Sin embargo, tenía un sol cerca de ella. Ese sol era la estatua milagrosa de la Santísima Virgen, que le había hablado por dos veces a mamá (1), y la florecita volvía muchas, muchas veces su corola hacia aquel astro bendito...
Un día vi que papá entraba en la habitación de María, donde yo estaba acostada, y, dándole varias monedas de oro con expresión muy triste, le dijo que escribiera a París y encargase unas misas a Nuestra Señora de las Victorias para que le curase a su pobre hijita. ¡Cómo me emocionó ver la fe y el amor de mi querido rey! Hubiera deseado poder decirle que estaba curada, ¡pero le había dado ya tantas alegrías falsas! No eran mis deseos los que podían hacer ese milagro, pues la verdad es que para curarme se necesitaba un milagro...
Se necesitaba un milagro, y fue Nuestra Señora de las Victorias quien lo hizo.
NUESTRA SEÑORA DE LAS VICTORIAS, PARÍS |
Al cabo de unos minutos, me puse a llamar muy bajito: «Mamá... mamá». Leonia, acostumbrada a oírme llamar siempre así, no hizo caso. Aquello duró un largo rato. Entonces llamé más fuerte, y, por fin, volvió María. La vi perfectamente entrar, pero no podía decir que la reconociera, y seguí llamando, cada vez más fuerte: «Mamá...» Sufría mucho con aquella lucha violenta e inexplicable, y María sufría quizás todavía más que yo. Tras intentar inútilmente hacerme ver que estaba allí a mi lado, se puso de rodillas junto a mi cama con Leonia y Celina. Luego, volviéndose hacia la Santísima Virgen e invocándola con el fervor de una madre que pide la vida de su hija, María alcanzó lo que deseaba...
También la pobre Teresita, al no encontrar ninguna ayuda en la tierra, se había vuelto hacia su Madre del cielo, suplicándole con toda su alma que tuviese por fin piedad de ella...
En aquel momento, todas mis penas se disiparon. Dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas, pero eran lágrimas de pura alegría... ¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído! ¡Qué feliz soy...! Sí, pero no se lo diré nunca a nadie, porque entonces desaparecería mi felicidad.
Bajé los ojos sin esfuerzo y vi a María que me miraba con amor. Se la veía emocionada, y parecía sospechar la merced que la Santísima Virgen me había concedido... Precisamente a ella y a sus súplicas fervientes debía yo la gracia de las sonrisa de la Reina de los cielos. Al ver mi mirada fija en la Santísima Virgen, pensó: «¡Teresa está curada!» Sí, la florecita iba a renacer a la vida. El rayo luminoso que la había reanimado no iba ya a interrumpir sus favores. No actuó de golpe, sino que lentamente, suavemente fue levantando a su flor y la fortaleció de tal suerte, que cinco años más tarde abría sus pétalos en la montaña del Carmelo.
Como he dicho, María había adivinado que la Santísima Virgen me había concedido alguna gracia secreta. Así que, cuando me quedé a solas con ella, me preguntó qué había visto. No pude resistirme a sus tiernas e insistentes preguntas; y sorprendida de ver que mi secreto había sido descubierto sin que yo lo revelara, se lo confié enteramente a mi querida María...
Pero, ¡ay!, como lo había imaginado, mi dicha iba a desaparecer y a convertirse en amargura... El recuerdo de aquella gracia inefable que había recibido fue para mí, durante cuatro años, un verdadero sufrimiento del alma. Sólo volvería en encontrar mi dicha a los pies de Nuestra Señora de las Victorias, y entonces la recibí en toda su plenitud... Más adelante volveré a hablar de esta segunda gracia de la Santísima Virgen. Ahora quiero contarte, Madre mía, cómo mi dicha se convirtió en tristeza.
En mi primera visita a ese Carmelo querido me sentí inundada de gozo al ver a mi Paulina vestida con el hábito de la Virgen. Fue un momento muy dulce para las dos... Teníamos tantas cosas que decirnos, que a mí no me salía nada, me ahogaba de emoción...
La madre María de Gonzaga también estaba allí y me daba mil muestras de cariño. Vi también a otras hermanas, y delante de ellas me preguntaron por la gracia que había recibido, y [María] me preguntó si la Santísima Virgen llevaba al Niño Jesús, y si había mucha luz, etc.
Todas estas preguntas me turbaron y me hicieron sufrir. Yo no podía decir más que una cosa: «La Santísima Virgen me había parecido muy hermosa..., y la había visto sonreírme. Lo único que me había impresionado era su rostro.
Por eso, al ver que las carmelitas se imaginaban otra cosa muy distinta (mis sufrimientos del alma respecto a mi enfermedad ya había comenzado), me imaginé que había mentido...
Seguramente, si hubiera guardado mi secreto, habría conservado también mi felicidad. Pero la Santísima Virgen permitió este tormento para bien de mi alma. Sin él, tal vez hubiera tenido algún pensamiento de vanidad, mientras que, tocándome en suerte la humillación, no podía mirarme a mí misma sin un sentimiento de profundo horror...
¡Sólo en el cielo podré decir cuánto sufrí...!
NOTAS:
(1) Una sola vez, después de la muerte de la pequeña Elena, según una nota de la madre Inés.
(2) El día de Pentecostés, 13/5/1883; Teresa llevaba cuarenta y nueve días enferma.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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