Sin embargo, hacía todo lo posible por imitar a las otras, sin conseguirlo, y me aburría enormemente, sobre todo cuando había que pasarse toda la tarde bailando cuadrillas.
Lo único que me gustaba era ir al jardín de la estrella (2). Allí era la primera en todo: como cogía flores en cantidad y sabía encontrar las más bonitas, despertaba la envidia de mis compañeras...
María y Teresa se convertían en ermitañas, que no tenían más que una pobre cabaña, un pequeño campo de trigo y unas pocas legumbres que cultivar. Su vida transcurría en continua contemplación; o sea, una de las ermitañas reemplazaba a la otra en la oración cuando había que ocuparse de la vida activa. Todo se hacía con tal armonía, con tal silencio y con un estilo tan religioso, que resultaba perfecto.
Cuando nuestra tía venía a buscarnos para ir a dar un paseo, continuábamos el juego también en la calle. Las dos ermitañas rezaban juntas el rosario, sirviéndose de los dedos para no exhibir su devoción ante un público indiscreto. Pero un día, la más joven de las ermitañas se olvidó: le habían dado un pastel para la merienda, y ella, antes de comerlo, hizo una gran señal de la cruz, lo que hizo reír a todos los profanos del siglo...
María y yo nos entendíamos a la perfección. Hasta tal punto teníamos los mismos gustos, que una vez nuestra unión de voluntades se pasó de la raya. Volviendo una tarde de la Abadía, yo le dije a María: «Guíame, voy a cerrar los ojos». «Yo también quiero cerrarlos», me respondió. Dicho y hecho. Cada una hizo su propia voluntad sin discutir... Ibamos por la acera, por lo que no teníamos por qué temer a los coches.
Tras un delicioso paseo de varios minutos, y de saborear el placer de caminar a ciegas, las dos pequeñas atolondradas cayeron sobre unas cajas colocadas a la puerta de una tienda, o, mejor dicho, las tiraron al suelo. El tendero salió, todo furioso, a recoger su mercancía. Las dos ciegas voluntarias se levantaron ellas solas y escaparon a todo correr, con los ojos bien abiertos y perseguidas por los justos reproches de Juana, que estaba tan enfadada como el tendero...
En consecuencia, como castigo, decidió separarnos, y desde aquel día María y Celina fueron juntas, mientras que yo iba con Juana. Eso puso fin a nuestra excesiva unión de voluntades y no les vino mal a las mayores, que nunca estaban de acuerdo y se pasaban todo el camino discutiendo. De esa manera, la paz fue completa.
NOTAS:
(1) Primas carnales de las hijas de los Guérin.
(2) Parque en forma de estrella, en el camino de Pont―l'Evêque [Puente del Obispo], no lejos de los Buissonnets, que más tarde fue parcelado
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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