«Hay Santos a quienes conocemos porque están más cerca de nosotros, pero nada prueba que sean los más grandes.
De igual modo, juzgamos a las estrellas según su distancia, pero su verdadera belleza sólo Dios la conoce.
Algunas, que nos parecen pequeñitas, o que no vemos en modo alguno, son incomparablemente más bellas que las que llamamos «de primera magnitud».
En la tierra no se puede saber... Muchas veces, a medida que las almas suben, pierden la estima de los que las rodean. De igual modo que un globo, elevándose en los aires, parece cada vez más pequeño, así la santidad más sublime es a veces menospreciada.
Sabiendo esto, «¿haremos caso de la gloria que los unos reciben de los otros?» (Juan 5, 44)
Nada nos asegura que los Santos canonizados sean los más grandes. Dios les ha puesto de relieve para su gloria y para nuestra edificación, más que para ellos mismos.
He leído esto: el amor que los Santos se tendrán los unos a los otros en la eternidad no se medirá según su respectiva grandeza y elevación en la gloria, sino que habrá simpatías entre ellos.
Podremos amar a almas pequeñitas con un afecto mucho más grande que a otras almas mucho más santas. Este pensamiento me ha encantado siempre.
¿Creéis que los santos canonizados son los más amados sobre la tierra? ¡Ah!, ¿quién ama desinteresadamente en la tierra? ¿Qué santo es amado por sí mismo? Se le alaba, se escribe su vida, se le preparan fiestas magníficas, hay solemnidades religiosas. «Echemos el resto», y veamos a esas personas agitarse alrededor de una colgadura, contrariarse porque no todas las cosas salen bien, o alegrarse porque nada sale en contra de su voluntad. Se grita, se tumultúa en el ardor de los preparativos... Luego se habla del órgano, de los sermones... Y ¿el Santo? ¡Ah! Prefiero permanecer escondida a tener una media gloria.
Sólo de Dios espero la alabanza que merezco. Los Santos no son santos porque se les reconozca por tales, ni son más grandes
porque se haya escrito su Vida. ¿Quién sabe si no es a otro santo -desconocido- a quien debemos el bien hecho con tal obra, sea que él la haya inspirado, dirigido, o que haya dispuesto a las almas para gustarla? ¡Cuántas cosas se verán más tarde! Pienso a veces si no seré yo, tal vez, el fruto de los deseos de algún alma pequeña, a la que deberé todo lo que poseo...
«Luego la gloria para Dios sólo; nosotros no debemos desear más que una cosa; que esa gloria se realice, y estar igualmente contentos de que se realice o por nuestro medio o por medio de los otros. ¡Qué ilusión juzgar a los Santos según lo que se piensa de ellos! ¡Cuántas santas carmelitas han tenido circulares mal escritas y, por eso, no han recibido honor alguno, mientras que otras, de virtud muy ordinaria, han parecido encantadoras porque su Madre Priora sabía manejar la pluma!
No puedo, verdaderamente, desear una gloria que pende de un cabello: ¡es una lotería! Y si los Santos volviesen a la tierra a decirnos lo que piensan acerca de lo que de ellos se ha escrito, quedaríamos muy sorprendidos... Sin duda, confesarían que no se reconocen en el retrato que se ha trazado de su alma.»
¿De quién somos perfectamente conocidos en la tierra y de quién perfectamente amados? Por mi parte no deseo ser amada más que en el cielo. Mi alegría consiste en pensar que allí todos me amarán, aun los que menos me amaron en este mundo... Me parece que el amor que damos a los Santos en la tierra es más para nosotros que para ellos, pues somos nosotros quienes recogemos el bien, somos nosotros quienes nos aprovechamos.
Todo puede ser igualmente apreciado aquí abajo... En una «Vida», se alaba a un Santo porque estuvo exento de las tentaciones de la carne; en otra, se alabará al Santo porque venció esas mismas tentaciones... ¿Dónde está la gloria? ¿Qué es lo verdadero, puesto que de cualquier lado que uno se vuelva todo es digno de elogio?...
La gloria humana es pura nada. Los artistas, por ejemplo, se la disputan entre sí. El resto del mundo, totalmente ignorante de sus obras, no se ocupa de ellos para nada. No tienen, pues, más que un reducido número de admiradores; en su locura, están contentos. Lo mismo sucede con la gloria exterior aneja a la santidad: no habrá nunca más que un reducido número de personas que la admirarán, que amarán a tal o cual santo, que leerán su «Vida».
Todo está sujeto a la envidia. Desde la infancia aparece su germen. San Agustín cuenta la historia de dos niñitos que tenían la misma nodriza: cuando uno veía que llegaba el turno a su hermanito, lanzaba gritos de rabia y se revolvía con cólera. Sin embargo, no hubiera sido capaz de tomar una gota más de leche.
Por mi parte, confieso que nunca he buscado la gloria. El desprecio tenía para mi corazón algún atractivo, pero reconociendo que esto era aún demasiado glorioso, me resolví apasionadamente por el olvido».
Me dijo, no obstante, que al igual que yo, ella estaba entusiasmada por lo bello, por lo sublime, por lo perfecto, y que había probado ese cierto sentimiento de destierro, esa tristeza que se siente cuando uno se cree inferior o menos privilegiado que otros a
quienes oímos alabar.
Le pregunté cómo había combatido esta impresión.
«La he soportado, me contestó humildemente, y me he aplicado a amar mi inferioridad...: así, ella ha llegado a hacérseme tan dulce como todo lo demás».
Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)