El día en que cumplí 19 años, lo festejamos con una muerte, a la que pronto siguieron otras dos.
En esa época, yo estaba sola en la sacristía, por estar muy gravemente enferma mi primera de oficio. Yo tenía que preparar los entierros, abrir las rejas del coro para la misa, etc. Dios me dio muchas gracias de fortaleza en aquellos momentos. Ahora me pregunto cómo pude hacer todo lo que hice sin sentir miedo. La muerte reinaba por doquier. Las más enfermas eran cuidadas por las que apenas se tenían en pie. En cuanto una hermana exhalaba su último suspiro, había que dejarla sola.
Una mañana, al levantarme, tuve el presentimiento de que sor Magdalena se había muerto. El claustro estaba a oscuras y nadie salía de su celda. Por fin, me decidí a entrar en la celda de la hermana Magdalena, que tenía la puerta abierta. Y la vi, vestida y acostada en su jergón. No sentí el menor miedo. Al ver que no tenía cirio, se lo fui a buscar, y también una corona de rosas.
La noche en que murió la madre subpriora, yo estaba sola con la enfermera. Es imposible imaginar el triste estado de la comunidad en aquellos días. Sólo las que quedaban de pie pueden hacerse una idea.
Pero en medio de aquel abandono, yo sentía que Dios velaba por nosotras. Las moribundas pasaban sin esfuerzo a mejor vida, y enseguida de morir se extendía sobre sus rostros una expresión de alegría y de paz, como si estuviesen durmiendo un dulce sueño. Y así era en realidad, pues, cuando haya pasado la apariencia de este mundo, se despertarán para gozar eternamente de las delicias reservadas a los elegidos...
Durante todo el tiempo que duró esta prueba de la comunidad, yo tuve el inefable consuelo de recibir todos los días la sagrada comunión... ¡Qué felicidad...! Jesús me mimó mucho tiempo, mucho más tiempo que a sus fieles esposas, pues permitió que a mí me lo dieran, cuando las demás no tenían la dicha de recibirle.
También me sentía feliz de poder tocar los vasos sagrados y de preparar los corporales destinados a recibir a Jesús. Sabía que tenía que ser muy fervorosa y recordaba con frecuencia estas palabras dirigidas a un santo diácono: «Sé santo, tú que tocas los vasos del Señor».
Me imagino a mi alma como un terreno libre, y pido a la Santísima Virgen que quite los escombros que pudieran impedirle esa libertad. Luego le suplico que monte ella una gran tienda digna del cielo y que la adorne con sus propias galas. Después invito a todos los ángeles y santos a que vengan a dar un magnífico concierto. Y cuando Jesús baja a mi corazón, me parece que está contento de verse tan bien recibido, y yo estoy contenta también...
Pero todo esto no impide que las distracciones y el sueño vengan a visitarme. Pero al terminar la acción de gracias y ver que la he hecho tan mal, tomo la resolución de vivir todo el día en una continua acción de gracias...
Ya ves, Madre querida, que Dios está muy lejos de llevarme por el camino del temor. Sé encontrar siempre la forma de ser feliz y de aprovecharme de mis miserias... Y estoy segura de que eso no le disgusta a Jesús, pues él mismo parece animarme a seguir por ese camino...
Un día, contra mi costumbre, estaba un poco turbada al ir a comulgar; me parecía que Dios no estaba contento de mí y pensaba en mi interior: «Si hoy sólo recibo la mitad de una hostia, me llevaré un disgusto, pues creeré que Jesús viene como de mala gana a mi corazón». Me acerco... y, ¡oh, felicidad!, por primera vez en mi vida veo que el sacerdote ¡toma dos hostias bien separadas y me las da...! Comprenderás mi alegría y las dulces lágrimas que derramé ante tan gran misericordia...
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
Santa Teresita ruega por el mundo entero
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