Mas antes de ver abrirse ante mí las puertas de la bendita prisión por la que suspiraba, tenía aún que luchar y que sufrir. Lo presentía al volver a Francia. Sin embargo, mi confianza era tan grande, que no perdí la esperanza de que me permitieran entrar en el Carmelo el 25 de diciembre...
Apenas llegamos a Lisieux, nuestra primera visita fue para el Carmelo. ¡Qué encuentro aquél...! ¡Teníamos tantas cosas que decirnos después de un mes de separación, mes que me pareció larguísimo y en el que aprendí más que en muchos años...!
¡Qué dulce fue para mí, Madre querida, volverte a ver y abrirte mi pobre alma herida! ¡A ti, que sabías comprenderme tan bien; a ti, a quien bastaba una palabra o una mirada para adivinarlo todo!
Me abandoné con entera confianza. Había hecho todo lo que dependía de mí, todo, hasta hablarle al Santo Padre; por lo que ya no sabía qué más tenía que hacer. Tú me dijiste que escribiese a Monseñor, recordándole su promesa. Lo hice enseguida lo mejor que supe, pero en unos términos que a nuestro tío le parecieron demasiado ingenuos. El rehízo la carta. Cuando yo iba a echarla al correo, recibí una tuya, diciéndome que no escribiese, que esperase unos días más. Obedecí enseguida, pues estaba segura de que ésa era la mejor forma de no equivocarme.
Por fin, diez días antes de Navidad, ¡salió mi carta! Plenamente convencida de que la respuesta no se haría esperar, todas las mañanas iba a correos con papá después de misa, pensando encontrar allí el permiso para echarme a volar; pero cada mañana me traía una nueva decepción, que sin embargo no hacía vacilar mi fe...
Pedía a Jesús que rompiese mis ataduras. Y las rompió, pero de una forma totalmente diferente a como yo esperaba... Llegó la fiesta de Navidad, y Jesús no despertó... Dejó en el suelo a su pelotita, sin echarle siquiera una mirada...
Al ir a la Misa de Gallo llevaba roto el corazón. ¡Tenía tantas esperanzas de asistir a ella tras las rejas del Carmelo...!
Esta prueba fue muy dura para mi fe. Pero Aquel cuyo corazón vela mientras él duerme me hizo comprender que él obra auténticos milagros y cambia la montañas de lugar en favor de quienes tienen una fe como un grano de mostaza, pero que con sus íntimos, con su Madre, él no hace milagros hasta haber probado su fe. ¿No dejó morir a Lázaro, a pesar de que Marta y María le habían hecho saber que estaba enfermo...?
Y en las bodas de Caná, cuando la Virgen le pidió que ayudara a los anfitriones, ¿no le contestó que todavía no había llegado su hora...? Pero después de la prueba, ¡qué recompensa! ¡El agua se convierte en vino...! ¡Lázaro resucita...!
Así actuó Jesús con su Teresita: después de haberla probado durante mucho tiempo, colmó todos los deseos de su corazón...
Por la tarde de aquel radiante día de fiesta, que yo pasé llorando, fui a visitar a las carmelitas. Me llevé una gran sorpresa cuando, al abrir la reja, vi un precioso Niño Jesús que tenía en la mano una pelota en la que estaba escrito mi nombre. Las carmelitas, en lugar de Jesús, que era demasiado pequeño todavía para hablar, me cantaron una canción compuesta por mi Madre querida. Cada una de sus palabras derramaba en mi alma un dulce consuelo. Jamás olvidaré aquella delicadeza del corazón maternal que siempre me colmó de los más exquisitos detalles de ternura...
Después de dar las gracias derramando dulces lágrimas, les conté la sorpresa que me había dado mi querida Celina al volver de la Misa de Gallo. En mi habitación, en medio de una preciosa jofaina, había encontrado un barquito que llevaba al Niño Jesús dormido con una pelotita a su lado. En la blanca vela Celina había escrito estas palabras: «Duermo, pero mi corazón vela», y en el barco esta sola palabra: «¡Abandono!»
¡Ay!, sí, Jesús no hablaba todavía a su pequeña prometida, si sus ojos divinos seguían cerrados, por lo menos se revelaba a ella por medio de otras almas que comprendían todas las delicadezas y todo el amor de su corazón...
El primer día del año 1888, Jesús me hizo una vez más el regalo de su cruz. Pero esta vez la llevé yo sola, pues fue tanto más dolorosa cuanto menos la comprendía... Una carta de Paulina me comunicaba que la respuesta de Monseñor había llegado el 28, fiesta de los Santos Inocentes, pero que no me lo había hecho saber porque se había decidido que mi entrada no tuviera lugar hasta después de la cuaresma. Al pensar en una espera tan larga, no pude contener las lágrimas.
Esta prueba tuvo para mí un carácter muy particular. Veía mis ataduras rotas por parte del mundo, pero ahora era el arca santa la que negaba la entrada a la pobre palomita...
Convengo en que debí parecer poco razonable al no aceptar gozosa esos tres meses de destierro. Pero creo también que esta prueba, aunque no lo pareciese, fue muy grande y me ayudó a crecer mucho en el abandono y en las demás virtudes.
¿Cómo trascurrieron estos tres meses tan ricos en gracias para mi alma...?
Al principio me vino a la cabeza la idea de no molestarme en llevar una vida tan ordenada como solía. Pero pronto comprendí el valor de aquel tiempo que se me concedía, y decidí entregarme con más intensidad que nunca a una vida seria y mortificada.
Cuando digo mortificada, no es para hacer creer que hiciera penitencias, pues nunca las he hecho (1). Lejos de parecerme a esas almas grandes que desde la niñez practicaron toda serie de mortificaciones, yo no sentía por ellas el menor atractivo. Esto se debía, sin duda, a mi flojedad, pues hubiera podido encontrar, como Celina, mis pequeños recursos para mortificarme. En vez de eso, siempre me dejé mecer entre algodones y cebar como un pajarito que no necesita hacer penitencia...
Mis mortificaciones consistían en doblegar mi voluntad, siempre dispuesta a salirse con la suya; en callar cualquier palabra de réplica; en prestar pequeños servicio sin hacerlos valer; en no apoyar la espalda cuando estaba sentada, etc., etc...
Con la práctica de estas naderías me fui preparando para ser la prometida de Jesús, y no sabría decir cuan dulces recuerdos me ha dejado esta espera...
Tres meses se pasan muy pronto, y por fin llegó el momento tan ardientemente deseado.
NOTAS:
(1) Teresa habla de las penitencias corporales, que sabemos que practicará en el Carmelo.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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