Salí, pues, de la Abadía a la edad de 13 años, y continué mi educación recibiendo varias clases a la semana en casa de la «Sra. de Papinau» (1).
Era una persona muy buena, y muy culta, pero con ciertos aires de solterona.
Vivía con su madre, y era una maravilla ver las buenas migas que hacían las tres (pues la gata era también de la familia, y yo tenía que soportar que ronronease sobre mis cuadernos, e incluso admirar su linda figura).
Tenía la ventaja de vivir en la intimidad de la familia. Como los Buissonnets quedaban demasiado lejos para las piernas ya un poco viejas de mi profesora, había pedido que fuera yo a su casa para las clases.
Cuando llegaba, normalmente no encontraba más que a la anciana señora de Cochain, que me miraba «con sus grandes ojos claros» y luego llamaba con voz serena y juiciosa: «¡Señora de Papinau..., la se...ñorita Te...resa está aquí...!» Su hija le contestaba inmediatamente, con voz infantil: «Ya voy, mamá». Y luego empezaba la clase.
Estas clases tenían también la ventaja (además de la instrucción que en ellas recibía) de hacerme conocer el mundo... ¡Quién lo hubiera creído...! En aquella sala, amueblada a la antigua, yo asistía con frecuencia, rodeada de libros y de cuadernos, a visitas de toda índole: sacerdotes, señoras, señoritas, etc. La señora de Cochain llevaba la batuta de la conversación todo lo que podía, para que su hija pudiera darme la clase; pero esos días no aprendía apenas nada: con la nariz encima del libro, escuchaba todo lo que decían, e incluso lo que más me valiera no haber escuchado, pues la vanidad se desliza muy fácilmente en el corazón... Una señora decía que yo tenía un pelo precioso; otra, al despedirse, creyendo que yo no la oía, preguntaba quién era aquella muchacha tan bonita. Y esas palabras, tanto más halagadoras cuanto que no se decían delante de mí, dejaban en mi alma una sensación de placer que me demostraba a las claras lo llena de amor propio que yo estaba.
¡Qué lástima me dan las almas que se pierden...! Es tan fácil extraviarse por los senderos floridos del mundo... Ciertamente, para un alma un tanto elevada, la dulzura que él ofrece va mezclada de amargura, y el vacío inmenso de los deseos nunca podrá llenarse con las alabanzas de un instante... Pero si mi corazón no se hubiese elevado hacia Dios desde su primer despertar, si el mundo me hubiese sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí...?
¡Madre querida, con cuánta gratitud canto las misericordias del Señor...! ¿No me retiró él del mundo, según las palabras de la Sabiduría, «antes que la malicia pervirtiera mi conciencia y que la perfidia sedujera mi alma...»?
También la Santísima Virgen velaba por su florecita, y no queriendo que se marchitase al contacto con las cosas de la tierra, se la llevó a su montaña antes de que se abriese su corola... Mientras esperaba la llegada de ese momento feliz, Teresita iba creciendo en el amor a su Madre del cielo, y para demostrarle ese amor hizo algo que le costó mucho y que voy a contar en pocas palabras a pesar de su extensión.
NOTAS:
(1) Una señora de cincuenta y un años. El ritmo de las clases parece haber sido flexible y espaciado.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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