30 de septiembre
El día de su muerte por la tarde, estando solas con ella la madre Inés de Jesús y yo, nuestra querida santita, temblorosa y deshecha, nos llamó en su ayuda... Le dolían terriblemente todos los músculos, y apoyando uno de sus brazos en el hombro de la madre Inés de Jesús y el otro en el mío, se estuvo así, con los brazos en cruz. En aquel preciso momento dieron las tres y nos vino a la mente el pensamiento de la Jesús en la cruz: ¿no era la pobrecita de nuestra mártir su viva imagen...?
A nuestra pregunta «¿para quién sería su última mirada?», nos había respondido unos días antes de morir: «Si Dios me deja elegir, será para nuestra Madre» (la madre María de Gonzaga).
Pues bien, durante su agonía, tan sólo unos minutos ante de expirar, y pasé por sus labios encendidos un pedacito de hielo, y en ese momento alzó los ojos hacia mí y me miró con una insistencia profética.
Su mirada estaba llena de cariño; tenía a la vez una expresión sobrehumana, hecha de aliento y de promesas, como si quisiese decirme:
«¡Bueno, bueno, Celina! ¡Yo estaré contigo...!».
¿Le reveló Dios en ese momento la larga y laboriosa carrera que, por su causa, tendría yo que recorrer aquí en la tierra, y quiso consolarme así de mi destierro? Pues el recuerdo de esa última mirada, que todas tanto deseábamos y que fue para mí, ese recuerdo me sigue sosteniendo y constituye para mí una fuerza indecible.)
La comunidad allí presente estaba como en suspenso ante aquel espectáculo grandioso. Pero de repente nuestra santita bajó los ojos buscando a nuestra Madre, que estaba arrodillada a su lado, mientras su mirada velada recobraba la expresión de sufrimiento que tenía antes.
Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, recuerdos de Celina.
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