La santa Misa y el Banquete eucarístico constituían sus delicias.
No emprendía nada importante sin pedir que se ofreciese el santo Sacrificio por aquella intención. Cuando nuestra tía le daba dinero con ocasión de sus fiestas onomásticas y cumpleaños, en el Carmelo, solicitaba siempre el permiso de hacer celebrar algunas Misas, y me decía a veces muy bajito:
«¡Es por mi hijo (Pranzini), tengo que ayudarle ahora!».
Antes de su Profesión dispuso de sus ahorros de jovencita, que constituían un centenar de francos, para hacer decir Misas por nuestro venerado padre, entonces tan enfermo. Estimaba que nada podía ser mejor para merecerle abundantes gracias que la efusión de la Sangre de Jesús.
Deseó ardientemente comulgar todos los días, pero no permitiéndolo la costumbre,
fue éste uno de los mayores sufrimientos que tuvo en el Carmelo. Pedía a San José que obtuviese un cambio en esta costumbre.
El decreto de León XIII dando una mayor libertad a este respecto, le pareció una respuesta a sus ardientes súplicas.
Le estuvo siempre agradecida a San José por ello, tanto que cuando en el jardín pasaba por delante de su estatua le arrojaba flores con amor.
Nos predijo que después de su muerte no nos faltaría nuestro «pan cotidiano», lo que se realizó plenamente.
TERESITA DE SACRISTANA |
Su afecto a la santa Eucaristía la llevó a desempeñar con amor su oficio de sacristana. Su felicidad llegaba al colmo cuando en la patena o en el corporal quedaba alguna partícula de la Santa Hostia. Un día que el copón estaba insuficientemente purificado, llamó a varias novicias para que la acompañasen al oratorio, donde ella lo depositó con una alegría y un respeto indecibles. Me contó su dicha cuando, una vez, en el momento de la Comunión, habiendo caído la Santa Hostia de las manos del sacerdote, ella tendió el escapulario para recibirla; estimaba haber tenido con esto el mismo privilegio que la Santísima Virgen, pues había llevado en sus brazos al Niño Jesús.
Al preparar los Vasos sagrados para la santa Misa, gustaba, dijo, de mirarse en el cáliz y en la patena: le parecía que habiéndose reflejado su rostro en ellos, las divinas Especies reposaban sobre ella.
¡Con qué devoción compuso y pintó un fresco en torno al tabernáculo del Oratorio! Es un verdadero monumento a la obediencia, pues no conocía a fondo el dibujo, y en manera alguna la pintura, y tenía que realizar el trabajo subida a una escalera y con un alumbrado tan insuficiente, que un artista experimentado se hubiera visto mal
para conseguirlo. Sin embargo, lo realizó felizmente, y los angelitos que nos ha dejado tienen una expresión a la vez infantil y celeste. Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)
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