Ahora, Madre querida, ¿qué me queda por decirte?
Creía haber terminado, pero aún no te he dicho nada sobre la suerte que tuve de haber conocido a nuestra santa madre Genoveva... Ha sido una gracia inestimable. Pues Dios, que ya me había dado tantas, quiso que viviese con una santa, no de ésas inimitables, sino una santa que se santificó por medio de virtudes ocultas y ordinarias...
Más de una vez he recibido de ellas grandes consuelos, especialmente un domingo. Ese día fui, como de costumbre, a hacerle una breve visita, y encontré a otras dos hermanas con la madre Genoveva. La miré sonriendo, y me disponía a salir, pues no nos está permitido estar tres con una enferma, pero ella, mirándome con aire inspirado, me dijo: «Espera, hija mía, sólo quiero decirte unas palabritas. Siempre que vienes a verme, me pides que te dé un ramillete espiritual. Bueno, pues hoy voy a darte éste: Sirve a Dios con paz y con alegría. Recuerda, hija mía, que nuestro Dios es el Dios de la paz».
Le di las gracias con sencillez y salí emocionada hasta las lágrimas y convencida de que Dios le había revelado el estado de mi alma: aquel día me encontraba duramente probada, casi triste, en una noche tal, que no sabía ya si Dios me amaba. ¡Puedes, pues, adivinar, Madre querida, la alegría y el consuelo que sentí...!
Al domingo siguiente, quise saber qué revelación había tenido la madre Genoveva. Me aseguró que no había tenido ninguna, y entonces mi admiración subió de punto al comprobar en qué grado eminente Jesús vivía en ella y la hacía hablar y actuar.
Sí, esa santidad me parece la más auténtica, la más santa, y es la que yo deseo para mí, pues en ella no cabe ilusión...
El día de mi profesión recibí otra gran alegría al saber de labios de la madre Genoveva que también ella había pasado por la misma prueba que yo antes de pronunciar sus votos...
¿Te acuerdas, Madre querida, del consuelo que encontramos a su lado en los momentos de nuestros grandes sufrimientos?
En una palabra, el recuerdo que la madre Genoveva dejó en mi corazón es un recuerdo impregnado de fragancia...
El día de su partida para el cielo viví una emoción muy especial. Era la primera vez que asistía a una muerte, y el espectáculo fue realmente encantador... Yo estaba colocada justamente a los pies de la cama de la santa moribunda y veía perfectamente sus más ligeros movimientos.
Durante las dos horas que pasé allí, me parecía que mi alma debería estar llena de fervor; por el contrario, se apoderó de mí una especie de insensibilidad. Pero en el momento mismo en que nuestra santa madre Genoveva nacía para el cielo, mis disposiciones interiores dieron un vuelco: en un abrir y cerrar de ojos me sentí henchida de una alegría y de un fervor inexplicables. Era como si la madre Genoveva me hubiese dado una parte de la felicidad de que ella ya gozaba, pues estoy plenamente convencida de que fue derecha al cielo...
Cuando aún vivía, le dije una vez:
-«Usted, Madre, no irá al purgatorio».
-«Así lo espero», me contestó con dulzura.
Y seguro que Dios no defraudó una esperanza tan llena de humildad. Prueba de ello son todos los favores que de ella hemos recibido...
Todas las hermanas se apresuraron a pedir alguna reliquia, y tú ya sabes, Madre querida, la que yo tengo la dicha de poseer... Durante la agonía de la madre Genoveva, vi que una lágrima brillaba en uno de sus párpados como un diamante. Esa lágrima, la última de todas las que derramó, no llegó a desprenderse, y vi que seguía brillando en el coro sin que nadie pensara en recogerla. Entonces, tomando un pañito fino, me acerqué por la noche, sin que nadie me viera, y recogí como reliquia la última lágrima de una santa... Desde entonces la he llevado siempre en la bolsita donde guardo encerrados mis votos.
Normalmente sueño con bosques, con flores, con arroyos, con el mar; casi siempre veo preciosos niñitos, o cazo mariposas y pájaros que nunca he visto. Ya ves, Madre, que si mis sueños tienen un aspecto poético, están muy lejos de ser místicos...
Una noche, después de la muerte de la madre Genoveva, tuve uno más entrañable. Soñé que la Madre estaba haciendo testamento, y que a cada una de las hermanas le dejaba algo de lo que le había pertenecido. Cuando me llegó el turno a mí, pensé que no iba a recibir nada, pues ya no le quedaba nada. Pero, incorporándose, me dijo por tres veces con acento penetrante: «A ti te dejo mi corazón»(1).
NOTAS:
El Dr. de Cornière acababa de extraer el corazón de la madre Genoveva, para que las carmelitas pudieran tener una reliquia suya.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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