Su porte en el coro, tan modesto y tan recogido, me edificaba de tal manera que le pregunté qué es lo que pensaba durante la recitación del Oficio divino.
Ella me contestó «que no tenía método fijo, pero que muchas veces se imaginaba estar en un peñasco desierto, frente a la inmensidad; y allí, sola con Jesús, teniendo la tierra a sus pies, olvidaba todas las criaturas, y le repetía su amor en términos que ella no comprendía, es verdad, pero le bastaba con saber que aquello le agradaba».
Gustaba de ser hebdomadaria (persona que se destina cada semana para oficiar en el coro o en el altar) para decir en alta voz la oración, como los sacerdotes en la Misa.
En su lecho de muerte dio de sí misma este testimonio: «No creo que sea posible un deseo mayor del que yo he tenido de recitar bien el Oficio y de no cometer faltas en él».
Me decía que desde que había pedido a los «bienaventurados habitantes de la Ciudad celeste que la adoptasen por hija», escuchaba cada mañana con reverencia y piedad la lectura del Martirologio, feliz de oír el nombre de «padres tan queridos».
Me recomendaba que no dijese nada chistoso o preocupante a una Hermana justamente antes del Oficio divino, sino que aguardase a después, para evitar causarle distracciones.
Ella misma practicaba este consejo fidelísimamente.
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