Estas páginas, inéditas, fueron escritas en base a recuerdos de la niñez que la madre Genoveva de santa Teresa confió a la joven carmelita.
Ya sabemos la amistad que las unía (cf Ms A 78rº/vº). La fundadora del Carmelo de Lisieux estaba considerada como un «santa» (Ms A 69vº).
Es probable que Teresa haya escrito estos recuerdos a petición de sor Inés de Jesús, con miras a la circular necrológica de la antigua priora; pero no parece que hayan sido utilizados.
Antes de entrar en el Carmelo de Poitiers, la madre Genoveva se llamaba Clara Bertrand. Murió el 5 de diciembre de 1891, y Teresa soñó que le legaba su corazón (Ms A 79rº).
Confidencias de la madre Genoveva. Relato (después del 8 de septiembre de 1890)
J.M.J.T.
«Pues bien, hija mía, voy a confiarte un pequeño secreto. Un día, estando yo en mi celdita, había hecho una novena a nuestro bienaventurado Padre san Juan de la Cruz.
Y oí una voz que, entre grandes consuelos, me dijo estas palabras: 'Ser la esposa de todo un Dios', y la voz se detuvo como para hacerme saborear mejor la dulzura de esas palabras... Y luego la voz prosiguió: '¡Qué título...!', y la voz se detuvo de nuevo, y continuó: '¡Qué privilegio!' Yo no sé, hijita, dónde estaba, pero ciertamente saboreé las alegría del éxtasis, y cuando todo hubo pasado me encontré toda bañada en lágrimas, pero eran lágrimas muy dulces...
«De esto hace ya mucho tiempo; yo tenía entonces tu edad, diecisiete o dieciocho años. Pero me quedó tan fuertemente grabado este recuerdo, que cuando en las tomas de velo oía cantar el Amo Christum, creía, hijita, que el corazón se me iba a salir del pecho... ¡Comprendía la gracia de nuestra vocación...!
TOMA DE VELO EN UN CONVENTO CARMELITA |
«Cuando yo era pequeña -tenía entonces unos tres años-, el Sr. de Beauregard venía a menudo a la comunidad donde yo estaba con tres o cuatro niñas de mi edad, pero siempre se dirigía a mí: 'Bertrand, pecadorzuela, sube a mi habitación...' Y más tarde, en el momento de partir, me dijo que le parecía que desde ese mismo momento Dios había posado su mano sobre mi cabeza... Y no se equivocó... Reza por mí cuando me encuentre ante el que juzgará toda justicia...
«Hijita, tú puedes decir que Dios ha hecho milagros contigo al conducirte como de la mano... ¡Y tu padre que estaba allí, en tu toma de hábito...! Pero si ahora Dios lo prueba con el sufrimiento, es porque le tiene reservado un lugar muy hermoso en el cielo».
Toma de hábito de santa Teresita, su padre le da la bendición |
J.M.J.T.
Siendo todavía muy niña, en esa edad en que los niños aún no pueden sostenerse entre los brazos de sus padres, la madre Genoveva ya se mantenía erguida: a su padre le gustaba sentarla en su mano, y ella, en vez de tener miedo a caerse, aguantaba así sin menearse y miraba altivamente a las personas que había a su alrededor.
Y cuando el Sr.Bertrand la dejaba en el suelo, no dejaba de repetir: «¡Otra vez, otra vez!»
En la casa en que vivía había muchos inquilinos, entre otros la Sra. de Messemay y otras señoras nobles; había también un joven llamado Amable. Los modales encantadores de la niña y su talento precoz hacían que todos en la casa la buscasen.
Amable había pegado detrás de un puerta un gran alfabeto para enseñar a leer a la pequeña Clara, a la que gustaba mucho este ejercicio; pero en cuanto el bueno de Amable, al terminar la lección, la posaba en el suelo, la niña se escapaba corriendo. Le preguntaban por qué, y ella respondía: «Yo no quiero a Amable, porque me hace muecas». En efecto, Amable, para hacerla reír, se divertía haciéndole muecas que no le gustaban lo más mínimo a la niña.
Sin embargo, gracias a ese alfabeto, a los dieciocho meses sabía todas las letras, y poco después, cuando un señor le preguntó si sabía leer, respondió: «Sí, señor, sé leer muy bien; sólo el latín no sé leerlo todavía de corrido « (No estoy segura si era el latín o escribir cartas.)
«Había en la casa un señor que sabía varias lenguas. Imagínate lo bonito e interesante que me parecía eso. Así que iba a menudo a su encuentro y le decía: 'Señor, ¿tendría la bondad de decirme en inglés cómo tengo que pedir la merienda a mamá?' Y en cuanto me lo decía, bajaba las escaleras de cuatro en cuatro y me iba adonde mi mamá para chapurrearle lo que había aprendido. '¿Pero qué es lo que me estás diciendo?, me decía ella extrañada. ¿Quieres dejarme en paz?' 'Mamá, te estoy pidiendo la merienda en inglés...'
Luego volvía a subir corriendo la escalera. 'Señor, ¿querría decirme lo mismo en español?' Y volvía a bajar más rápidamente, recitando mi lección, y cuando llegaba junto a mi mamá se la decía toda orgullosa; y como no me entendía, me apresuraba a decirle: 'Pero, mamá, te estoy hablando en español'. Y hacía lo mismo con otras lenguas, pidiendo a aquel señor que me dijese tal o cual cosa en la lengua en que lo quería saber.
«Un día que mi mamá estaba enferma, vino a visitarla el Sr. de Beauregard.
Yo estaba sola abajo para recibirle. 'Pequeña, me dijo, ¿puedo ver a tu madre?' Yo, muy orgullosa de recibirlo, le respondí que sí y que yo lo acompañaría si tenía la amabilidad de subir. Pero, hijita, yo no sabía que mi madre estuviese tan enferma, pues el médico había prescrito que le pusiesen sanguijuelas, y precisamente se las estaban poniendo mientras yo subía la escalera de cháchara con el Sr. B. Cuando llegué a la puerta, la abrí toda decidida; entonces mi padre se volvió para ver quien había allí. ¡Cuál no sería su sorpresa al ver al Sr. de B.!
Yo, por mi parte, me quedé muy asustada al ver a mi madre acostada con todo aquel collar de sanguijuelas que le ponían alrededor del cuello.
Yo, por mi parte, me quedé muy asustada al ver a mi madre acostada con todo aquel collar de sanguijuelas que le ponían alrededor del cuello.
El Sr. de B. dijo a mi madre: 'Señora Bertrand, ya veo que hoy no está para visitas, volveré otro día'. Entonces mi padre se deshizo en excusas, pidiendo perdón por su hija. (Esta tendría en aquellas fechas a lo sumo unos tres años).
Luego acompañé al Señor Cura a la puerta, pero ahora toda avergonzada y sin saber qué decirle. Entonces lo sentí mucho, pero ahora, cuando pienso en esta escena, no puedo por menos de reírme, pues la verdad es que fue cómico.
Estando un día en casa de su maestra, quiso mirar por una ventana alta. Como era muy pequeña para llegar, se izó como pudo subiéndose a algo. Pero no sabía que la gata de la maestra estaba en la parte de afuera de la ventana, durmiendo sobre una almohada. Así que, al subirse, la tiró y la gata cayó allá lejos con su cama.
No se hizo ningún daño, pero algunas compañeras malintencionadas, felices de tener algo que contar a la maestra, corrieron a buscar la gata y le dijeron a la maestra que Clarita le había roto una pata tirándola adrede por la ventana.
Entonces la maestra le impuso a la pobre niña el castigo más severo que se estilaba en el internado y que consistía en cubrirse la cabeza con un sombrero penitencial.
La actuación de las compañeras de la madre Genoveva fue tanto más ruin cuanto que, al ser mucho mayores que ella, estaban seguras de que la castigarían más fácilmente.
La madre Genoveva soportó este castigo con una paciencia de ángel; no dijo nada para excusarse; únicamente, me dijo, «tenía mi corazoncito muy apenado, pero no dije nada en absoluto».
La víspera del nacimiento de su hermano pequeño, la madre Genoveva, que entonces tenía nueve años, estaba con su hermano Julio en una habitación que se hallaba en un edificio separado de aquel en el que estaba la habitación de sus padres.
La madre Genoveva, que iba a ser la madrina, no paraba de hablar con su hermano de sus proyectos de futuro para su ahijada, pues estaba segura de que sería una hermanita.»Julio, la llamaré Joée...» Y añadía a este nombre muchos otros que eran sus preferidos.
Pero en mitad de la noche, impaciente por ver si tenía ya una hermanita, se levantó, se puso tan sólo su faldita y se puso en camino hacia la habitación de su madre.
Iba muy despacito caminando de puntillas, pero al llegar al final de su viaje tuvo una gran decepción, pues su padre, al oír un ligero ruido, salió de su habitación y, al ver a su hijita a esas horas de la noche viajando tan ligeramente vestida por la enorme casa, y con riesgo de coger una enfermedad, la riñó por ser curiosa y le dijo que, como penitencia, no sabría hasta el día siguiente si Dios le había regalado o no una hermanita.
«Al día siguiente por la mañana, dice la madre Genoveva, mientras yo desayunaba con mi hermano, vi entrar a mi padre que, poniéndose junto a Julio, se quitó majestuosamente el sombrero y le dijo saludándolo: «Julio, te anuncio que tienes un hermanito». Puedes imaginarte mi decepción... Julio estaba radiante y me decía con ironía: «Lo llamaré Joé, lo llamaré así, lo llamaré asá...». Y decía todos los preciosos nombres que la madrinita había decidido poner a su ahijada.
Sin embargo, el día del bautizo estuvo contenta, pues tuvo un compañero, que se llamaba Armando, que le regaló un hermoso par de guantes y unas deliciosas almendras garrapiñadas.
«Cuando llegamos a la iglesia, el sacerdote que celebraba el bautismo, tras las ceremonias de costumbre, preguntó: '-¿Qué nombre queréis dar la niño? -Armando, me apresuré yo a responder. -No existe ningún san Armando, respondió el sacerdote, escoged otro nombre. -Se llamará Augusto, dijo mi padre. -¿Por qué, me dijo por lo bajo mi compañerito, por qué no dijiste Bonifacio? Yo me llamo también así. -Bueno, no podía adivinar que te llamases Bonifacio, tenías que habérmelo dicho antes'.
Ya había sufrido muchas decepciones, pero todavía no había llegado al final: cuando llegamos a la sacristía, no dijeron que firmásemos. Armando firmó, pero cuando me llegó el turno a mí, como no sabía hacerlo, dije sin desconcertarme lo más mínimo: 'Armando, firma por mí'. Pero el sacerdote se dio cuenta y me dijo: '¿Cómo? ¡Una madrina que no sabe firmar...?' Imagínate mi confusión...
«Perdí de vista a mi compañero, pero dos años después me mandaron a hacer un recado a casa de sus padres; nos saludamos muy educadamente, con respeto, pero cuando terminé la visita, estando ya en la puerta del jardín, su madre, que era de una cortesía exagerada, lo riñó muy fuerte diciéndole: '¡Maleducado!, ¿cómo dejas, cómo permites que esta señorita vuelva sola, sin acompañarla hasta la puerta?' Armando corrió enseguida detrás de mí lagrimeando: 'Perdón, señorita, discúlpeme. -Pero, Señor, no hay de qué, usted no me ha ofendido'»
Tras muchas ceremonias, reverencias y cortesías, la ilustre señorita de once años se separó, riéndose con todas las ganas, de su antiguo compañero convertido ahora en un señor tan cortés y bien educado.
Detrás de la casa había un espacio cubierto donde se podía caminar. El techo daba a la casa de un vecino que tenía unas magníficas acacias cuando estaban en flor. La madre Genoveva, con su primita y sus hermanos se divertían mucho pasando a través de una buhardilla para ir a cortar hermosos ramos de flores y luego hacer una solemne procesión por el tejado.
Pero la cosa no le gustaba al Sr. Bertrand, que decía que los niños le rompían las pizarras; y así, en cuanto oían el menor ruido, se apresuraban a volver a entrar a toda prisa por la ventana.
El Sr. Bertrand tenía un certificado que lo autorizaba a llevar una condecoración. La madre Genoveva pensó que también ella debería llevar una; así que compró una, de plomo y se la llevó a la Sra. de Messemay, que la quería mucho; este señora le puso una preciosa cinta blanca para que la sujetase a su vestidito.
Un señor, al verla así, le dijo: «Pero, criatura, ¿tienes autorización para llevar esa condecoración? No puede llevarse sin permiso». Se lo decía en bromas, pero la madre Genoveva contestó con cómica gravedad: «Señor, papá la tiene».
Al lado de la casa había un muchachito que vendía flores de lis pintadas en pedazos de tela. La madre Genoveva le compró uno y después de recortar la flor, lo pegó en un banderín blanco y se lo regaló a su hermanito; a los demás niños les parecía tan bonito, que querían comprárselo, pero ella no se lo quiso vender.
Un día en que el pequeño Augusto estaba sentado en un mueble de una sala de la planta baja, y se había quedado la puerta abierta, pasaron unos locos, y, al ver a aquel niño que tenía en la mano su banderita blanca, le dieron con la hoja de su sable en las piernecitas, con peligro de rompérselas, y todo por odio a la flor de lis.
El Sr. Bertrand cogió a su hijo, que por suerte no tenía más que algunas magulladuras, y se fue al ayuntamiento a enseñar las piernas del niño y pedir justicia.
Habiéndose ido la señora de Messemay para otra ciudad, la madre Genoveva y su prima se imaginaron que en el gran armario donde antes guardaba sus hermosos vestidos igual podían encontrar alguna cosa, dejada allí, para sus muñecas.
Como la madre Genoveva era la más pequeña, se encargó de hacer la exploración; así que subió de estante en estante, pero no encontró ni perlas, ni cintas, ni el menor trocito de seda o de bordado. Totalmente decepcionada, bajó del gran armario. Sin duda sin darse cuenta, dio un empujón al mueble; el caso es que en cuanto la niña puso pie en tierra, apenas hubo dado un paso hacia un lado cuando el gigantesco armario cayó y se rompió con gran estrépito.
La señora de Bertrand llegó toda asustada, pensando encontrar aplastada a una de las niñas, pero su hija no tenía nada, ni siquiera un solo rasguño.
La madre Genoveva no podía por menos de decir que, sin una ayuda de tipo extraordinario, el armario tenía que haber caído sobre ella y matarla.
La madre Genoveva tenía un cuervo que se llamaba Santiagón. Lo dejaba en libertad, y cuando quería hacerlo volver, se ponía a la ventana y lo llamaba: «Santiagón, Santiagón», y el pájaro se apresuraba a volver de inmediato.
«Me gustan mucho los cuervos, me dijo la madre Genoveva. En la vida de los santos se habla de ellos muchas veces: uno de ellos era el encargado de alimentar a san Pablo, el primer ermitaño, y Dios se sirvió a menudo de estos pájaros para hacer prodigios.
Yo quería mucho a mi Santiagón; a mi madre no le gustaba lo mismo, y, cuando el cuervo venía a su habitación, ella se apresuraba a ahuyentarlo; pero mi amigo veía venir el golpe: con gran elegancia, volaba sobre la cama o sobre la mesa donde mi madre había dejado la labor de punto y le tiraba todas las agujas, y luego se marchaba graznando con aire burlón sin haber recibido un solo golpe.
«Vivíamos por aquel entonces en una casa alejada de la ciudad; por eso, para hacer venir al cristalero, esperábamos a que hubiese varios cristales rotos, y, en su lugar, pegábamos papel.
Una mañana, encontramos en el comedor, en el que todavía no se había levantado la mesa, todos los vasos volcados. Nuestra sorpresa fue grande, pero no duró mucho, pues no tardamos en comprender que había sido obra de nuestro Santiagón.
En efecto, por la noche habíamos oído ruido: era mí pájaro que había perforado valientemente los cristales de papel para entrar en la sala y luego había estado volando ágilmente por encima de la mesa; con su patita, había volcado suavemente un vaso, de manera que el vino que quedaba le cayó en el pico, que él había tenido cuidado de poner debajo de la mesa; la misma ceremonia había tenido lugar con todos los demás vasos, de los que ni uno solo se rompió.
En efecto, por la noche habíamos oído ruido: era mí pájaro que había perforado valientemente los cristales de papel para entrar en la sala y luego había estado volando ágilmente por encima de la mesa; con su patita, había volcado suavemente un vaso, de manera que el vino que quedaba le cayó en el pico, que él había tenido cuidado de poner debajo de la mesa; la misma ceremonia había tenido lugar con todos los demás vasos, de los que ni uno solo se rompió.
Pero si a Santiagón le gustaba el vino, no le gustaba menos la carne. Un día, dos religiosas estaban a punto de sentarse a la mesa en una de las habitaciones de la planta baja; pero mi Santiagón lo divisó y, saltándole encima, se lo llevó, mientras las pobres religiosas se quedaban boquiabiertas. En esta ocasión, por más que lo llamé, no me respondió hasta que no hubo dejado nada de su asado, que comió cómodamente instalado sobre un tejado vecino.
«Era también muy piadoso e iba a la iglesia en compañía de las religiosas, se ponía en su reclinatorio y danzaba haciendo exactamente los mismos movimientos que ellas, (cantando): «cua-cua-cua, cua-cua» en el mismo tono en el que las hermanas decían sus rezos. Santiagón tuvo un final digno de él, pues murió en la pila de agua bendita de la iglesia.
El Sr de B(eauregard), además de reprocharle sus rizos, también la reprochó por llevar collares.
«Yo llevaba por entonces unos collarcitos, como era la moda. Eran, con todo, muy sencillos, pero, no sé por qué, al Sr. de B. no le gustaron y me dijo que no los volviera a llevar.
Esta vez tuve que hacer un sacrificio, (pues), cuando se lo dije a mi madre, ésta me respondió: «Hija, tienes que obedecer a tu confesor».
Desde entonces no usé más los collarcitos, que, sin embargo, eran muy monos. Tenía también un chal rojo que le desagradaba mucho; sin embargo, yo no sentía vanidad al llevarlo, pues no era más que un chal indio que yo había dado a la hija de un granjero para que me lo terminara.
Desde entonces no usé más los collarcitos, que, sin embargo, eran muy monos. Tenía también un chal rojo que le desagradaba mucho; sin embargo, yo no sentía vanidad al llevarlo, pues no era más que un chal indio que yo había dado a la hija de un granjero para que me lo terminara.
En la iglesia, mi madre y yo nos colocábamos cerca del banco de los sacerdotes frente al púlpito. Había también frente a nosotras dos personas de mala catadura, a las que yo no les prestaba la más mínima atención. No ocurría lo mismo con ellas, pues, sin que yo me diera cuenta, se pasaban todo el tiempo de la misa observándome y tratando de hacerme reír haciendo muecas.
«En el banco de los sacerdotes había un joven clérigo que se llamaba Sr. Duchesne. Yo no lo conocía más que de vista y nunca había hablado con él. Un día, lo encontré en la calle donde vivían las dos personas de que te he hablado; yo estaba en una acera y él en la otra. Lo saludé, como tenía por costumbre hacer con todos los sacerdotes, y seguí mi camino; pero apenas había dado unos pasos, cuando unas personas conocidas salieron de su casa pidiéndome que entrase. 'Señorita Bertrand, me dijeron, ¿no sabe lo que se dice de usted? Pues mire enfrente'. Yo miré, y vi en la casa que me indicaban a mis dos vecinos de la iglesia que se reían, que hablaban fuerte y que hacían grandes demostraciones de alegría.
Yo no entendía nada de todo aquello, pero las personas que me invitaron a en entrar en su casa me lo explicaron: 'Señorita, nos sentimos en la obligación de informarla de la calumnia que le han levantado: esas persona que está viendo reírse la llaman a usted por todas partes señorita Duchesne, dicen que en misa usted le dirige sonrisitas al joven sacerdote que está delante de usted, y van a la iglesia sólo para espiarla'.
Yo contuve la emoción y les agradecí la advertencia; pero, cuando llegué a casa, me arrojé, deshecha en lágrimas, en brazos de mi madre. Cuando supo el motivo de mis lágrimas, se quedó tan atónita como yo ante esa negra calumnia que nada podía justificar, ya que las personas que la habían inventado nunca habían tenido relación alguna con nosotros.
Inmediatamente salí con mi madre y nos fuimos directamente a su casa; su sorpresa fue grande al vernos entrar. 'Señoras, les dijo mi madre, he venido a preguntarles qué daño les ha hecho mi hija para que se hayan atrevido a atacar de esa manera su reputación...'
Nuestras interlocutoras se quedaron sin decir palabra, y yo proseguí:
'Ustedes, señoras, dicen que yo le dirijo sonrisitas a un joven sacerdote que se encuentra frente a mí en la iglesia; para lograrlo, ustedes no saben ya qué muecas inventar; yo no recuerdo haber sonreído nunca, pero sepan que si me ha sucedido alguna vez, sólo han sido sonrisas de compasión'. Después de esta visita, no he vuelto a oír hablar de esas personas, ni siquiera las he vuelto a ver.
«A mi hermano pequeño le gustaban mucho las alcachofas crudas, pero yo no se las daba todavía, por miedo a que le hiciesen daño. Un día, escondió una en el bolso y fue a regalarse él solo lejos de la casa.
Cuando volvió, le noté, por sus dientecitos negros, que había comido del fruto prohibido: 'Augusto, ¡has vuelto a comer alcachofas!' Su sorpresa fue grande. 'Pero, querida Clarita, quién ha podido decírtelo? ¡Es increíble...! ¡Me había escondido tan bien...! ¿Es que lo sabes todo...?'
Otra vez, al volver del internado, me dijo: ¡Si tú supieras, querida Clarita, cómo nos gustan las fiestas del Santísimo Sacramento! Imagínate que todo a lo largo de los caminos del jardín hay unas estupendas plantas de fresas. Cuando suena la campanilla, inmediatamente nos prosternamos todos con tal diligencia, que nuestro superior se queda encantado; pero tú, querida Clarita, ya estás pensado, ¡y piensas bien!, que no perdemos el tiempo: nos comemos todas las fresas que nos caen al alcance de los dientes'.
«Me gustaba mucho oír cantar a las carmelitas.
A menudo asistía allí el domingo a vísperas con mi hermanito. El era prudente y se mantenía muy recogido, aunque con frecuencia el oficio le parecía un poco largo. Y cuando el coro hacía una pausa -por ejemplo, para decir el Pater noster-, enseguida Augusto me tiraba del vestido diciéndome por lo bajo: 'Se acabó, vámonos ya, Clarita'. Pero pronto el canto volvía a comenzar, y mi pobre hermanito se veía obligado a volver a la oración, esperando una nueva pausa que le permitiese renovar su deseo de salir. Sin embargo, yo no abandonaba la capilla hasta que las vísperas habían terminado por completo.
«Tras la muerte de mi madre, yo iba con frecuencia a visitar a mi prima Teresa; sentía que su piedad y su experiencia podían serme muy provechosas. Pero a mi hermanito sus conversaciones le parecían demasiado serias: se movía, daba vueltas a mi alrededor, me tiraba del vestido y luego, acercándose, me decía muy bajito: 'Ven enseguida, Clarita, que no estoy a gusto más que contigo' .
Entonces mi prima me decía: '-¿Pero qué le pasa a tu hermanito? ¡Está muy inquieto! ¿Quiere algo? -No, no, prima, no es nada, va a estarse muy tranquilo'. Y luego hacía una señal a Augusto, que, al ver que no tenía nada que esperar, me esperaba pacientemente. ¡Pero qué alegría la suya cuando salíamos! 'Venga, Clarita, cuéntame un cuento, me gusta tanto escucharte...'
«No tengo que elegirlo para confesor, pues mi prima Teresa diría: 'Fíjate, todos esos sacerdotes jóvenes no valen más que para entusiasmar a las chicas y enviarlas a un convento'.
Mi prima tenía de confesor a un viejo canónigo de la catedral; sin embargo, fui a verla y le dije: -'Querida prima, quiero pedirte un favor: que me escojas un confesor.
No, no, elige el que tú quieras, ya eres lo bastante mayor, y además libre. -Querida prima, tomaré el que tú me indiques...' Estaba segura de que mi prima me orientaría hacia algún viejo canónigo de la catedral. Sin embargo, como no hacía nada sin antes aconsejarse, oyó hablar del capellán de las carmelitas como de un joven santo, y cuál no sería mi sorpresa cuando me anunció que su elección había recaído sobre el Sr. de Roche(monteux)... Yo disimulé mi alegría y simplemente le di las gracias. Ahora, pensé, ya no podrá hacerme ningún reproche cuando sepa lo de mi vocación».
(Creo que a quien fue a pedir consejo la anciana prima fue al Sr. Dulys).
La madre Genoveva fue por primera vez al Carmelo a la edad de diecisiete años.
Yo no sé si fue para hablar de su vocación, pero ciertamente no fue para pedir entrar; creo que fue para agradecerle al Sr. Dulys su ayuda. Vio a varias Madres, creo que fue en el torno y no en el locutorio. Una de ellas le dijo: «-Señorita, ¿cuántos años tiene? Soy ya muy vieja, señora, tengo diecisiete años».
La madre Genoveva debía de tener alrededor de veinte años cuando se decidió su entrada. Las cosas ocurrieron como se cuenta en su Circular. En el locutorio no dejó ver en lo más mínimo su emoción, pero cuando volvió a su habitación derramó un torrente de lágrimas.
«Cuando iba al castañar con mi padre, me gustaba enseñar el catecismo a los niños de la aldea. Comencé con unos pocos, pero pronto corrieron la voz entre ellos: '¡Sabes?, la señorita del castañar enseña el catecismo, ¿vamos también nosotros?' Así que pronto tuve a mi alrededor toda una pequeña muchedumbre. Me acuerdo especialmente que, un día, vinieron a verme dos niñas y me dijeron: '-Señ'ita, ¿quieres enseñarnos el catecismo? -¿Cómo no, hijitas? ¿Cómo os llamáis?' La menor, que era la más graciosa, se apresuró a contestar: 'Yo me llamo Margarita, Señ'ita, pero me llaman Gothon; usted llámeme como quiera, me da lo mismo. -Pues bien, chiquilla, te llamaré margarita.. ¿Y tú cómo te llamas?', le dije a la mayor, que era feúcha pero parecía buena y cariñosa.
'-Yo, Señ'ita, a mí me llaman Madeluche'. Margarita volvió a tomar enseguida la palabra: '¿Sabe, Señ'ita? Vengo de casa del maestro, pero no consigo aprender nada, y me gano buenos coscorrones, pero eso no me hace mejore y no hago absolutamente nada.
Es verdad, Señ'ita, que soy más holgazana que una rata; pero creo que con usted sí que voy a aprender, porque no soy tonta y tengo muchas ganas de hacer la primera comunión'
«Animé a mis dos nuevas alumnas y pronto comprobé que era muy inteligentes; pero todo lo que Madeluche tenía de cariñosa y de dócil, lo tenía Margarita de vivaz y de ardiente.
Durante la catequesis, yo iba a esconderme detrás de una columna de la iglesia, y cuando volvía, preguntaba a las niñas: 'Vamos a ver, Margarita, dime lo que dijo esta mañana el Señor Cura'. Margarita se levantaba, cogía un ángulo del delantal y lo enrollaba entre los dedos: '-E..., sí lo sé, Señ'ita. El Señor Cura ha dicho, e..., ha dicho..., sí, lo sé..., lo tengo casi en la punta de la lengua... Ha dicho..., ha dicho...'
Y la pobre criatura se quedaba ahí. Entonces yo decía a Madeluche: '-Vamos a ver, ¿podrás decirnos tú algo? -Creo que sí, Señ'ita', y tímidamente ante el asombro de sus compañeras, iba repitiendo todo lo que había dicho el Señor Cura...
«Un día, al volver de un sermón, pude ver a Margarita en todos estos estados de ánimo: '¡Sabe, señ'ita, que Señor Cura ha dicho que todas las que vayan a la asamblea que va a haber, y (ella misma?) no haré la primera comunión este año? Estoy muy enfadada, pues me había hecho tantas ilusiones... -¿Y tú?, le dije a Madeluche, ¿sientes tú no ir a la asamblea? -No, Señ'ita, a mí da igual. -Sí, replicó Margarita, yo te conozco bien, ¿qué crees?, hazte la santa todo lo que quieras, yo te digo que estoy enfadada por no poder ir a la asamblea'. Otra vez, margarita me dijo: 'Si supiera, Señ'ita, qué preciosa voy a estar el día de mi primera comunión... Mi mamá me ha comprado un hermoso vestido blanco y una hermosa cofia, todo muy bonito'. Pregunté a Madeluche cómo iría vestida ella: 'No lo sé, Señ'ita, no me preocupo lo más mínimo, mi mamá me pondrá como ella quiera'.
Sin embargo, y a pesar de este sorprendente contraste, Margarita hacía progresos reales. Se acercaba el gran día, pero, ¡ay!, la pobrecita cayó enferma. Yo me apresuré a ir a verla, y en cuanto su madre me vio a lo lejos, corrió a mi encuentro... '¡Ay!, Señ'ita, ¿cómo se lo voy a agradecer? Mi hija está irreconocible: ella, que antes no quería hacer nada, ahora busca la ocasión de ser servicial; ya no es la misma; yo no sé como lo ha hecho usted'.
«Afortunadamente, mi enfermita se puso pronto buena, y el día de su primera comunión llamó la atención de todo el mundo por su piedad y su elegancia. No ocurrió lo mismo con mi pobrecita Madeluche: '¿La has visto?, decían. Está fea y tiene un aire tonto con su boca abierta...' ¡Ay!, me decía yo por dentro al oír hablar así, si su rostro no es bonito, su alma es muy hermosa y agradable a Dios.
Más tarde, estando ya en el Carmelo, vinieron a decirme que Margarita me esperaba en el locutorio. Seguía siendo buena y atenta y se hacía querer por todos los que la rodeaban. 'Se acuerda de Madeluche, ¿no?, me dijo. Pues sigue igual que cuando usted la conoció. Se ha casado, tiene hijos y es un ejemplo para todo el pueblo'. Si hubiese querido, Margarita habría venido a verme muchas veces más; pero no hice nada por comprometerla a ello, prefiriendo ir lo menos posible al locutorio.
«Otra vez, dos niños vinieron juntos a verme. '-Señ'ita, ¿quiere enseñarnos a leer? -Sí, chiquitos, ¿cuántos años tenéis? -Yo, dijo el mayor, tengo seis años y me llamo Pedro; mi hermano tiene cinco y se llama Juan'. Me puse a explicarles la religión y, entre otras cosas, les recomendé que no dijeran nunca blasfemias, diciéndoles que eso era muy feo y que desagradaba mucho a Dios.
Al día siguiente, Pedro entró en mi casa muy enfadado con su hermanito: '¿Sabe, Señ'ita?, usted nos dijo que no dijéramos blasfemias, y Juan acaba de decir una. -¿Cómo has hecho algo tan feo, Juanito? -Señ'ita, ¿no tenía motivos para hacerlo? ¡Pedro cogió polvo del camino y me lo echó en la boca...! -Pedro, tu qué eres el mayor, has hecho mal en echarlo polvo a tu hermano en la boca; pero tú, Juan, no tenías que haber dicho una blasfemia'».
«El día que se había fijado para mi entrada en el Carmelo, yo tenía que estar libre a las 6 de la tarde. Como había arreglado todos mis asuntos, mi confesor me dijo que, si quería, podía esperar al día siguiente. Pero yo le respondí: 'Padre, ya que esta tarde quedo libre a las 6, entraré a las 6'. Dígame, hija mía, si no fue una buena inspiración: al día siguiente de mi entrada, recibí una carta de la residencia en la que mi hermano pequeño estaba de interno. Me decía que mi hermano estaba enfermo y que, con mis cuidados y el aire del campo, no tardaría en restablecerse.
Así que, si no hubiese entrado la víspera del día en que quedé libre, quizás habría perdido la vocación: los obstáculos que se sucedieron uno a otro me habrían hecho aplazar la fecha y tal vez habrían terminado por impedirme entrar en el Carmelo.
«En el Carmelo estaba una de mis amigas, a la que yo había conocido en el mundo (ella era entonces novicia de velo blanco). Antes de mi entrada, hablaban un día en la recreación de mí y de otra postulante que iba a entrar próximamente, pero que encontraba obstáculos a su vocación. Mi amiga dijo simplemente: '¡Bueno, con tal que entre la señorita Bertrand...! La otra no me preocupa, puede quedarse muy bien donde está! Enseguida varias religiosas comentaron entre ellas: '¡Vaya!, ya va a comenzar una amistad particular».
«Yo no sabía nada de todo esto. Por eso, cuál no sería mi sorpresa, después de mi entrada, al ver cómo había cambiado mi amiga respecto a mí. Me acompañaba a todos los lugares adonde tenía que ir, pero se mostraba reservada, e incluso fría. Yo no le pregunté qué era lo que había motivado ese cambio, pero más tarde, una vez admitida a pronunciar los sagrados votos, me contó durante la licencia el motivo de su conducta, y admiré su prudencia y su virtud.
«El día de mi profesión, por la mañana, me encontraba tan turbada, que pedí permiso para ir a hablar con mi confesor, y sólo por orden suya pronuncié los sagrados votos.
«En el monasterio había varias hermanas que usaban vejigatorios. Poco tiempo después de mi entrada, apareció una más, que no quería decirlo. Un día, durante el lavado, dijo irreflexivamente: 'Seguro que sor Genoveva tiene un vejigatorio; no quiere decirlo, por miedo a que no se la reciba'.
Mi maestra, que estaba presente, al oírlo, pensó que era verdad y que se lo había ocultado, y desde entonces se mostraba muy severa conmigo.
Yo, que no sospechaba nada, seguía conduciéndome con ella normalmente, sin poder explicarme su severidad, que me resultaba incomprensible. Un día, fui a su celda para pedirle permiso para lavarme los pies. '-¿No tiene nada más que pedirme?, me dijo severamente. -No, hermana, creo que no tengo nada más. -¡Cómo, hipocritilla, embustera!, ¿no tienes nada más que eso? ¿Y el vejigatorio que tienes en el brazo y que nos estás ocultando...?' Mi sorpresa fue supina.
Le aseguré que yo no tenía ningún vejigatorio, pero no conseguí tranquilizarla, y tuve que acabar enseñándole los brazos para demostrarle que no la estaba engañando.
«Poco tiempo antes de mi toma de hábito, la buena de la hermana ropera me llamó y me dijo: 'Hermana Genoveva, la voy a tratar como a privilegiada: mire qué capa le voy a dar'. Y sacó del armario la capa en cuestión. Era una capa que había pertenecido a una monja que había muerto muy anciana. Como esta hermana había estado sentada continuamente en un sillón durante los últimos años de su vida, nadie se había dado cuenta de que su capa era extraordinariamente corta (yo creo que había encogido a fuerza de lavados) y que estaba totalmente amarilla.
«Al verla, se me encogió el corazón..., ¡yo que me había hecho tantas ilusiones con tener una hermosa capa blanca...! Me entraron muchas ganas de llorar; sin embargo, le di las gracias a la ropera, sin decirle nada de mi pena. Varios días después, una novicia que acababa de tomar el hábito, al enterarse de que yo no tendría una capa nueva, se echó a llorar, diciendo: '¡Y yo, que tanto había deseado tener una capa vieja! ¡Qué suerte la de sor Genoveva!' ¡Ay, me dije a mí misma, qué imperfecta tengo que ser! Mi compañera llora por que no tiene una capa vieja, ¡y yo llorando porque la tengo!
(La madre priora no permitió que la madre Genoveva llevase aquella capa, que, aunque era pequeña de estatura, no le llegaba ni a las rodillas.)
«Yo tenía el oficio de ropera, junto con una religiosa joven, y teníamos como primera de oficio a una buena viejecita. Un día, teníamos una cesta llena de túnicas para arreglar con urgencia. Mi compañera y yo nos dimos tan buena mano, que a la noche toda la cesta estaba vacía. Nos hacíamos grandes ilusiones por la sorpresa que le íbamos a dar a nuestra primera de oficio. Pero cuando llegó la buena anciana, puso manos a la obra como de costumbre, sin decirnos una sola palabra. Las dos nos miramos consternadas, pero mi joven compañera no tardó en tomar la palabra: '-Hermana, ¿no está contenta? Fíjese lo bien que hemos trabajado... -Perdón, hermanitas, no sabía que hubierais hecho por mí toda esa labor; yo creía que habíais trabajado por Dios, y por eso no os di las gracias; pero ahora que lo sé, os estoy muy agradecida... Gracias..., gracias, queridas hermanitas'. Puedes imaginarte, hijita, la impresión que nos produjeron esas palabras; tanta, que también nosotras tuvimos la tentación de volver a empezar.
«En Poitiers era costumbre que la última profesa fuese la tercera enfermera; así que, enseguida de profesar, me pusieron en esta oficio. Pero era tan torpe, que no podía tocar nada sin dejarlo caer. Un día, me pusieron en las manos un plato de ciruelas, recomendándome que lo llevara con cuidado; pero apenas hube dado tres pasos, ¡cataplún!, el plato a tierra y las ciruelas por el suelo. La madre priora, los días que yo rompía algo, como castigo, no me dejaba comulgar. Una mañana, antes de Misa, rompí un objeto. Estuve muy tentada de no decirlo hasta después de la Misa, pero pensé que no debía hacer eso, pues sabía que nuestra Madre me quitaría la comunión si se enteraba. Así que fui a decírselo: '-Madre, acabo de romper tal cosa. -Quítese la capa, hermana Genoveva'.
«En la enfermería había una hermana de velo blanco, la hermana Radegonda, que era una verdadera santa. El olor que despedía a su alrededor era tan repelente, que, la víspera de su muerte, el médico que la atendía sólo se quedó muy poco tiempo, y, al salir del monasterio, fue a pedir a las tornera algo de beber, pues le fallaba el corazón. 'Estas mujeres, dijo, tienen que ser muy santas para soportar semejante olor, ¡no se puede soportar!' Pues bien, hijita, el día de su muerte desapareció todo el mal olor.
Fue un verdadero milagro, pues no esperábamos poder velarla, como nos había dicho el médico. En vez de eso, alrededor de su lecho se respiraba un auténtico perfume. Era verano y hacía mucho calor. ¡Con qué alegría y devoción me entregué a prepararle coronas de rosas y a cambiarlas enseguida cuando se marchitaban...!
«Había en la enfermería una enferma que, para cerrar las mangas de la túnica, tenía un gran número de cordoncitos (creo que eran veinticuatro). Un día, me pidió que le cambiase los cordones, que estaban ya muy gastados. Me fui enseguida a buscar a la primera enfermera para pedirle cordones; ella me indicó dónde estaban, e hice ese trabajo, que fue un poco largo. Cuando terminé, fui a llevarle mi trabajo a la enferma, que se puso muy contenta. Pero no tardó en venir a buscarme la enfermera: 'Pero, sor Genoveva, ¿qué has hecho? Has puesto cordones nuevos a la túnica. Tenías que haber dado la vuelta a los que tenía. -Gracias, hermana por decírmelo; ya voy a descoser los que he cosido y a poner los viejos'.
Y volví a toda prisa al lado de la enferma, rogándole que me devolviese la túnica. Pobrecita, me dijo, cuánto trabajo te doy. -No se preocupe, hermana, pronto se la vuelvo a traer'. Y volví a comenzar mi trabajo, pues tenía mucho miedo a cometer una falta contra la santa pobreza».
Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux
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