lunes, 30 de julio de 2018

CUANTAS MÁS LÁGRIMAS HAYA QUE ENJUGAR, MAYOR SERÁ LA ALEGRÍA (carta de santa Teresita a su padre), CARTA 78


 



J.M.J.T. 

El Carmelo, 25 de noviembre de 1888 

Querido papaíto: 

Tu Reina piensa constantemente en ti y reza todo el día por su Rey. Soy muy feliz en el dulce nido del Carmelo, y lo único que deseo ya en la tierra es ver a mi Rey completamente curado. Pero sé muy bien por qué nos manda Dios esta prueba: para que ganemos el cielo. Él sabe que nuestro padre es lo que más amamos en la tierra; pero sabe también que es necesario sufrir para alcanzar la vida eterna, y por eso nos prueba en aquello que nos es más querido. 

Presiento también que Dios va a dar a mi Rey, en el reino del cielo, un trono magnífico; tan bello y tan por encima de todo pensamiento humano, que se puede decir con san Pablo: «Ni el ojo del hombre vio, ni su oído oyó, ni su corazón puede comprender lo que Dios tiene reservado para los que ama". 

¿Y hay alguien a quien Dios ame en la tierra más que a mi querido papaíto...? La verdad es que no puedo creerlo... Hoy, además, él nos está dando la prueba de que no me equivoco, pues Dios prueba siempre a los que ama. Y estoy convencida de que Dios hace sufrir tanto en la tierra, a fin de que el cielo les parezca mejor a sus elegidos. Él dice que, en el último día, enjugará todas las lágrimas de sus ojos. Y, sin duda alguna, cuantas más lágrimas haya que enjugar, tanto mayor será la alegría... 

Adiós, querido Rey mío, tu Reina se regocija pensando en el día en que reine contigo en el hermoso y único verdadero reino del cielo. 


Teresa de Jesús 



Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, cartas


SANTA TERESITA FELICITA A SU TÍA POR SU SANTO EN UNA CARTA, CARTA 67




18 de noviembre de 1888 

 J.M.J.T. 

Querida tía: 

Permítale a su hijita ir también ella a ofrecerle su humilde felicitación. Le va a parecer bien poca cosa, comparada con las que ya habrá recibido; pero no importa, su corazón no puede dejar de decir a su tía querida cuánto la quiere. 

Esta mañana, en la comunión, he pedido mucho a Jesús que la colme de sus alegrías. ¡Ay, no es eso precisamente lo que él nos está enviando desde hace algún tiempo! Es la cruz, sólo la cruz, lo que él nos ofrece para descansar... Si yo fuera la única que sufriese, querida tía, no me importaría; pero sé muy bien hasta qué punto ustedes comparten nuestro dolor (se refiere a la enfermedad de su  padre, el Sr. Martín). 

Yo quisiera, en este día de su santo, quitarle todas las tristezas y cargar sobre mí todas sus penas. Así se lo pedía hace un momento a aquel cuyo corazón late al unísono con el mío; y comprendí que lo mejor que él podía darnos era el sufrimiento, que no lo da más que a sus amigos predilectos. Y esta respuesta me hacía ver que no estaba siendo escuchada, pues veía que Jesús amaba demasiado a mi querida tía para quitarle la cruz... 

Me ha emocionado mucho, querida tía, con la hermosa tarta que nos ha mandado. En vez de felicitarle nosotras su santo, es usted quien nos lo felicita a nosotras. La verdad, ¡es demasiado! ¡Yo no tengo para regalarle a mi querida tía más que una pobre estampita, pero confío que sólo mirará a la intención de su hijita! 

Adiós, querida tía, me parece que en la tribulación usted está más cerca aún de su hijita, 

Teresa del Niño Jesús 

post. carm.ind. 

La carta de sor María del Sagrado Corazón estaba ya terminada cuando recibimos la tarta.
Me encarga que se lo agradezca mucho. 


Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, cartas.




 

lunes, 23 de julio de 2018

EL CÁNTICO ETERNO CANTADO EN EL DESTIERRO

POESÍA DE SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS



Tu esposa, ¡oh Señor mío!, 
en tierra extranjera  
puede cantar el cántico eterno del amor, 
porque en el seno mismo de su oscuro destierro 
la abrasas con el fuego de tu amor, 
como lo harás un día allá en el cielo.

 ¡Oh belleza suprema y dulce Amado mío!, 
tú te entregas a mí, 
y yo pago tu entrega amándote, Jesús. 
Haz que toda mi vida sea un acto de amor.

 Olvidándote tú de mi inmensa miseria, 
vienes a hacer morada aquí en mi corazón. 
¡Ah qué misterio grande, mi débil amor
basta  para tenerte mío y encadenarte a mí!

 Amor que me inflamas, penetra mi alma. 
Ven, yo te reclamo, ven, consúmeme.

 Tu llama me urge, y quiero sin tregua 
¡oh divino horno!, abismarme en ti.

 El sufrir me es gozo 
cuando en raudo vuelo a ti 
para siempre se alza el amor.

 ¡Oh patria celeste, dulzura infinita, 
tú día tras día encantas mi alma!

 ¡Oh celeste patria, oh gozo infinito, 
no eres más que Amor!





 NOTAS P 28 - EL CÁNTICO ETERNO CANTADO EN EL DESTIERRO 


Fecha: 1 de marzo de 1896. - Compuesta para: sor María de San José, a petición suya (?) para su santo. - Publicación: HA 98, siete versos corregidos. - Melodía: Mignon regrettant sa patrie.

Sin fijarse en los problemas psicológicos de su compañera (igual que Jesús lo hace con ella, ella olvida también la «inmensa miseria» de esta hermana), Teresa no habla más que de «amor» a esta discípula de buena voluntad, de la que pronto será «segunda» en la lavandería.
 
Resulta precioso saber que Teresa vive al pie de la letra lo que canta en nombre de la destinataria del mismo.


Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, poesías





 




 

domingo, 22 de julio de 2018

ÚLTIMOS DICHOS DE NUESTRA QUERIDA TERESITA (Por Celina)


30 de septiembre de 1897

«¡Sí, es el sufrimiento puro, pues no hay en él el menor consuelo! ¡No, ni el más mínimo! 


¡¡¡Ay, Dios mío!!! Sin embargo, sí, lo amo a Dios... ¡Querida Virgen Santísima, ven en mi auxilio! 
Si esto es la agonía, ¿qué será la muerte...? 


¡Madre, le aseguro que el vaso está lleno hasta el borde! 

¡Sí, Dios mío, todo lo que quieras..., pero ten compasión de mí! Hermanitas... hermanitas... ¡Dios mío, Dios mío, ten compasión de mí! 


¡No puedo más..., no puedo más! Sin embargo, tengo que resistir... 


Estoy... estoy vencida... No, nunca hubiera creído que se pudiese sufrir tanto..., ¡nunca, nunca!  


Madre, ya no creo en la muerte para mí... ¡ya no creo más que en el sufrimiento! 


¡Y mañana será todavía peor! Bueno, ,¡pues mejor que mejor!».

 

Por la noche

(Nuestra Madre acababa de despedir a la comunidad, diciendo que la agonía iba a prolongarse todavía, y nuestra santa enfermita contestó): 

«Pues bien, ¡adelante, adelante! ¡No quisiera sufrir menos!». 

«Sí, le amo...». 

«¡Dios mío... te... amo!». 




Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, consejos y recuerdos de Celina

ULTIMO DIA DE DESTIERRO DE MI QUERIDA TERESITA


30 de septiembre 

El día de su muerte por la tarde, estando solas con ella la madre Inés de Jesús y yo, nuestra querida santita, temblorosa y deshecha, nos llamó en su ayuda... Le dolían terriblemente todos los músculos, y apoyando uno de sus brazos en el hombro de la madre Inés de Jesús y el otro en el mío, se estuvo así, con los brazos en cruz. En aquel preciso momento dieron las tres y nos vino a la mente el pensamiento de la Jesús en la cruz: ¿no era la pobrecita de nuestra mártir su viva imagen...? 

A nuestra pregunta «¿para quién sería su última mirada?», nos había respondido unos días antes de morir: «Si Dios me deja elegir, será para nuestra Madre» (la madre María de Gonzaga). 

Pues bien, durante su agonía, tan sólo unos minutos ante de expirar, y pasé por sus labios encendidos un pedacito de hielo, y en ese momento alzó los ojos hacia mí y me miró con una insistencia profética. 

Su mirada estaba llena de cariño; tenía a la vez una expresión sobrehumana, hecha de aliento y de promesas, como si quisiese decirme: 

«¡Bueno, bueno, Celina! ¡Yo estaré contigo...!». 

¿Le reveló Dios en ese momento la larga y laboriosa carrera que, por su causa, tendría yo que recorrer aquí en la tierra, y quiso consolarme así de mi destierro? Pues el recuerdo de esa última mirada, que todas tanto deseábamos y que fue para mí, ese recuerdo me sigue sosteniendo y constituye para mí una fuerza indecible.) 

La comunidad allí presente estaba como en suspenso ante aquel espectáculo grandioso. Pero de repente nuestra santita bajó los ojos buscando a nuestra Madre, que estaba arrodillada a su lado, mientras su mirada velada recobraba la expresión de sufrimiento que tenía antes. 





Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, recuerdos de Celina.



sábado, 21 de julio de 2018

RESPONSORIO DE SANTA INÉS, poesía de santa Teresita del Niño Jesús

SANTA INÉS

Cristo es mi amor, 
él es toda mi vida, 
él es el prometido 
que enamora mis ojos. 
Oigo vibrar la nota melodiosa 
de su armonía suave.

 Engalanó mi mano 
con perlas nunca vistas 
y colgó de mi cuello 
collares de gran precio. 
Los diamantes preciosos 
que veis en mis orejas 
regalo son de Cristo.

 Estoy toda adornada 
de rica pedrería 
y fulgura en mi dedo 
el anillo nupcial. 
Él quiso recubrir 
de perlas luminosas 
mi manto virginal.
 
 Yo soy la prometida 
de aquel a quien los ángeles, 
temblando, servirán eternamente, 
cuya alabanza cantan 
sol y luna y su belleza admiran


 Es el cielo su imperio 
y su ser es divino. 
Una virgen por madre 
escogió aquí en la tierra. 
Su padre es el Dios vivo 
que no tiene principio 
y es espíritu puro.
 
 Cuando amo a Cristo 
y cuando yo le toco, 
se hace mi corazón 
más puro y limpio 
y me vuelvo más casta. 
El beso de su boca 
me da el dulce tesoro 
de la virginidad.
 
 Sobre mi frente ha impreso 
ya su sello, a fin de que otro amante 
no se acerque ya a mí. 
Mi amable Rey sostiene
con su divina gracia 
mi débil corazón.

 De su sangre preciosa 
me siento empurpurada, 
y gusto ya en mi alma 
las delicias del cielo. 
De sus labios sagrados 
recojo leche y miel.
 
 A nada tengo miedo, 
ni al hierro ni a las llamas, 
nada turbar ya puede 
mi inexpresable paz. 
Y este amor, cuyo fuego 
el alma me consume, 
nunca se apagará...

 

 
NOTAS P 26 - RESPONSORIO DE SANTA INÉS

Fecha: 21 de enero de 1896. - Compuesto para: madre Inés de Jesús, priora, para su santo. Publicación: HA 98 («Cántico de santa Inés»), once versos corregidos. - Melodía: Le Lac, o bien Himne à l'Eucharistie. 

Resplandeciente como una novia que se adorna para su Esposo: así se nos muestra Teresa a través de este poema. Con él termina un año de paz, de amor y de luz. Ese mismo 21 de enero, entrega a la madre Inés su primer cuaderno autobiográfico. Aunque en estilos diferentes, el Manuscrito y el este poema no cantan sino un mismo Magnificat.

 En 1887, no era más que el comienzo de los esponsales. Hoy, en 1896, después de un año de plenitud que toca a su fin, los esponsales se realizan en secreto. Pronto se va a escuchar la «primera llamada», trágica, ¿qué duda cabe?, pues se trata de una hemoptisis, pero gozosa «como un dulce y lejano murmullo que me anunciaba la llegada del Esposo» (Ms C 5rº).

 Teresa lo indica expresamente en el título: quiere traducir los Responsorios del Oficio de santa Inés [El título original del poema reza así: «Responsorios de santa Inés». N. del T.]. La liturgia de la joven mártir (muerta hacia el 305) se remonta a una gran antigüedad: siglos VII-VIII. Teresa asimiló el texto hasta el punto de revitalizar su simbolismo desde el interior, como puede comprobarse haciendo una sinopsis lineal del poema con sus diversos modelos (cf Poésies, II, p. 180ss). La transcripción de Teresa es de especial calidad. Habría que observar cómo se transforman las palabras al pasar del modelo al poema; como, gracias a una admirable organización poética, Teresa va elaborando su miel sirviéndose de todas las imágenes dispersas en el texto latino, para desplegar esa gran visión de un movimiento armónico. 


Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, poesías

EXHORTACIÓN DE UN SACERDOTE EL DÍA QUE ELIGIERON POR PRIORA A LA MADRE INÉS DE JESÚS, HERMANA DE SANTA TERESITA

20 de febrero de 1893. 
Exhortación del canónigo Delatroëtte. Notas
Caligrafía muy apresurada. Parece que se trate de notas que Teresa tomó de memoria, al salir de la ceremonia de la prestación de obediencia en el coro, cuando la elección de la madre Inés. 
El Sr. Delatroëtte había pronunciado una exhortación en presencia de toda la comunidad. El título a lápiz fue añadido después. Algunas líneas se encuentran citadas en CG, p. 690.
 
PAULINA, MADRE INÉS, HERMANA DE SANTA TERESITA

 J.M.J.T.

Nuestro Padre, el día en que sor Inés fue elegida priora

... Cuando usted oyó pronunciar su nombre, sólo respondió con lágrimas. Y yo entiendo sus temores: usted es joven, sin mucha experiencia. Pero tenga ánimo, querida hija, Dios se sirve a veces de los instrumentos más débiles en apariencia para realizar su obrar y trabajar para su gloria. Además, usted tiene un alma recta y sencilla. 
Su santa Madre Genoveva la ayudará, esfuércese en imitar los preciosos ejemplos que ella le ha dejado. Yo puedo decirle, sin faltar a la discreción, que si la mayoría de sus hermanas han pensado en darle sus votos, es porque han observado que usted trata de imitar las virtudes que le ha visto practicar. Ella será su sostén; y además, en sus dificultades, usted podrá recurrir a la Madre a quien tanto ama, y ella la aconsejará y la orientará; usted encontrará siempre en ella una ayuda.

Ahora, querida hija, usted va a estar al frente de sus hermanas, que le darán el nombre de Madre, y a las que guiará con dulzura pero también con firmeza. Si entre ellas se encontrase alguna que le resulte poco simpática, usted se llenará aún de más amor hacia ella. La sencillez que la caracteriza le indicará lo ha de hacer. Y además, se lo repito, usted tendrá siempre a su lado a la digna Madre que usted sería tan feliz de verla continuar en su cargo de priora. 

Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, escritos varios.


 

SENTENCIAS PARA ESTAMPAS 1892-1895, ESCRITOS DE SANTA TERESITA

La mayor parte de estos pensamientos tenían que ser utilizadas para estampas de primera comunión, una de las fuentes de ingresos de la comunidad. 
La tercera cita es de Jer 3; para la séptima, cf Cta 197; la octava, cf Ms A 83vº. 
 


¡Dulce rostro de Jesús escondido en la Eucaristía, ten compasión de nosotros! Jesús, tu Eucaristía constituye las delicias de mi alma. Con amor eterno te he amado. Busco un alma recogida para comunicarle mis favores. Que la Santísima Virgen María os colme de sus beneficios.  Busco un corazón puro para hacer en él el lugar de mi reposo. La fe conduce a la confianza y la confianza al amor. (S. Alfonso de Ligorio).

                      

Estamos en continua comunicación con Dios, que no cesa de hablar a nuestros corazones por medio de inspiraciones, inclinaciones e impulsos interiores. (S Francisco de Sales).
 

¡María, Madre mía del cielo, protege y guarda a mi madre de la tierra! ¡María, que en este día tan grande todos mis seres queridos se vean colmados de tu beneficios! María, tu que enjugaste las primeras lágrimas de Jesús, fortalece nuestra debilidad a auxílianos en las pruebas de la vida. (Mons. de la Martinière.) 




Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, escritos varios

NOTAS DE UN RETIRO QUE HIZO SANTA TERESITA Y TESTAMENTOS ESPIRITUALES



Primavera (?) de 1889. Notas del retiro (P. Pichon). Copia

Teresa copió en limpio, de su propia mano, varios extractos de dos retiros del P. Pichon: octubre de 1887 y mayo de 1888.
 

«La caridad, dice san Alfonso María de Ligorio, consiste en soportar a los que nos resultan insoportables». 

Cuando los santos estaban a los pies de N.S., era cuando encontraban la cruz.


LA SANTIDAD
Es más heroica, más sublime, pero está también más a nuestro alcance. Consiste en gemir, en sufrir y en tener paciencia en nuestras miserias...

«Todos, dice el P. (de) Ravignan, tenemos distracciones en la oración; apenas si podemos, durante un minuto, rezar un Ave María, ni guardar la presencia de Dios. Para ello se necesita valor y una santa energía...

¡La santidad! Hay que conquistarla a punta de espada. Es necesario sufrir..., es necesario agonizar. 

 
Jesús sufrió con tristeza... ¿Podrá sufrir el alma sin tristeza...?

¡Los mártires sufrieron con alegría... y el Rey de los mártires sufrió con tristeza...! Y la primera palabra de su agonía fue: «¡Me muero de tristeza!» ¡N.S. tiene miedo a su cáliz amargo, tiene miedo de su santa vocación...! Esos miedos que me conturban puedo, pues, ofrecérselos... Nuestro Señor se conturba, tiene miedo... No conserva la sangre fría... ¡No permanece impasible...! Y yo me reprocho mis turbaciones..., mientras que Jesús me enseña que son meritorias... Jesús... siente rechazo... Siente rechazo y repugnancia ante su vocación sagrada... y su sangre fluirá de todos sus miembros como prueba de ese rechazo y de esas repugnancias... ¿Y me extraño yo de experimentar repugnancia ante las angustias de la naturaleza...? 
N.S. llega hasta el tedio, un sentimiento bien bajo en un alma generosa... Suprimamos los tedios y los sentimientos de abandono..., ¿y dónde quedarán nuestras pruebas? Y yo creía que no había que sufrir pobremente, miserablemente... «¡Dios nos libre, decía un santo, de sufrir noblemente, reciamente, generosamente!» Sin esta cruz íntima del desaliento, no lo olvidemos, todas las demás no serían nada... 


ABANDONO
¡Ensanchad el corazón...! ¡Dilatad vuestra alma...! «Amad a Jesús con locura, decía el P. de Ponlevoy, y para escapar de su brazo ¡arrojaos en su corazón...! ¡El camino de la conciencia no es el camino del corazón...!» 

 «Que Dios, dice el bondadoso san Francisco de Sales, que Dios sea en adelante el Dios de vuestro corazón, y no el Dios de vuestra conciencia, de vuestra inteligencia, de vuestra voluntad... ¡Los homenajes de vuestra conciencia y de vuestro respeto...! ¡Dios está ya harto de ellos...!

«Cuando en un corazón anida el fuego del amor, todos los muebles vuelan por las ventanas».

No seáis, pues, esclavos, haceos niños... Ocupad vuestro lugar en el corazón de vuestro Esposo... ¡En Dios, estáis en vuestra casa...!

San Francisco de Sales decía: «Ponedle buena cara a vuestra alma, dirigidle una sonrisa, una palabra amable». «¡Corazón mío, amigo del alma, caminemos juntos! ¡En nombre de Dios, ten ánimo...!» Tened paciencia con Dios, pero ¡tened paciencia con vosotros mismos! Tenemos que animarnos a nosotros mismos, y mientras nos animemos, no cosecharemos más que valentía... ¡Hay que ser grande con uno mismo...! 

Una gran pobreza espiritual bien aceptada es un gran tesoro.
 
24 de noviembre de 1891. 
Testamento espiritual de san Juan de la Cruz
 
Hija mía, a ti te dejo mis desasimiento interior. El alma que quiere poseer a Dios por entero debe renunciar a todo para darse por entero a este gran Dios... 

SAN JUAN DE LA CRUZ

19 de marzo de 1892. 
Testamento de san José

Hija mía, a ti te dejo las llamas divinas que el santo Niño encendió con su hermosura en mi corazón, que se convirtió así en una hoguera y en un horno del más tierno y puro amor. Tú participarás de él en la medida en que no tengas ningún apego a las cosas creadas. Si tu corazón está completamente desnudo y purificado, le servirá de lecho al santo Niño Jesús, que descansará santamente en él...  



19 de marzo de 1892

1892-1893. Consejo espiritual. Nota.

Respuesta, sin duda, que le dio en el confesonario el confesor extraordinario -desde comienzos de 1892, el abate Baillon-, cuando Teresa sufría aún de escrúpulos (cf CG, p. 678+e).

J.M.J.T.

Si usted no actúa contra su conciencia, aun cuando en ello haya pecado, usted no pecará. (El Sr. abate Baillon.) 

Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, escritos varios.


 

viernes, 20 de julio de 2018

LA AMARGURA DE SANTA TERESITA, OCULTA A LOS OJOS DE LAS CRIATURAS


Señalándome un vaso que contenía una medicina muy desagradable bajo el aspecto de un delicioso licor de grosellas: 

Ese vasito es la imagen de mi vida. Ayer sor Teresa de San Agustín me decía: «¡Espero que estés bebiendo exquisitos licores!». Y yo le contesté: «¡Ay, sor Teresa de San Agustín, todo lo que bebo es de lo más desagradable!». 

Pues bien, Madrecita, esto es lo que han visto los ojos de las criaturas. Siempre les ha parecido que yo estaba bebiendo licores exquisitos, y era amargura. Digo amargura, pero no, porque mi vida no ha sido amarga, ya que he sabido convertir todas las amarguras en gozo y dulzura.  



Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, últimas conversaciones con su hermana Paulina, Madre Inés de Jesús.


 

MIS DESEOS JUNTO A JESÚS ESCONDIDO EN SU PRISIÓN DE AMOR


Llavecita, yo te envidio, 
porque puedes cada día 
abrir y cerrar la puerta
de la cárcel donde mora 
el Dios hecho Eucaristía. 
Mas ¡oh dichoso milagro!, 
por la virtud de mi fe 
y de mi amor también puedo 
el tabernáculo abrir 
y en él esconderme yo <1> 
cerca de mi amado Rey.

 Quisiera en el santuario 
junto a mi Dios consumirme, 
y, como tú, lamparilla,  
brillar siempre en el misterio. 
¡Oh qué dicha!, yo también 
unas llamas tengo en mí, 
y con ellas ganar puedo 
para Jesús muchas almas 
y abrasarlas en su amor...

 En cada aurora te envidio, 
piedra santa del altar. 
Como un día en el establo, 
veo en ti nacer a Dios. 
Atiende mi humilde ruego, 
ven a mi alma, mi Señor. 
Lejos de hallar piedra fría, 
en ella hallarás el eco 
de tu propio corazón.

 Corporales, rodeados 
de ángeles, también yo 
envidia os tengo a vosotros. 
Como los limpios pañales, 
envolvéis a mi Jesús, 
mi único y solo tesoro. 
Mi corazón cambia, ¡oh Virgen!, 
en corporal puro y bello, 
para poder recibir la hostia 
blanca do se esconde 
tu amado y dulce Cordero.

 Patena santa, te envidio.  
En ti viene a reposar Jesús, 
el Verbo hecho carne. 
¡Que su infinita grandeza 
se digne abajarse a mí...! 
Jesús colma mi esperanza 
sin esperar a que llegue 
la tarde de mi destierro. 
¡Viene a mí! Con su presencia 
me hace su custodia viva... 

 Yo quisiera ser el cáliz 
en el que adoro la sangre 
de mi Dios y Salvador. 
Mas puedo en la santa Misa 
recogerla cada día.
A Jesús le gusta mi alma 
más que los vasos de oro. 
El altar es un Calvario 
donde por mí y para mí 
se derrama gota a gota 
toda su sangre divina.

 ¡Oh Jesús, viña sagrada!, 
lo sabes, mi Rey divino: 
soy un racimo dorado <2>  
que han de arrancar para ti. 
Exprimida en el lagar 
del oscuro sufrimiento, 
yo te probaré mi amor. 
Mi único gozo será 
inmolarme cada día.

 ¡Oh qué suerte para mí! 
Fui contada entre los granos 
de maduro y puro trigo 
destinados a perder
 por Jesús su ser y vida. 
¡Oh exquisito arrobamiento! 
Tu esposa querida soy, 
ven, mi Amado, vive en mí. 
¡Ven, tu belleza me encanta, 
ven a transformarme en ti! 



NOTAS  - MIS DESEOS JUNTO A JESÚS ESCONDIDO EN SU PRISIÓN DE AMOR

Fecha: otoño (?) 1895. - Compuesta para: sor San Vicente de Paúl, a petición suya. - Publicación: HA 98 con el título «Mis deseos al pie del tabernáculo»), siete versos corregidos. - Melodía: Par les chants les plus magnifiques, o bien la Glosa de santa Teresa «Je meurs de ne point mourir».

En este poema eucarístico-litúrgico, Teresa no deja volar la inspiración. Es una meditación en un tono sumamente sobrio, centrada en los objetos de culto, de los que habla como si fueran palabras o imágenes de la Sagrada Escritura. Tan sólo en la última estrofa da rienda suelta al amor y al entusiasmo.


La fe de Teresa la lleva a descubrir la forma de hacer realidad sus «deseos»: «Mas yo puedo...» No tiene ningún motivo para «envidiar» a la llave del sagrario, a la lámpara, a la piedra del altar, o a los vasos sagrados. Ella tiene más valor, ella es incomparablemente más valiosa que esos objetos inanimados. La «esposa» se asocia al sacrificio como víctima, aun cuando esta palabra no se pronuncia, y con «arrobamiento». 


<1> Jesús escondido en la hostia, en el sagrario, es uno de los temas favoritos de la santa del Dios escondido: cf Cta 140; numerosas referencia en las Poesías y en RP.


<2> Primero de los tres anuncios de la «pasión» de Teresa bajo el símbolo del «racimo», junto con RP 5,2rº y Ms A 85vº (escudo de armas).


Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, poesías









 

jueves, 19 de julio de 2018

JESÚS NO MIRA LA GRANDEZA DE LAS OBRAS, SINO EL AMOR CON QUE SE HACEN, CARTA DE SANTA TERESITA A CELINA. CARTA 65


A Celina

J.M.J.T. 

Jesús + El Carmelo, 20 de octubre de 1888 

Mi querida Celina: 

Así que mañana es tu santo (1). ¡Cómo me gustaría ser yo la primera en felicitarte! Pero si no es posible, puedo hacerlo al menos en mi corazón. 

¿Qué quieres que te regale para tu santo? Si escuchase a mí corazón, le pediría a Jesús que me enviase a mí todas las penas, todas las tristezas, todos los problemas de la vida de mi querida Celina; pero, ya ves, no lo escucho, porque tengo miedo a que Jesús me diga que soy una egoísta, pues entonces querría que me diese a mí lo mejor que él tiene, sin dejar ni siquiera un poco para su prometida, a quien tanto ama. 

Si le hace sentir la separación (2), es para demostrarle su amor; por tanto, no puedo pedirle eso a Jesús. Y, además, él es tan rico, tan rico, que tiene de sobra para enriquecernos a las dos... 
 

¡Y pensar que, si Dios nos diese el universo entero con todos sus tesoros, eso no sería comparable con el más ligero sufrimiento! ¡Qué gracia tan grande cuando por la mañana nos sentimos sin ánimo y sin fuerzas para practicar la virtud! Ese es el momento de poner el hacha a la raíz del árbol (3). 
En vez de perder el tiempo en reunir unas pocas pepitas de oro, extraemos diamantes, ¡y qué ganancia al final de la jornada...! Es cierto que a veces nos despreocupamos durante algunos instantes de acumular nuestros tesoros. 
Ese es un momento peligroso, pues se ve una tentada de mandarlo todo a paseo; pero con un acto de amor, aun no gustado, todo queda reparado, y con creces: Jesús sonríe, nos ayuda sin parecer que lo hace, y nuestro y débil amor enjuga las lágrimas que los malos le hacen derramar. 

El amor todo lo puede: las cosas más imposibles no le parecen difíciles. Jesús no mira tanto la grandeza de las obras, ni siquiera su dificultad, cuanto el amor con que se hacen (4)... 


Hace algún tiempo encontré una frase que me parece muy hermosa. Es ésta, creo que te va a gustar: «La resignación es todavía distinta de la aceptación de la voluntad de Dios; existe entre ellas la misma diferencia que entre la unión y la unidad. En la unión hay todavía dos, en la unidad no hay más que uno» (5). 

¡Sí, no seamos más que uno con Jesús! Despreciemos todo lo que es pasajero. Nuestros pensamientos deben dirigirse al cielo, pues allí está la morada de Jesús. Pensaba hace unos días que no debemos apegarnos a lo que nos rodea, pues podríamos vivir en otro lugar distinto de éste en que vivimos, y entonces nuestros afectos y nuestros deseos ya no serían los mismos... No sé explicarte mi pensamiento, soy demasiado torpe para hacerlo, pero cuando te vea te lo diré de palabra.  


¿Por qué te habré dicho todas estas cosas que tú sabes mucho MEJOR que yo? Perdóname. Necesitaba tener contigo una conversación como las que teníamos antaño. 
Pero ese tiempo no pasó, seguimos siendo las dos una MISMA ALMA, y nuestros pensamientos siguen siendo los mismos que eran en las ventanas del mirador... 

Me llena de alegría pensar que un día celebraremos tu santo en la ciudad celestial. 

Tu hermanita, 

Teresa del Niño Jesús 

Sí, es muy triste pensar que el Padre (6) se va para el Canadá. ¡Pero nos queda Jesús...! 


NOTAS Cta 65 

(1) Santa Celina, virgen, patrona de Meaux y compañera de santa Genoveva. 


(2) La separación de Teresa. 

(3) Imitación I, 11, 4. 

(4) Santa Teresa de Jesús, M7,4,15. 

 (5)Mme. Swetchine: cf CA 23.7.5. 

 (6) El P. Pichon. Se embarcaba el 3 de noviembre en El Havre. Teresa ya no volvería a verlo en esta vida.  

Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, cartas.



 

miércoles, 11 de julio de 2018

A UN PADRE QUE NO ES DE LA TIERRA, NADA TERRENO PUEDE LLENARLO, CARTA DE SANTA TERESITA A SU PADRE, CARTA 61

CELIA GUERIN Y LUIS MARTÍN, PADRES DE SANTA TERESITA

Al señor Martin

J.M.J.T. 

Jesús + Carmelo, 25 de agosto de 1888 

Querido papaíto: 

Por fin, ha llegado el día en que tu Reina puede felicitarte tu santo en todos los tonos, ya que está en el Carmelo en compañía de tus joyas: el Diamante y la Perla fina...(sus hermanas, Paulina y María).

¡Pobre Reinecita! Debiera hacerse a un lado para dejar paso a las espléndidas alhajas de su Rey; pero la verdad es que no puede, resignarse a ello. También ella tiene su título y puede mostrarlo a quien quiera verlo, está sellado por la mano misma de su Rey: Reina de Francia y de Navarra. No tiene otra cosa, pero creo que basta para ser admitida a la presencia de su Rey. Por lo demás, nadie intenta disputarle su derecho, que hasta en el extranjero le reconocen: en Italia, en Roma, todos sabían que la Reina estaba allí... 
 

Mi querido Rey, tu reinecita querría tener magníficos presentes que ofrecerte, pero no tiene nada. Además, ella no es nada fácil de contentar. Todos los palacios del Vaticano, cargados de regalos, no le parecerían lo bastante bellos para su Rey. Ella sueña con algo más regio, necesita tesoros inmensos, horizontes infinitos. 
Lo que ella quisiera dar a su Rey no se encuentra aquí en la tierra, sólo Jesús lo posee. Por eso va a pedirle que colme a su Rey de alegrías celestiales. A un padre que no es de la tierra nada terreno puede llenarlo. 

Ya ves, querido papaíto, que aunque parece que no te ofrezco nada, te hago un magnífico regalo; si no cautiva tus ojos, cautivará al menos tu corazón, porque espero que Dios escuche mi plegaria. 

Sin embargo, papaíto querido, aun diciéndote que sólo deseo cautivar tu corazón, te mando una estampita pintada por tu reina. 
Espero que, a pesar de mi escaso talento, te guste; la Perla fina ha querido ayudarme con sus consejos de artista y compuso el precioso dibujo, pero se empeñó en que la pintase yo sola. 
El mérito no es mucho; pero mi impericia es tan grande y mi Rey tan indulgente, que espero darle un poquito de gusto enviándole esta estampita. 

Hasta pronto, papaíto querido. Si tu Reina no está hoy a tu lado, no te quepa la menor duda de que lo está con el pensamiento y con el corazón, te desea la mejor de las fiestas que hayas tenido nunca en tu vida, y te abraza con todo su corazón. 

Tu Reinecita, 
 

Teresa del Niño Jesús  

Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, cartas.


NADA MÁS QUE DIOS, CARTA DE SANTA TERESITA A SU TÍA POR MOTIVO DE LA MUERTE DE UN FAMILIAR, CARTA 60


A la señora de Guérin 

Jesús + J.M.J.T. 

El Carmelo, 28 de agosto de 1888,  6 de la mañana 

Querida tía: 
 

Ayer tarde nos enteramos de la muerte del señor David. Aunque esperábamos recibir en cualquier momento la triste noticia, me conmoví mucho al saber el desenlace. 
Ruego a Dios que acoja en su paraíso a esa alma tan santa; tal vez esté ya allí, pues con unas disposiciones tan perfectas como las suyas se puede ir derecho al cielo. 

Pido a Dios, querida tía, que derrame en su alma el consuelo. Ya se mostró muy bondadoso al escuchar todas las oraciones que ustedes le dirigieron para ofrecerle el alma de su querido pariente. Si desde lo hondo de su soledad, su hijita pudiese esperar haber tenido una pequeña parte en ello, se sentiría muy dichosa. 

Pienso, querida tía, que en los momentos de gran tristeza necesitamos de mirar al cielo; allí, en lugar de llorar, todos están alegres porque nuestro Señor posee un elegido más, un nuevo sol1 ilumina con sus rayos a los ángeles del cielo, todos viven ya el rapto del éxtasis divino y se extrañan de que nosotros podamos llamar muerte al comienzo de la vida. 

Para ellos, nosotros estamos en un estrecho sepulcro, mientras que su alma puede trasladarse hasta el confín de las «playas celestes, de horizontes infinitos» (1)... Querida tía, cuando se piensa en la muerte del justo, no se puede por menos de envidiar su suerte. Para él ya no existe el tiempo del destierro; para él ya no hay más que Dios, nada más que Dios. 

¡Cuántas cosas, querida tía, tendría para decirle esta su hijita! ¡Piensa tanto, tanto, su corazón! Esta mañana está toda ella perdida en la inmensidad y en la añoranza de la muerte de los santos. Pero me falta tiempo para terminar este borrador, y tengo que cortar, porque la campana acaba de advertirme que es hora de terminar. Ofrezco este pequeño sacrificio a Jesús, para que se digne consolarles con su mano bondadosa. 

 Su hijita, que está con el corazón cerca de usted y de sus queridas hermanitas (2)

Teresa del Niño Jesús p.c.ind. 

 


NOTAS 

1 Lamennais, Une voix de prison. A la señora de Martin le gustaba citar este texto.  

2 Sus primas Juana y María Guérin. 


Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, cartas.

 

EN EL CIELO NOS REUNIREMOS, CARTA DE SANTA TERESITA A SU TÍO, CARTA 59


Jesús + J.M.J.T. 

El Carmelo, 22 de agosto de 1888 

Querido tío: 
 

Acabamos de recibir una carta de nuestra tía donde nos cuenta todo lo que usted está pasando. Aunque lejos de usted, también su sobrinita comparte su dolor y quisiera estar cerca de su tío para consolarle; pero ¿qué podría hacer ella, en realidad...? No, es preferible que esté en el Carmelo; aquí, al menos, puede pedir todo lo que quiera al único que puede dar el consuelo, que lo derrame abundantemente en el corazón de su querido tío.  

El estado del señor David (1) nos apena mucho. Comprendo, querido tío, cuánto deben estar sufriendo ustedes, pues no hay nada tan doloroso como ver sufrir a los que amamos. 
Sin embargo, doy gracias a Dios con todo el corazón por la gracia tan grande que ha tenido a bien conceder a esa hermosa alma. 
¡Qué disposiciones para comparecer ante él! Es verdaderamente admirable. Todo lo que nos ha contado nuestra querida tía me ha llegado muy hondo. 

Era imposible, tío, que Dios no le concediese a usted este consuelo después de todo lo que hace por su gloria. ¡Qué hermosa me parece la corona que Dios le tiene reservada! No puede ser de otra manera, pues toda su vida no es más que una perpetua cruz, y Dios no obra así más que con los grandes santos. 

¡Qué dicha pensar que en el cielo nos reuniremos para no separarnos ya más! Verdaderamente, sin esta esperanza la vida sería insoportable... 

Querido tío, no sé lo que usted pensará de su pobre sobrinita, que deja correr la pluma sin pensar mucho en lo que dice; si su corazón pudiese escribir, diría cosas muy distintas, pero se ve obligado a confiarse a esta fría pluma, que no sabe expresar lo que él siente. 
Lo pongo en manos de mi ángel de la guarda, creo que un mensajero celestial cumplirá bien mi encargo; le envío al lado de mi tío querido para que vierta en su corazón tanto consuelo cuanto nuestra alma puede contener en este valle de lágrimas... 

Adiós, querido tío. Le pido que salude de mi parte a la señora de Fournet, me asocio de corazón a su dolor. A usted le envío toda la ternura que encierra mi corazón, y continuaré rogando sin cesar por el señor David. 

Su sobrinita, que quisiera disminuir un poco su dolor, 

Teresa del Niño Jesús  



NOTAS 
 
(1) El señor David, primo carnal de la señora Journet, madre de la señora Guérin, estaba muy grave.  

Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, cartas.


 

MEMORIA DE LA MADRE GENOVEVA DE SANTA TERESA, FUNDADORA DEL CARMELO DE LISIEUX, ESCRITOS DE SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS



Estas páginas, inéditas, fueron escritas en base a recuerdos de la niñez que la madre Genoveva de santa Teresa confió a la joven carmelita. 
Ya sabemos la amistad que las unía (cf Ms A 78rº/vº). La fundadora del Carmelo de Lisieux estaba considerada como un «santa» (Ms A 69vº). 

Es probable que Teresa haya escrito estos recuerdos a petición de sor Inés de Jesús, con miras a la circular necrológica de la antigua priora; pero no parece que hayan sido utilizados.

Antes de entrar en el Carmelo de Poitiers, la madre Genoveva se llamaba Clara Bertrand. Murió el 5 de diciembre de 1891, y Teresa soñó que le legaba su corazón (Ms A 79rº).

Confidencias de la madre Genoveva. Relato  (después del 8 de septiembre de 1890)
 
 J.M.J.T.

 «Pues bien, hija mía, voy a confiarte un pequeño secreto. Un día, estando yo en mi celdita, había hecho una novena a nuestro bienaventurado Padre san Juan de la Cruz. 
Y oí una voz que, entre grandes consuelos, me dijo estas palabras: 'Ser la esposa de todo un Dios', y la voz se detuvo como para hacerme saborear mejor la dulzura de esas palabras... Y luego la voz prosiguió: '¡Qué título...!', y la voz se detuvo de nuevo, y continuó: '¡Qué privilegio!' Yo no sé, hijita, dónde estaba, pero ciertamente saboreé las alegría del éxtasis, y cuando todo hubo pasado me encontré toda bañada en lágrimas, pero eran lágrimas muy dulces...

 «De esto hace ya mucho tiempo; yo tenía entonces tu edad, diecisiete o dieciocho años. Pero me quedó tan fuertemente grabado este recuerdo, que cuando en las tomas de velo oía cantar el Amo Christum, creía, hijita, que el corazón se me iba a salir del pecho... ¡Comprendía la gracia de nuestra vocación...! 
 
TOMA DE VELO EN UN CONVENTO CARMELITA

«Cuando yo era pequeña -tenía entonces unos tres años-, el Sr. de Beauregard venía a menudo a la comunidad donde yo estaba con tres o cuatro niñas de mi edad, pero siempre se dirigía a mí: 'Bertrand, pecadorzuela, sube a mi habitación...' Y más tarde, en el momento de partir, me dijo que le parecía que desde ese mismo momento Dios había posado su mano sobre mi cabeza... Y no se equivocó... Reza por mí cuando me encuentre ante el que juzgará toda justicia...

 «Hijita, tú puedes decir que Dios ha hecho milagros contigo al conducirte como de la mano... ¡Y tu padre que estaba allí, en tu toma de hábito...! Pero si ahora Dios lo prueba con el sufrimiento, es porque le tiene reservado un lugar muy hermoso en el cielo». 

Toma de hábito de santa Teresita, su padre le da la bendición

 Memoria sobre la madre Genoveva. Relato  (primavera de 1892)

 J.M.J.T.

Siendo todavía muy niña, en esa edad en que los niños aún no pueden sostenerse entre los brazos de sus padres, la madre Genoveva ya se mantenía erguida: a su padre le gustaba sentarla en su mano, y ella, en vez de tener miedo a caerse, aguantaba así sin menearse y miraba altivamente a las personas que había a su alrededor. 
Y cuando el Sr.Bertrand la dejaba en el suelo, no dejaba de repetir: «¡Otra vez, otra vez!»

En la casa en que vivía había muchos inquilinos, entre otros la Sra. de Messemay y otras señoras nobles; había también un joven llamado Amable. Los modales encantadores de la niña y su talento precoz hacían que todos en la casa la buscasen. 

Amable había pegado detrás de un puerta un gran alfabeto para enseñar a leer a la pequeña Clara, a la que gustaba mucho este ejercicio; pero en cuanto el bueno de Amable, al terminar la lección, la posaba en el suelo, la niña se escapaba corriendo. Le preguntaban por qué, y ella respondía: «Yo no quiero a Amable, porque me hace muecas». En efecto, Amable, para hacerla reír, se divertía haciéndole muecas que no le gustaban lo más mínimo a la niña. 

Sin embargo, gracias a ese alfabeto, a los dieciocho meses sabía todas las letras, y poco después, cuando un señor le preguntó si sabía leer, respondió: «Sí, señor, sé leer muy bien; sólo el latín no sé leerlo todavía de corrido « (No estoy segura si era el latín o escribir cartas.)

«Había en la casa un señor que sabía varias lenguas. Imagínate lo bonito e interesante que me parecía eso. Así que iba a menudo a su encuentro y le decía: 'Señor, ¿tendría la bondad de decirme en inglés cómo tengo que pedir la merienda a mamá?' Y en cuanto me lo decía, bajaba las escaleras de cuatro en cuatro y me iba adonde mi mamá para chapurrearle lo que había aprendido. '¿Pero qué es lo que me estás diciendo?, me decía ella extrañada. ¿Quieres dejarme en paz?' 'Mamá, te estoy pidiendo la merienda en inglés...' 
Luego volvía a subir corriendo la escalera. 'Señor, ¿querría decirme lo mismo en español?' Y volvía a bajar más rápidamente, recitando mi lección, y cuando llegaba junto a mi mamá se la decía toda orgullosa; y como no me entendía, me apresuraba a decirle: 'Pero, mamá, te estoy hablando en español'. Y hacía lo mismo con otras lenguas, pidiendo a aquel señor que me dijese tal o cual cosa en la lengua en que lo quería saber.
                    
«Un día que mi mamá estaba enferma, vino a visitarla el Sr. de Beauregard. 
Yo estaba sola abajo para recibirle. 'Pequeña, me dijo, ¿puedo ver a tu madre?' Yo, muy orgullosa de recibirlo, le respondí que sí y que yo lo acompañaría si tenía la amabilidad de subir. Pero, hijita, yo no sabía que mi madre estuviese tan enferma, pues el médico había prescrito que le pusiesen sanguijuelas, y precisamente se las estaban poniendo mientras yo subía la escalera de cháchara con el Sr. B. Cuando llegué a la puerta, la abrí toda decidida; entonces mi padre se volvió para ver quien había allí. ¡Cuál no sería su sorpresa al ver al Sr. de B.!
Yo, por mi parte, me quedé muy asustada al ver a mi madre acostada con todo aquel collar de sanguijuelas que le ponían alrededor del cuello. 

El Sr. de B. dijo a mi madre: 'Señora Bertrand, ya veo que hoy no está para visitas, volveré otro día'. Entonces mi padre se deshizo en excusas, pidiendo perdón por su hija. (Esta tendría en aquellas fechas a lo sumo unos tres años). 
Luego acompañé al Señor Cura a la puerta, pero ahora toda avergonzada y sin saber qué decirle. Entonces lo sentí mucho, pero ahora, cuando pienso en esta escena, no puedo por menos de reírme, pues la verdad es que fue cómico.

Estando un día en casa de su maestra, quiso mirar por una ventana alta. Como era muy pequeña para llegar, se izó como pudo subiéndose a algo. Pero no sabía que la gata de la maestra estaba en la parte de afuera de la ventana, durmiendo sobre una almohada. Así que, al subirse, la tiró y la gata cayó allá lejos con su cama. 
No se hizo ningún daño, pero algunas compañeras malintencionadas, felices de tener algo que contar a la maestra, corrieron a buscar la gata y le dijeron a la maestra que Clarita le había roto una pata tirándola adrede por la ventana. 
Entonces la maestra le impuso a la pobre niña el castigo más severo que se estilaba en el internado y que consistía en cubrirse la cabeza con un sombrero penitencial. 
La actuación de las compañeras de la madre Genoveva fue tanto más ruin cuanto que, al ser mucho mayores que ella, estaban seguras de que la castigarían más fácilmente. 
La madre Genoveva soportó este castigo con una paciencia de ángel; no dijo nada para excusarse; únicamente, me dijo, «tenía mi corazoncito muy apenado, pero no dije nada en absoluto». 


La víspera del nacimiento de su hermano pequeño, la madre Genoveva, que entonces tenía nueve años, estaba con su hermano Julio en una habitación que se hallaba en un edificio separado de aquel en el que estaba la habitación de sus padres. 
La madre Genoveva, que iba a ser la madrina, no paraba de hablar con su hermano de sus proyectos de futuro para su ahijada, pues estaba segura de que sería una hermanita.»Julio, la llamaré Joée...» Y añadía a este nombre muchos otros que eran sus preferidos. 
Pero en mitad de la noche, impaciente por ver si tenía ya una hermanita, se levantó, se puso tan sólo su faldita y se puso en camino hacia la habitación de su madre. 
Iba muy despacito caminando de puntillas, pero al llegar al final de su viaje tuvo una gran decepción, pues su padre, al oír un ligero ruido, salió de su habitación y, al ver a su hijita a esas horas de la noche viajando tan ligeramente vestida por la enorme casa, y con riesgo de coger una enfermedad, la riñó por ser curiosa y le dijo que, como penitencia, no sabría hasta el día siguiente si Dios le había regalado o no una hermanita.

«Al día siguiente por la mañana, dice la madre Genoveva, mientras yo desayunaba con mi hermano, vi entrar a mi padre que, poniéndose junto a Julio, se quitó majestuosamente el sombrero y le dijo saludándolo: «Julio, te anuncio que tienes un hermanito». Puedes imaginarte mi decepción... Julio estaba radiante y me decía con ironía: «Lo llamaré Joé, lo llamaré así, lo llamaré asá...». Y decía todos los preciosos nombres que la madrinita había decidido poner a su ahijada. 



Sin embargo, el día del bautizo estuvo contenta, pues tuvo un compañero, que se llamaba Armando, que le regaló un hermoso par de guantes y unas deliciosas almendras garrapiñadas. 

«Cuando llegamos a la iglesia, el sacerdote que celebraba el bautismo, tras las ceremonias de costumbre, preguntó: '-¿Qué nombre queréis dar la niño? -Armando, me apresuré yo a responder. -No existe ningún san Armando, respondió el sacerdote, escoged otro nombre. -Se llamará Augusto, dijo mi padre. -¿Por qué, me dijo por lo bajo mi compañerito, por qué no dijiste Bonifacio? Yo me llamo también así. -Bueno, no podía adivinar que te llamases Bonifacio, tenías que habérmelo dicho antes'. 
Ya había sufrido muchas decepciones, pero todavía no había llegado al final: cuando llegamos a la sacristía, no dijeron que firmásemos. Armando firmó, pero cuando me llegó el turno a mí, como no sabía hacerlo, dije sin desconcertarme lo más mínimo: 'Armando, firma por mí'. Pero el sacerdote se dio cuenta y me dijo: '¿Cómo? ¡Una madrina que no sabe firmar...?' Imagínate mi confusión... 

 «Perdí de vista a mi compañero, pero dos años después me mandaron a hacer un recado a casa de sus padres; nos saludamos muy educadamente, con respeto, pero cuando terminé la visita, estando ya en la puerta del jardín, su madre, que era de una cortesía exagerada, lo riñó muy fuerte diciéndole: '¡Maleducado!, ¿cómo dejas, cómo permites que esta señorita vuelva sola, sin acompañarla hasta la puerta?' Armando corrió enseguida detrás de mí lagrimeando: 'Perdón, señorita, discúlpeme. -Pero, Señor, no hay de qué, usted no me ha ofendido'»

Tras muchas ceremonias, reverencias y cortesías, la ilustre señorita de once años se separó, riéndose con todas las ganas, de su antiguo compañero convertido ahora en un señor tan cortés y bien educado.

Detrás de la casa había un espacio cubierto donde se podía caminar. El techo daba a la casa de un vecino que tenía unas magníficas acacias cuando estaban en flor. La madre Genoveva, con su primita y sus hermanos se divertían mucho pasando a través de una buhardilla para ir a cortar hermosos ramos de flores y luego hacer una solemne procesión por el tejado. 


Pero la cosa no le gustaba al Sr. Bertrand, que decía que los niños le rompían las pizarras; y así, en cuanto oían el menor ruido, se apresuraban a volver a entrar a toda prisa por la ventana.

El Sr. Bertrand tenía un certificado que lo autorizaba a llevar una condecoración. La madre Genoveva pensó que también ella debería llevar una; así que compró una, de plomo y se la llevó a la Sra. de Messemay, que la quería mucho; este señora le puso una preciosa cinta blanca para que la sujetase a su vestidito. 
Un señor, al verla así, le dijo: «Pero, criatura, ¿tienes autorización para llevar esa condecoración? No puede llevarse sin permiso». Se lo decía en bromas, pero la madre Genoveva contestó con cómica gravedad: «Señor, papá la tiene».

Al lado de la casa había un muchachito que vendía flores de lis pintadas en pedazos de tela. La madre Genoveva le compró uno y después de recortar la flor, lo pegó en un banderín blanco y se lo regaló a su hermanito; a los demás niños les parecía tan bonito, que querían comprárselo, pero ella no se lo quiso vender. 


Un día en que el pequeño Augusto estaba sentado en un mueble de una sala de la planta baja, y se había quedado la puerta abierta, pasaron unos locos, y, al ver a aquel niño que tenía en la mano su banderita blanca, le dieron con la hoja de su sable en las piernecitas, con peligro de rompérselas, y todo por odio a la flor de lis. 

El Sr. Bertrand cogió a su hijo, que por suerte no tenía más que algunas magulladuras, y se fue al ayuntamiento a enseñar las piernas del niño y pedir justicia. 

Habiéndose ido la señora de Messemay para otra ciudad, la madre Genoveva y su prima se imaginaron que en el gran armario donde antes guardaba sus hermosos vestidos igual podían encontrar alguna cosa, dejada allí, para sus muñecas. 
Como la madre Genoveva era la más pequeña, se encargó de hacer la exploración; así que subió de estante en estante, pero no encontró ni perlas, ni cintas, ni el menor trocito de seda o de bordado. Totalmente decepcionada, bajó del gran armario. Sin duda sin darse cuenta, dio un empujón al mueble; el caso es que en cuanto la niña puso pie en tierra, apenas hubo dado un paso hacia un lado cuando el gigantesco armario cayó y se rompió con gran estrépito. 
La señora de Bertrand llegó toda asustada, pensando encontrar aplastada a una de las niñas, pero su hija no tenía nada, ni siquiera un solo rasguño. 

La madre Genoveva no podía por menos de decir que, sin una ayuda de tipo extraordinario, el armario tenía que haber caído sobre ella y matarla.

La madre Genoveva tenía un cuervo que se llamaba Santiagón. Lo dejaba en libertad, y cuando quería hacerlo volver, se ponía a la ventana y lo llamaba: «Santiagón, Santiagón», y el pájaro se apresuraba a volver de inmediato.

«Me gustan mucho los cuervos, me dijo la madre Genoveva. En la vida de los santos se habla de ellos muchas veces: uno de ellos era el encargado de alimentar a san Pablo, el primer ermitaño, y Dios se sirvió a menudo de estos pájaros para hacer prodigios. 
Yo quería mucho a mi Santiagón; a mi madre no le gustaba lo mismo, y, cuando el cuervo venía a su habitación, ella se apresuraba a ahuyentarlo; pero mi amigo veía venir el golpe: con gran elegancia, volaba sobre la cama o sobre la mesa donde mi madre había dejado la labor de punto y le tiraba todas las agujas, y luego se marchaba graznando con aire burlón sin haber recibido un solo golpe.  


 «Vivíamos por aquel entonces en una casa alejada de la ciudad; por eso, para hacer venir al cristalero, esperábamos a que hubiese varios cristales rotos, y, en su lugar, pegábamos papel. 
Una mañana, encontramos en el comedor, en el que todavía no se había levantado la mesa, todos los vasos volcados. Nuestra sorpresa fue grande, pero no duró mucho, pues no tardamos en comprender que había sido obra de nuestro Santiagón.
En efecto, por la noche habíamos oído ruido: era mí pájaro que había perforado valientemente los cristales de papel para entrar en la sala y luego había estado volando ágilmente por encima de la mesa; con su patita, había volcado suavemente un vaso, de manera que el vino que quedaba le cayó en el pico, que él había tenido cuidado de poner debajo de la mesa; la misma ceremonia había tenido lugar con todos los demás vasos, de los que ni uno solo se rompió. 

Pero si a Santiagón le gustaba el vino, no le gustaba menos la carne. Un día, dos religiosas estaban a punto de sentarse a la mesa en una de las habitaciones de la planta baja; pero mi Santiagón lo divisó y, saltándole encima, se lo llevó, mientras las pobres religiosas se quedaban boquiabiertas. En esta ocasión, por más que lo llamé, no me respondió hasta que no hubo dejado nada de su asado, que comió cómodamente instalado sobre un tejado vecino.

«Era también muy piadoso e iba a la iglesia en compañía de las religiosas, se ponía en su reclinatorio y danzaba haciendo exactamente los mismos movimientos que ellas, (cantando): «cua-cua-cua, cua-cua» en el mismo tono en el que las hermanas decían sus rezos. Santiagón tuvo un final digno de él, pues murió en la pila de agua bendita de la iglesia.

El Sr de B(eauregard), además de reprocharle sus rizos, también la reprochó por llevar collares.
«Yo llevaba por entonces unos collarcitos, como era la moda. Eran, con todo, muy sencillos, pero, no sé por qué, al Sr. de B. no le gustaron y me dijo que no los volviera a llevar. 
Esta vez tuve que hacer un sacrificio, (pues), cuando se lo dije a mi madre, ésta me respondió: «Hija, tienes que obedecer a tu confesor».
Desde entonces no usé más los collarcitos, que, sin embargo, eran muy monos. Tenía también un chal rojo que le desagradaba mucho; sin embargo, yo no sentía vanidad al llevarlo, pues no era más que un chal indio que yo había dado a la hija de un granjero para que me lo terminara.

En la iglesia, mi madre y yo nos colocábamos cerca del banco de los sacerdotes frente al púlpito. Había también frente a nosotras dos personas de mala catadura, a las que yo no les prestaba la más mínima atención. No ocurría lo mismo con ellas, pues, sin que yo me diera cuenta, se pasaban todo el tiempo de la misa observándome y tratando de hacerme reír haciendo muecas.

«En el banco de los sacerdotes había un joven clérigo que se llamaba Sr. Duchesne. Yo no lo conocía más que de vista y nunca había hablado con él. Un día, lo encontré en la calle donde vivían las dos personas de que te he hablado; yo estaba en una acera y él en la otra. Lo saludé, como tenía por costumbre hacer con todos los sacerdotes, y seguí mi camino; pero apenas había dado unos pasos, cuando unas personas conocidas salieron de su casa pidiéndome que entrase. 'Señorita Bertrand, me dijeron, ¿no sabe lo que se dice de usted? Pues mire enfrente'. Yo miré, y vi en la casa que me indicaban a mis dos vecinos de la iglesia que se reían, que hablaban fuerte y que hacían grandes demostraciones de alegría. 
Yo no entendía nada de todo aquello, pero las personas que me invitaron a en entrar en su casa me lo explicaron: 'Señorita, nos sentimos en la obligación de informarla de la calumnia que le han levantado: esas persona que está viendo reírse la llaman a usted por todas partes señorita Duchesne, dicen que en misa usted le dirige sonrisitas al joven sacerdote que está delante de usted, y van a la iglesia sólo para espiarla'.
Yo contuve la emoción y les agradecí la advertencia; pero, cuando llegué a casa, me arrojé, deshecha en lágrimas, en brazos de mi madre. Cuando supo el motivo de mis lágrimas, se quedó tan atónita como yo ante esa negra calumnia que nada podía justificar, ya que las personas que la habían inventado nunca habían tenido relación alguna con nosotros. 
Inmediatamente salí con mi madre y nos fuimos directamente a su casa; su sorpresa fue grande al vernos entrar. 'Señoras, les dijo mi madre, he venido a preguntarles qué daño les ha hecho mi hija para que se hayan atrevido a atacar de esa manera su reputación...' 
Nuestras interlocutoras se quedaron sin decir palabra, y yo proseguí: 
'Ustedes, señoras, dicen que yo le dirijo sonrisitas a un joven sacerdote que se encuentra frente a mí en la iglesia; para lograrlo, ustedes no saben ya qué muecas inventar; yo no recuerdo haber sonreído nunca, pero sepan que si me ha sucedido alguna vez, sólo han sido sonrisas de compasión'. Después de esta visita, no he vuelto a oír hablar de esas personas, ni siquiera las he vuelto a ver.


«A mi hermano pequeño le gustaban mucho las alcachofas crudas, pero yo no se las daba todavía, por miedo a que le hiciesen daño. Un día, escondió una en el bolso y fue a regalarse él solo lejos de la casa. 
Cuando volvió, le noté, por sus dientecitos negros, que había comido del fruto prohibido: 'Augusto, ¡has vuelto a comer alcachofas!' Su sorpresa fue grande. 'Pero, querida Clarita, quién ha podido decírtelo? ¡Es increíble...! ¡Me había escondido tan bien...! ¿Es que lo sabes todo...?'

Otra vez, al volver del internado, me dijo: ¡Si tú supieras, querida Clarita, cómo nos gustan las fiestas del Santísimo Sacramento! Imagínate que todo a lo largo de los caminos del jardín hay unas estupendas plantas de fresas. Cuando suena la campanilla, inmediatamente nos prosternamos todos con tal diligencia, que nuestro superior se queda encantado; pero tú, querida Clarita, ya estás pensado, ¡y piensas bien!, que no perdemos el tiempo: nos comemos todas las fresas que nos caen al alcance de los dientes'.

«Me gustaba mucho oír cantar a las carmelitas. 
A menudo asistía allí el domingo a vísperas con mi hermanito. El era prudente y se mantenía muy recogido, aunque con frecuencia el oficio le parecía un poco largo. Y cuando el coro hacía una pausa -por ejemplo, para decir el Pater noster-, enseguida Augusto me tiraba del vestido diciéndome por lo bajo: 'Se acabó, vámonos ya, Clarita'. Pero pronto el canto volvía a comenzar, y mi pobre hermanito se veía obligado a volver a la oración, esperando una nueva pausa que le permitiese renovar su deseo de salir. Sin embargo, yo no abandonaba la capilla hasta que las vísperas habían terminado por completo. 


«Tras la muerte de mi madre, yo iba con frecuencia a visitar a mi prima Teresa; sentía que su piedad y su experiencia podían serme muy provechosas. Pero a mi hermanito sus conversaciones le parecían demasiado serias: se movía, daba vueltas a mi alrededor, me tiraba del vestido y luego, acercándose, me decía muy bajito: 'Ven enseguida, Clarita, que no estoy a gusto más que contigo' .

Entonces mi prima me decía: '-¿Pero qué le pasa a tu hermanito? ¡Está muy inquieto! ¿Quiere algo? -No, no, prima, no es nada, va a estarse muy tranquilo'. Y luego hacía una señal a Augusto, que, al ver que no tenía nada que esperar, me esperaba pacientemente. ¡Pero qué alegría la suya cuando salíamos! 'Venga, Clarita, cuéntame un cuento, me gusta tanto escucharte...' 


Cuando nombraron obispo al Sr. de Beauregard, tenía que escoger confesor. El capellán del Carmelo, Sr. de Rochemonteux, atrajo inmediatamente sus miradas; pero era joven, y la madre Genoveva, que ya sentía vocación, se decía: 

«No tengo que elegirlo para confesor, pues mi prima Teresa diría: 'Fíjate, todos esos sacerdotes jóvenes no valen más que para entusiasmar a las chicas y enviarlas a un convento'. 
Mi prima tenía de confesor a un viejo canónigo de la catedral; sin embargo, fui a verla y le dije: -'Querida prima, quiero pedirte un favor: que me escojas un confesor. 
No, no, elige el que tú quieras, ya eres lo bastante mayor, y además libre. -Querida prima, tomaré el que tú me indiques...' Estaba segura de que mi prima me orientaría hacia algún viejo canónigo de la catedral. Sin embargo, como no hacía nada sin antes aconsejarse, oyó hablar del capellán de las carmelitas como de un joven santo, y cuál no sería mi sorpresa cuando me anunció que su elección había recaído sobre el Sr. de Roche(monteux)... Yo disimulé mi alegría y simplemente le di las gracias. Ahora, pensé, ya no podrá hacerme ningún reproche cuando sepa lo de mi vocación». 

(Creo que a quien fue a pedir consejo la anciana prima fue al Sr. Dulys).

La madre Genoveva fue por primera vez al Carmelo a la edad de diecisiete años. 
Yo no sé si fue para hablar de su vocación, pero ciertamente no fue para pedir entrar; creo que fue para agradecerle al Sr. Dulys su ayuda. Vio a varias Madres, creo que fue en el torno y no en el locutorio. Una de ellas le dijo: «-Señorita, ¿cuántos años tiene? Soy ya muy vieja, señora, tengo diecisiete años». 

La madre Genoveva debía de tener alrededor de veinte años cuando se decidió su entrada. Las cosas ocurrieron como se cuenta en su Circular. En el locutorio no dejó ver en lo más mínimo su emoción, pero cuando volvió a su habitación derramó un torrente de lágrimas. 

«Cuando iba al castañar con mi padre, me gustaba enseñar el catecismo a los niños de la aldea. Comencé con unos pocos, pero pronto corrieron la voz entre ellos: '¡Sabes?, la señorita del castañar enseña el catecismo, ¿vamos también nosotros?' Así que pronto tuve a mi alrededor toda una pequeña muchedumbre. Me acuerdo especialmente que, un día, vinieron a verme dos niñas y me dijeron: '-Señ'ita, ¿quieres enseñarnos el catecismo? -¿Cómo no, hijitas? ¿Cómo os llamáis?' La menor, que era la más graciosa, se apresuró a contestar: 'Yo me llamo Margarita, Señ'ita, pero me llaman Gothon; usted llámeme como quiera, me da lo mismo. -Pues bien, chiquilla, te llamaré margarita.. ¿Y tú cómo te llamas?', le dije a la mayor, que era feúcha pero parecía buena y cariñosa.

'-Yo, Señ'ita, a mí me llaman Madeluche'. Margarita volvió a tomar enseguida la palabra: '¿Sabe, Señ'ita? Vengo de casa del maestro, pero no consigo aprender nada, y me gano buenos coscorrones, pero eso no me hace mejore y no hago absolutamente nada. 
Es verdad, Señ'ita, que soy más holgazana que una rata; pero creo que con usted sí que voy a aprender, porque no soy tonta y tengo muchas ganas de hacer la primera comunión'

«Animé a mis dos nuevas alumnas y pronto comprobé que era muy inteligentes; pero todo lo que Madeluche tenía de cariñosa y de dócil, lo tenía Margarita de vivaz y de ardiente. 
Durante la catequesis, yo iba a esconderme detrás de una columna de la iglesia, y cuando volvía, preguntaba a las niñas: 'Vamos a ver, Margarita, dime lo que dijo esta mañana el Señor Cura'. Margarita se levantaba, cogía un ángulo del delantal y lo enrollaba entre los dedos: '-E..., sí lo sé, Señ'ita. El Señor Cura ha dicho, e..., ha dicho..., sí, lo sé..., lo tengo casi en la punta de la lengua... Ha dicho..., ha dicho...' 
Y la pobre criatura se quedaba ahí. Entonces yo decía a Madeluche: '-Vamos a ver, ¿podrás decirnos tú algo? -Creo que sí, Señ'ita', y tímidamente ante el asombro de sus compañeras, iba repitiendo todo lo que había dicho el Señor Cura...

«Un día, al volver de un sermón, pude ver a Margarita en todos estos estados de ánimo: '¡Sabe, señ'ita, que Señor Cura ha dicho que todas las que vayan a la asamblea que va a haber, y (ella misma?) no haré la primera comunión este año? Estoy muy enfadada, pues me había hecho tantas ilusiones... -¿Y tú?, le dije a Madeluche, ¿sientes tú no ir a la asamblea? -No, Señ'ita, a mí da igual. -Sí, replicó Margarita, yo te conozco bien, ¿qué crees?, hazte la santa todo lo que quieras, yo te digo que estoy enfadada por no poder ir a la asamblea'. Otra vez, margarita me dijo: 'Si supiera, Señ'ita, qué preciosa voy a estar el día de mi primera comunión... Mi mamá me ha comprado un hermoso vestido blanco y una hermosa cofia, todo muy bonito'. Pregunté a Madeluche cómo iría vestida ella: 'No lo sé, Señ'ita, no me preocupo lo más mínimo, mi mamá me pondrá como ella quiera'.

Sin embargo, y a pesar de este sorprendente contraste, Margarita hacía progresos reales. Se acercaba el gran día, pero, ¡ay!, la pobrecita cayó enferma. Yo me apresuré a ir a verla, y en cuanto su madre me vio a lo lejos, corrió a mi encuentro... '¡Ay!, Señ'ita, ¿cómo se lo voy a agradecer? Mi hija está irreconocible: ella, que antes no quería hacer nada, ahora busca la ocasión de ser servicial; ya no es la misma; yo no sé como lo ha hecho usted'.

«Afortunadamente, mi enfermita se puso pronto buena, y el día de su primera comunión llamó la atención de todo el mundo por su piedad y su elegancia. No ocurrió lo mismo con mi pobrecita Madeluche: '¿La has visto?, decían. Está fea y tiene un aire tonto con su boca abierta...' ¡Ay!, me decía yo por dentro al oír hablar así, si su rostro no es bonito, su alma es muy hermosa y agradable a Dios.

Más tarde, estando ya en el Carmelo, vinieron a decirme que Margarita me esperaba en el locutorio. Seguía siendo buena y atenta y se hacía querer por todos los que la rodeaban. 'Se acuerda de Madeluche, ¿no?, me dijo. Pues sigue igual que cuando usted la conoció. Se ha casado, tiene hijos y es un ejemplo para todo el pueblo'. Si hubiese querido, Margarita habría venido a verme muchas veces más; pero no hice nada por comprometerla a ello, prefiriendo ir lo menos posible al locutorio.

«Otra vez, dos niños vinieron juntos a verme. '-Señ'ita, ¿quiere enseñarnos a leer? -Sí, chiquitos, ¿cuántos años tenéis? -Yo, dijo el mayor, tengo seis años y me llamo Pedro; mi hermano tiene cinco y se llama Juan'. Me puse a explicarles la religión y, entre otras cosas, les recomendé que no dijeran nunca blasfemias, diciéndoles que eso era muy feo y que desagradaba mucho a Dios. 
Al día siguiente, Pedro entró en mi casa muy enfadado con su hermanito: '¿Sabe, Señ'ita?, usted nos dijo que no dijéramos blasfemias, y Juan acaba de decir una. -¿Cómo has hecho algo tan feo, Juanito? -Señ'ita, ¿no tenía motivos para hacerlo? ¡Pedro cogió polvo del camino y me lo echó en la boca...! -Pedro, tu qué eres el mayor, has hecho mal en echarlo polvo a tu hermano en la boca; pero tú, Juan, no tenías que haber dicho una blasfemia'».

«El día que se había fijado para mi entrada en el Carmelo, yo tenía que estar libre a las 6 de la tarde. Como había arreglado todos mis asuntos, mi confesor me dijo que, si quería, podía esperar al día siguiente. Pero yo le respondí: 'Padre, ya que esta tarde quedo libre a las 6, entraré a las 6'. Dígame, hija mía, si no fue una buena inspiración: al día siguiente de mi entrada, recibí una carta de la residencia en la que mi hermano pequeño estaba de interno. Me decía que mi hermano estaba enfermo y que, con mis cuidados y el aire del campo, no tardaría en restablecerse. 
Así que, si no hubiese entrado la víspera del día en que quedé libre, quizás habría perdido la vocación: los obstáculos que se sucedieron uno a otro me habrían hecho aplazar la fecha y tal vez habrían terminado por impedirme entrar en el Carmelo.

«En el Carmelo estaba una de mis amigas, a la que yo había conocido en el mundo (ella era entonces novicia de velo blanco). Antes de mi entrada, hablaban un día en la recreación de mí y de otra postulante que iba a entrar próximamente, pero que encontraba obstáculos a su vocación. Mi amiga dijo simplemente: '¡Bueno, con tal que entre la señorita Bertrand...! La otra no me preocupa, puede quedarse muy bien donde está! Enseguida varias religiosas comentaron entre ellas: '¡Vaya!, ya va a comenzar una amistad particular».

«Yo no sabía nada de todo esto. Por eso, cuál no sería mi sorpresa, después de mi entrada, al ver cómo había cambiado mi amiga respecto a mí. Me acompañaba a todos los lugares adonde tenía que ir, pero se mostraba reservada, e incluso fría. Yo no le pregunté qué era lo que había motivado ese cambio, pero más tarde, una vez admitida a pronunciar los sagrados votos, me contó durante la licencia el motivo de su conducta, y admiré su prudencia y su virtud. 

«El día de mi profesión, por la mañana, me encontraba tan turbada, que pedí permiso para ir a hablar con mi confesor, y sólo por orden suya pronuncié los sagrados votos.

«En el monasterio había varias hermanas que usaban vejigatorios. Poco tiempo después de mi entrada, apareció una más, que no quería decirlo. Un día, durante el lavado, dijo irreflexivamente: 'Seguro que sor Genoveva tiene un vejigatorio; no quiere decirlo, por miedo a que no se la reciba'. 
Mi maestra, que estaba presente, al oírlo, pensó que era verdad y que se lo había ocultado, y desde entonces se mostraba muy severa conmigo. 
Yo, que no sospechaba nada, seguía conduciéndome con ella normalmente, sin poder explicarme su severidad, que me resultaba incomprensible. Un día, fui a su celda para pedirle permiso para lavarme los pies. '-¿No tiene nada más que pedirme?, me dijo severamente. -No, hermana, creo que no tengo nada más. -¡Cómo, hipocritilla, embustera!, ¿no tienes nada más que eso? ¿Y el vejigatorio que tienes en el brazo y que nos estás ocultando...?' Mi sorpresa fue supina. 
Le aseguré que yo no tenía ningún vejigatorio, pero no conseguí tranquilizarla, y tuve que acabar enseñándole los brazos para demostrarle que no la estaba engañando.

«Poco tiempo antes de mi toma de hábito, la buena de la hermana ropera me llamó y me dijo: 'Hermana Genoveva, la voy a tratar como a privilegiada: mire qué capa le voy a dar'. Y sacó del armario la capa en cuestión. Era una capa que había pertenecido a una monja que había muerto muy anciana. Como esta hermana había estado sentada continuamente en un sillón durante los últimos años de su vida, nadie se había dado cuenta de que su capa era extraordinariamente corta (yo creo que había encogido a fuerza de lavados) y que estaba totalmente amarilla.

«Al verla, se me encogió el corazón..., ¡yo que me había hecho tantas ilusiones con tener una hermosa capa blanca...! Me entraron muchas ganas de llorar; sin embargo, le di las gracias a la ropera, sin decirle nada de mi pena. Varios días después, una novicia que acababa de tomar el hábito, al enterarse de que yo no tendría una capa nueva, se echó a llorar, diciendo: '¡Y yo, que tanto había deseado tener una capa vieja! ¡Qué suerte la de sor Genoveva!' ¡Ay, me dije a mí misma, qué imperfecta tengo que ser! Mi compañera llora por que no tiene una capa vieja, ¡y yo llorando porque la tengo!

(La madre priora no permitió que la madre Genoveva llevase aquella capa, que, aunque era pequeña de estatura, no le llegaba ni a las rodillas.)

«Yo tenía el oficio de ropera, junto con una religiosa joven, y teníamos como primera de oficio a una buena viejecita. Un día, teníamos una cesta llena de túnicas para arreglar con urgencia. Mi compañera y yo nos dimos tan buena mano, que a la noche toda la cesta estaba vacía. Nos hacíamos grandes ilusiones por la sorpresa que le íbamos a dar a nuestra primera de oficio. Pero cuando llegó la buena anciana, puso manos a la obra como de costumbre, sin decirnos una sola palabra. Las dos nos miramos consternadas, pero mi joven compañera no tardó en tomar la palabra: '-Hermana, ¿no está contenta? Fíjese lo bien que hemos trabajado... -Perdón, hermanitas, no sabía que hubierais hecho por mí toda esa labor; yo creía que habíais trabajado por Dios, y por eso no os di las gracias; pero ahora que lo sé, os estoy muy agradecida... Gracias..., gracias, queridas hermanitas'. Puedes imaginarte, hijita, la impresión que nos produjeron esas palabras; tanta, que también nosotras tuvimos la tentación de volver a empezar.

«En Poitiers era costumbre que la última profesa fuese la tercera enfermera; así que, enseguida de profesar, me pusieron en esta oficio. Pero era tan torpe, que no podía tocar nada sin dejarlo caer. Un día, me pusieron en las manos un plato de ciruelas, recomendándome que lo llevara con cuidado; pero apenas hube dado tres pasos, ¡cataplún!, el plato a tierra y las ciruelas por el suelo. La madre priora, los días que yo rompía algo, como castigo, no me dejaba comulgar. Una mañana, antes de Misa, rompí un objeto. Estuve muy tentada de no decirlo hasta después de la Misa, pero pensé que no debía hacer eso, pues sabía que nuestra Madre me quitaría la comunión si se enteraba. Así que fui a decírselo: '-Madre, acabo de romper tal cosa. -Quítese la capa, hermana Genoveva'. 

«En la enfermería había una hermana de velo blanco, la hermana Radegonda, que era una verdadera santa. El olor que despedía a su alrededor era tan repelente, que, la víspera de su muerte, el médico que la atendía sólo se quedó muy poco tiempo, y, al salir del monasterio, fue a pedir a las tornera algo de beber, pues le fallaba el corazón. 'Estas mujeres, dijo, tienen que ser muy santas para soportar semejante olor, ¡no se puede soportar!' Pues bien, hijita, el día de su muerte desapareció todo el mal olor. 
Fue un verdadero milagro, pues no esperábamos poder velarla, como nos había dicho el médico. En vez de eso, alrededor de su lecho se respiraba un auténtico perfume. Era verano y hacía mucho calor. ¡Con qué alegría y devoción me entregué a prepararle coronas de rosas y a cambiarlas enseguida cuando se marchitaban...!

«Había en la enfermería una enferma que, para cerrar las mangas de la túnica, tenía un gran número de cordoncitos (creo que eran veinticuatro). Un día, me pidió que le cambiase los cordones, que estaban ya muy gastados. Me fui enseguida a buscar a la primera enfermera para pedirle cordones; ella me indicó dónde estaban, e hice ese trabajo, que fue un poco largo. Cuando terminé, fui a llevarle mi trabajo a la enferma, que se puso muy contenta. Pero no tardó en venir a buscarme la enfermera: 'Pero, sor Genoveva, ¿qué has hecho? Has puesto cordones nuevos a la túnica. Tenías que haber dado la vuelta a los que tenía. -Gracias, hermana por decírmelo; ya voy a descoser los que he cosido y a poner los viejos'. 
Y volví a toda prisa al lado de la enferma, rogándole que me devolviese la túnica. Pobrecita, me dijo, cuánto trabajo te doy. -No se preocupe, hermana, pronto se la vuelvo a traer'. Y volví a comenzar mi trabajo, pues tenía mucho miedo a cometer una falta contra la santa pobreza». 

Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux