no sentí la menor tentación de quedarme con ellas.

No obstante, nuestra pobre Leonia estaba muy guapa con su nuevo traje. Nos dijo que la miráramos bien a los ojos, pues ya no volveríamos a verlos (las clarisas no se dejan ver más que con los ojos bajos). Pero Dios se conformó con dos meses de sacrificio, y Leonia volvió a enseñarnos sus ojos azules, muy a menudo bañados en lágrimas...  

LEONIA

Al dejar Alençon, yo pensé que Leonia se quedaría con las clarisas, por lo que me alejé de la triste calle de la Media Luna con el corazón muy apenado. Ya no quedábamos más que tres, y pronto nuestra querida María nos iba también a dejar...

¡El 15 de octubre fue el día de la separación! De la alegre y numerosa familia de los Buissonnets ya sólo quedaban las dos últimas hijas... Las palomas habían huido del nido paterno, y las que aún quedaban hubiesen querido volar tras ellas, pero sus alas eran aún demasiado débiles para que pudieran levantar el vuelo... 

Dios, que quería llamar hacia sí a la más pequeña y más débil de todas, se apresuró a hacerle crecer las alas. El, que se complace en mostrar su bondad y su poder sirviéndose de los instrumentos menos dignos, quiso llamarme a mí antes que a Celina, que sin duda merecía más que yo este favor. Pero Jesús conocía muy bien mi debilidad, y por eso me escondió a mí primero en las cavernas de la roca. 

Cuando María entró en el Carmelo, yo era todavía muy escrupulosa. Como ya no podía confiarme a ella, me volví hacia el cielo. Me dirigí a los cuatro angelitos (6) que me habían precedido allá arriba, pues pensé que aquellas almas inocentes, que nunca habían conocido ni las turbaciones ni los miedos, deberían tener compasión de su pobre hermanita que estaba sufriendo en la tierra.

Les hablé con la sencillez de un niño, haciéndoles notar que, al ser la última de la familia, siempre había sido la más querida y la más colmada de ternuras por mis hermanas, y que si ellos hubieran permanecido en la tierra me habrían dado también sin duda alguna pruebas de cariño... Su partida para el cielo no me parecía una razón suficiente para que me olvidasen; al contrario, ya que se hallaban en situación de disponer de los tesoros divinos, debían tomar de ellos la paz para mí y mostrarme así que también en el cielo se sabe amar... 

La respuesta no se hizo esperar. Pronto la paz vino a inundar mi alma con sus olas deliciosas, y comprendí que si era amada en la tierra, también lo era en el cielo...

A partir de aquel momento, fue creciendo mi devoción hacia mis hermanitos y hermanitas, y me gusta conversar a menudo con ellos y hablarles de las tristezas del destierro... y de mi deseo de ir pronto (7) a reunirme con ellos en la patria... 


NOTAS: 

(1)  El 15/10/1886.

(2)  Finales de septiembre de 1885, durante el viaje del señor Martin a Constantinopla 

(3)  Fábula de Lafontaine (libro IV, 5). 

(4)  En julio de 1886. 

(5)  Leonia entró por una cabezonada en las clarisas de Alençon, amigas de su madre, el 7/10/1886, y salió el 1 de diciembre. 

(6)  Sus hermanitos y hermanitas muertos en temprana edad. 

(7)  Una palabra favorita de Teresa (218 veces en los escritos). Este pronto de la impaciencia por ir al cielo se encuentra en todas las épocas en las cartas y en las poesías.  

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux

 

HIJA DE MARÍA, EN EL COLEGIO (1883 - 1886) , MANUSCRITO A


Casi inmediatamente después de mi entrada en la Abadía, ingresé en la Congregación de los Santos Angeles. Me gustaban mucho los ejercicios de devoción que en ella se prescribían, pues sentía una especial inclinación a invocar a los bienaventurados espíritus celestiales, y en particular al que Dios me dio para que fuera el compañero de mi destierro . 

Poco tiempo después de mi primera comunión, la banda de aspirante a las Hijas de María sustituyó a la de los Santos Angeles, pero abandoné la Abadía sin haber sido recibida en esa congregación de la Santísima Virgen. 
Como salí antes de terminar los estudios, no se me permitía entrar en ella como antigua alumna. Confieso que ese privilegio no me atraía demasiado; pero pensando que todas mis hermanas habían sido «hijas de María», no quería ser menos hija que ellas de mi Madre del cielo, y fui muy humildemente (a pesar de lo mucho que costaba) a pedir permiso para ingresar en la congregación de la Santísima Virgen, en la Abadía. La primera profesora no quiso negármelo, pero me puso como condición que tenía que venir al colegio dos días a la semana , por la tarde, para demostrar que era digna de ser admitida.

Este permiso, lejos de agradarme, me costó enormemente. Yo no tenía, como las demás alumnas, una profesora amiga con quien poder ir a pasar el tiempo. Así es que me conformaba con ir a saludar a la profesora, y luego trabajaba en silencio hasta que terminaba la clase de labores. Nadie se fijaba en mí. Así que subía a la tribuna de la capilla y me estaba allí delante del Santísimo hasta que papá venía a buscarme. 

Este era mi único consuelo. ¿No era, acaso, Jesús mi único amigo...? No sabía hablar con nadie más que con él. Las conversaciones con las criaturas, incluso las conversaciones piadosas, me cansaban el alma... Sentía que vale más hablar con Dios que hablar de Dios, ¡pues se suele mezclar tanto amor propio en las conversaciones espirituales...!

¡Sólo por la Santísima Virgen iba a la Abadía...! 

A veces me sentía sola, muy sola. Como en los días de mi vida de internado, cuando me paseaba triste y enferma por el enorme patio, yo repetía siempre estas palabras, que hacían renacer siempre la paz y la fuerza en mi corazón: «La vida es tu navío, no tu morada (1)». Cuando era pequeñita, estas palabras me levantaban la moral. Y todavía hoy, a pesar de los años, que hacen que desaparezcan tantos sentimientos de piedad infantil, la imagen del navío sigue cautivando mi alma y la ayuda a soportar el destierro... ¿No dice la Sabiduría que la vida es «como nave que surca las aguas agitadas sin dejar rastro alguno de su travesía...?»  


Cuando pienso en estas cosas, mi alma se abisma en el infinito y me parece estar tocando ya las riberas eternas... Me parece estar ya recibiendo el abrazo de Jesús... Creo ver a mi Madre del cielo salirme al encuentro con papá..., con mamá... y con los cuatro angelitos... Creo estar gozando, por fin, para siempre de la verdadera, de la única vida de familia...  





NOTAS:

(1)  Teresa cita, con un error, un verso de Réflexion, poema de Lamartine que al señor Martin le gustaba recitar: «El tiempo es tu navío, no tu morada». 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux


SEÑORA DE PAPINAU, EN EL COLEGIO (1883 - 1886) , MANUSCRITO A



Salí, pues, de la Abadía a la edad de 13 años, y continué mi educación recibiendo varias clases a la semana en casa de la «Sra. de Papinau» (1). 
Era una persona muy buena, y muy culta, pero con ciertos aires de solterona. 
Vivía con su madre, y era una maravilla ver las buenas migas que hacían las tres (pues la gata era también de la familia, y yo tenía que soportar que ronronease sobre mis cuadernos, e incluso admirar su linda figura).

Tenía la ventaja de vivir en la intimidad de la familia. Como los Buissonnets quedaban demasiado lejos para las piernas ya un poco viejas de mi profesora, había pedido que fuera yo a su casa para las clases. 

Cuando llegaba, normalmente no encontraba más que a la anciana señora de Cochain, que me miraba «con sus grandes ojos claros» y luego llamaba con voz serena y juiciosa: «¡Señora de Papinau..., la se...ñorita Te...resa está aquí...!» Su hija le contestaba inmediatamente, con voz infantil: «Ya voy, mamá». Y luego empezaba la clase.

Estas clases tenían también la ventaja (además de la instrucción que en ellas recibía) de hacerme conocer el mundo... ¡Quién lo hubiera creído...! En aquella sala, amueblada a la antigua, yo asistía con frecuencia, rodeada de libros y de cuadernos, a visitas de toda índole: sacerdotes, señoras, señoritas, etc. La señora de Cochain llevaba la batuta de la conversación todo lo que podía, para que su hija pudiera darme la clase; pero esos días no aprendía apenas nada: con la nariz encima del libro, escuchaba todo lo que decían, e incluso lo que más me valiera no haber escuchado, pues la vanidad se desliza muy fácilmente en el corazón... Una señora decía que yo tenía un pelo precioso; otra, al despedirse, creyendo que yo no la oía, preguntaba quién era aquella muchacha tan bonita. Y esas palabras, tanto más halagadoras cuanto que no se decían delante de mí, dejaban en mi alma una sensación de placer que me demostraba a las claras lo llena de amor propio que yo estaba.

¡Qué lástima me dan las almas que se pierden...! Es tan fácil extraviarse por los senderos floridos del mundo... Ciertamente, para un alma un tanto elevada, la dulzura que él ofrece va mezclada de amargura, y el vacío inmenso de los deseos nunca podrá llenarse con las alabanzas de un instante... Pero si mi corazón no se hubiese elevado hacia Dios desde su primer despertar, si el mundo me hubiese sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí...?

¡Madre querida, con cuánta gratitud canto las misericordias del Señor...! ¿No me retiró él del mundo, según las palabras de la Sabiduría, «antes que la malicia pervirtiera mi conciencia y que la perfidia sedujera mi alma...»? 
 

También la Santísima Virgen velaba por su florecita, y no queriendo que se marchitase al contacto con las cosas de la tierra, se la llevó a su montaña antes de que se abriese su corola... Mientras esperaba la llegada de ese momento feliz, Teresita iba creciendo en el amor a su Madre del cielo, y para demostrarle ese amor hizo algo que le costó mucho y que voy a contar en pocas palabras a pesar de su extensión.  



NOTAS:
(1)  Una señora de cincuenta y un años. El ritmo de las clases parece haber sido flexible y espaciado. 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux

 

ENFERMEDAD DE LOS ESCRÚPULOS, EN EL COLEGIO (1883 - 1886) , MANUSCRITO A

Veo que me he alejado mucho del tema, así que me apresuro a volver a él.
 

El año que siguió a mi primera comunión transcurrió, casi todo él, sin pruebas interiores para mi alma. Pero durante el retiro para la segunda comunión me vi asaltada por la terrible enfermedad de los escrúpulos... Hay que pasar por ese martirio para saber lo que es. ¡Imposible decir lo que sufrí durante un año y medio...! Todos mis pensamientos y mis acciones, aun los más sencillos, se me convertían en motivo de turbación. La única forma de recobrar la paz era contárselo a María (1), lo cual me costaba mucho, pues me creía obligada a decirle hasta los pensamientos extravagantes que tenía acerca de ella misma. En cuanto soltaba mi carga, disfrutaba por un momento de paz; pero esa paz pasaba como un relámpago, y enseguida volvía a comenzar mi martirio.  

MARÍA, HERMANA DE SANTA TERESITA

¡Cuánta paciencia tuvo que tener mi querida María para escucharme sin dar nunca muestras de cansancio...! 

Apenas volvía de la Abadía, ya se ponía a rizarme el pelo para el día siguiente (pues, para dar gusto a papá, la reinecita llevaba todos los días el pelo rizado, con gran admiración de sus compañeras, y especialmente de las profesoras, que no veían a niñas tan bien atendidas por sus padres). Durante la sesión, yo no dejaba de llorar, contando todos mis escrúpulos. 

Al terminar el año, Celina terminó sus estudios y regresó a casa. Y la pobre Teresa, que tuvo que volver sola al colegio, no tardó en caer enferma. El único atractivo que la retenía en el internado era vivir con su inseparable Celina; sin ella, «su hijita» ya no podía seguir allí... 




NOTAS:

(1)  Cuenta María: Los escrúpulos «se redoblaban, sobre todo, la víspera de sus confesiones. Venía a contarme todos sus supuestos pecados. Yo trataba de curarla diciéndole que tomaba sobre mí sus pecados, que ni siquiera eran imperfecciones, y no le permitía acusarse más que de dos o tres que yo misma le indicaba. (...) Pronto volvió a inundar su alma la paz» Ese martirio duró por lo menos año y medio. 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux

CONFIRMACIÓN, EN EL COLEGIO (1883 - 1886) , MANUSCRITO A


Poco después de mi primera comunión entré de nuevo en ejercicios espirituales para la confirmación (1). Me preparé con gran esmero para recibir la visita del Espíritu Santo. No entendía cómo no se cuidaba mucho la recepción de este sacramento de amor. 
Normalmente, para la confirmación sólo se hacía un día de retiro. Pero como Monseñor no pudo venir para el día fijado, tuve el consuelo de pasar dos días de soledad. 
Para distraernos, la profesora nos llevó al Monte Casino (2), donde cogí a manos llenas margaritas gigantes para la fiesta del Corpus. 

¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo... Me alegraba al pensar que pronto sería una cristiana perfecta, y, sobre todo, que iba a llevar eternamente marcada en la frente la cruz misteriosa que traza el obispo al administrar este sacramento...

Por fin, llego el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb... 

 
ELÍAS EN EL MONTE HOREB

Aquel día recibí la fortaleza para sufrir, ya que pronto iba a comenzar el martirio de mi alma...

Mi Leonia querida fue la madrina, y estaba tan emocionada, que no dejó de llorar durante toda la ceremonia. Recibió conmigo la sagrada comunión, pues aquel día feliz tuve la dicha de volver a unirme a Jesús.

Pasadas estas fiestas deliciosas e inolvidables, mi vida volvió a la normalidad; es decir, tuve que reanudar la vida de pensionista, que tan penosa me resultaba. 

Aquellos días que rodearon mi primera comunión, me gustaba convivir con las niñas de mi edad, todas ellas llenas de buena voluntad y decididas, como yo, a tomar en serio la práctica de la virtud. Pero ahora tenía que volver a ponerme en contacto con alumnas muy diferentes, disipadas, que no querían guardar el reglamento, y eso me hacía muy desgraciada. 

Yo era de carácter alegre, pero no sabía jugar a los juegos de las niñas de mi edad. Muchas veces, en el recreo, me apoyaba en un árbol y desde allí contemplaba el espectáculo sumida en profundas reflexiones. 

Había inventado un juego que me gustaba mucho. Consistía en enterrar a los pobres pajaritos que encontrábamos muertos bajo los árboles. Muchas alumnas se animaron a ayudarme, de forma que nuestro cementerio quedó muy bonito, todo plantado de árboles y flores proporcionados al tamaño de nuestros pajaritos.

También me gustaba contar historietas que yo misma inventaba a medida que me iban viniendo a la imaginación. Entonces mis compañeras me rodeaban presurosas, y a veces algunas de las mayores se unían al grupo de las oyentes. Una misma historia solía durar varios días, pues me gustaba hacerla cada vez más interesante a medida que iba viendo en los rostros de mis compañeras la impresión que producía. Pero la profesora no tardó en prohibirme ese oficio de orador, pues quería vernos jugar y correr, en lugar de discurrir...

Retenía con facilidad el sentido de lo que estudiaba, pero me costaba trabajo aprender de memoria. Por eso, el año que precedió a mi primera comunión, pedía permiso casi todos los días para estudiar el catecismo durante el recreo. Mi esfuerzos se vieron coronados por el éxito, y fui siempre la primera. Si, por casualidad, perdía ese puesto por una sola palabra que hubiera olvidado, mi dolor se exteriorizaba en lágrimas amargas que el Sr. abate Domin no
sabía cómo calmar... Estaba muy contento de mí (excepto cuando lloraba) y me llamaba su doctorcito, debido a mi nombre de Teresa.

Una vez, la alumna que me seguía no supo hacer a su compañera la pregunta del catecismo (3). El Sr. abate preguntó en vano a toda la fila de alumnas, hasta llegar a mí, y entonces dijo que quería ver si merecía el primer puesto. Yo, en mi profunda humildad, no deseaba otra cosa, y, levantándome, muy segura de mí misma, contesté a lo que se me preguntaba sin cometer ni un solo error, con gran asombro de toda la clase...

Mi interés por el catecismo continuó, después de mi primera comunión, hasta que salí del internado. 

Me iba muy bien en los estudios y era casi siempre la primera. En lo que más descollaba era en historia y en redacción. Todas mis profesoras me tenían por una alumna muy inteligente. Pero no sucedía lo mismo en casa de mi tío, donde pasaba por ser una pequeña ignorante, buena y dulce, sí, pero poco capaz y torpe...

No me extraña esa opinión que mis tíos tenían de mí, y que sin duda aún siguen teniendo, pues apenas hablaba y era muy tímida, y cuando escribía, mi letra de gato y mi ortografía, que no es más que normalita, no eran para entusiasmar a nadie... 

Verdad es que las pequeñas labores de costura, de bordado y otras por el estilo se me daban bien y a gusto de mis profesoras. Pero la manera torpe y desmañada de sujetar la labor justificaba la opinión poco favorable que tenían de mí. 

Todo esto lo considero como una gracia, pues Dios, que quería mi corazón sólo para él, escuchaba ya mi súplica, «cambiándome en amargura todos los consuelos de la tierra». Y, por cierto, que tenía una gran necesidad de ello, pues no era precisamente insensible a los elogios. Con bastante frecuencia alababan delante de mí la inteligencia de las demás, pero nunca la mía, por lo que llegué a la conclusión de que no era inteligente, y me resigné a no serlo...

Mi corazón sensible y cariñoso se hubiera entregado fácilmente si hubiera encontrado un corazón capaz de comprenderlo. 

Intenté trabar amistad con algunas niñas de mi edad, sobre todo con dos de ellas. Yo las quería, y también ellas me querían a mí en la medida en que podían. Pero, ¡¡¡ay, qué raquítico y voluble es el corazón de las criaturas...!!! Pronto comprobé que mi amor no era correspondido. Una de mis amigas tuvo que irse a su casa, y regresó pocos meses después. Durante su ausencia, yo la había recordado y había guardado cuidadosamente un pequeña sortija que me había regalado. Al ver de nuevo a mi compañera, me alegré mucho, pero, ¡ay!, sólo logré de ella una mirada indiferente... Mi amor no era comprendido. Lo sentí mucho, y no quise mendigar un cariño que me negaban. Pero Dios me ha dado un corazón tan fiel, que cuando ama a alguien limpiamente, lo ama para siempre; por eso, seguí rezando por mi compañera y aún la sigo queriendo...

Al ver que Celina se había encariñado de una de nuestras profesoras, yo quise imitarla; pero como no sabía ganarme la simpatía de las criaturas, no pude conseguirlo. 

¡Feliz ignorancia, que me ha librado de tantos males...! ¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que «amargura en las amistades de la tierra»! Con un corazón como el mío, me habría dejado atrapar y cortar las alas, y entonces ¿cómo hubiera podido «volar y hallar reposo»? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al afecto de las criaturas? (4)... Pienso que es imposible. Aunque no he llegado a beber de la copa emponzoñada del amor demasiado ardiente de las criaturas, sé que no me equivoco. ¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esta luz engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia Jesús, ese Fuego divino «que arde sin consumirse»!

¡Sí, lo sé! Jesús me veía demasiado débil para exponerme a la tentación. Tal vez me hubiera dejado quemar toda entera por esa luz engañosa, si la hubiera visto brillar ante mis ojos... Pero no fue así. Yo sólo he encontrado amargura donde otras almas más fuertes encuentran alegría y se desasen de ella por fidelidad. 

No tengo, pues, ningún mérito por no haberme entregado al amor de las criaturas, ya que sólo la misericordia de Dios me preservó de hacerlo... Reconozco que, sin El, habría podido caer tan bajo como santa María Magdalena, y las profundas palabras de Nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi alma... Lo sé muy bien: «Al que poco se le perdona, poco ama»(5). 
Pero sé también que a mí Jesús me ha perdonado mucho más que a santa María Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer. 

¡Cómo me gustaría saber explicar lo que pienso...! Voy a poner un ejemplo:
 Supongamos que el hijo de un doctor muy competente encuentra en su camino una piedra que le hace caer, y que en la caída se rompe un miembro. Su padre acude enseguida, lo levanta con amor y cura sus heridas, valiéndose para ello de todos los recursos de su ciencia; y pronto su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud. ¡Qué duda cabe de que a ese hijo le sobran motivos para amar a su padre!

Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, si DESCONOCE la desgracia de que su padre lo ha librado, no le manifestará su gratitud y le amará menos que si lo hubiese curado... Pero si llega a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más?

Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SEPA hasta qué punto él me ha amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a él ¡con locura (6)...! 

He oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura que haya amado más que un alma arrepentida. ¡Cómo me gustaría desmentir esas palabras...! 



NOTAS:

(1) El sábado, 14/6/1884, dirigidos por Mons. Hugonin. Celina da fe del extraordinario entusiasmo de Teresa 

(2)  Una pequeña colina en la parte posterior de la huerta de las benedictinas; el Corpus era al día siguiente de la confirmación. 

(3) Las preguntas y respuestas había que aprenderlas de memoria, y tenían que decirlas de carrerilla, preguntándose unas a otras.
 

(4)  SAN JUAN DE LA CRUZ: «Y por tanto, el alma que en él [en el ser de la criaturas] pone su afición (...) en ninguna manera podrá unirse (...) con el infinito ser de Dios» (Subida al Monte Carmelo, 1,4,4).  

(5) La palabra ama, escrita en grandes caracteres, parece querer salirse de la página. 
 

(6)  Esa es la característica del amor de Teresa a Jesús; cf Ms A 52vº, 82vº, 83vº; Ms B 3rº, 4rº/vº, 5vº; y siete veces en las Cartas. ― La letra y los subrayados de todo este párrafo muestran a las claras que Teresa escribe bajo una fuerte emoción, arrastrada por el tema que trata, y en el que está legando algo fundamental para ella. 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux