Casi inmediatamente después de mi entrada en la Abadía, ingresé en la Congregación de los Santos Angeles. Me gustaban mucho los ejercicios de devoción que en ella se prescribían, pues sentía una especial inclinación a invocar a los bienaventurados espíritus celestiales, y en particular al que Dios me dio para que fuera el compañero de mi destierro .
Poco tiempo después de mi primera comunión, la banda de aspirante a las Hijas de María sustituyó a la de los Santos Angeles, pero abandoné la Abadía sin haber sido recibida en esa congregación de la Santísima Virgen.
Como salí antes de terminar los estudios, no se me permitía entrar en ella como antigua alumna. Confieso que ese privilegio no me atraía demasiado; pero pensando que todas mis hermanas habían sido «hijas de María», no quería ser menos hija que ellas de mi Madre del cielo, y fui muy humildemente (a pesar de lo mucho que costaba) a pedir permiso para ingresar en la congregación de la Santísima Virgen, en la Abadía. La primera profesora no quiso negármelo, pero me puso como condición que tenía que venir al colegio dos días a la semana , por la tarde, para demostrar que era digna de ser admitida.
Este permiso, lejos de agradarme, me costó enormemente. Yo no tenía, como las demás alumnas, una profesora amiga con quien poder ir a pasar el tiempo. Así es que me conformaba con ir a saludar a la profesora, y luego trabajaba en silencio hasta que terminaba la clase de labores. Nadie se fijaba en mí. Así que subía a la tribuna de la capilla y me estaba allí delante del Santísimo hasta que papá venía a buscarme.
Este era mi único consuelo. ¿No era, acaso, Jesús mi único amigo...? No sabía hablar con nadie más que con él. Las conversaciones con las criaturas, incluso las conversaciones piadosas, me cansaban el alma... Sentía que vale más hablar con Dios que hablar de Dios, ¡pues se suele mezclar tanto amor propio en las conversaciones espirituales...!
¡Sólo por la Santísima Virgen iba a la Abadía...!
A veces me sentía sola, muy sola. Como en los días de mi vida de internado, cuando me paseaba triste y enferma por el enorme patio, yo repetía siempre estas palabras, que hacían renacer siempre la paz y la fuerza en mi corazón: «La vida es tu navío, no tu morada (1)». Cuando era pequeñita, estas palabras me levantaban la moral. Y todavía hoy, a pesar de los años, que hacen que desaparezcan tantos sentimientos de piedad infantil, la imagen del navío sigue cautivando mi alma y la ayuda a soportar el destierro... ¿No dice la Sabiduría que la vida es «como nave que surca las aguas agitadas sin dejar rastro alguno de su travesía...?»
NOTAS:
(1) Teresa cita, con un error, un verso de Réflexion, poema de Lamartine que al señor Martin le gustaba recitar: «El tiempo es tu navío, no tu morada».
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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