CATEDRAL DE MILÁN |
Después de haber admirado el poder de Dios, pude también admirar el que él ha concedido sus criaturas.
La primera ciudad de Italia que visitamos fue Milán. La catedral, toda de mármol blanco, y con sus estatuas suficientemente numerosas como para formar un pueblo innumerable, la visitamos hasta en sus más pequeños detalles.
Celina y yo éramos intrépidas. Siempre íbamos las primeras y seguíamos muy de cerca a Monseñor para ver todo lo referente a las reliquias de los santos y escuchar bien las explicaciones. Por ejemplo, mientras él celebraba el santo sacrificio sobre la tumba de san Carlos, nosotras estábamos con papá detrás del altar, con la cabeza apoyada en la urna que guarda el cuerpo del santo revestido de sus ornamentos pontificales. Y así hacíamos en todas partes... Excepto cuando se trataba de subir adonde la dignidad de un obispo no lo permitía, pues en tales casos sabíamos muy bien separarnos de Su Excelencia...
Dejando a las tímidas señoras tapándose la cara con las manos después de subir a los primeros campaniles que coronaban la catedral, nosotras seguimos a los peregrinos más audaces y llegamos hasta lo alto del último campanario de mármol, y tuvimos el placer de contemplar a nuestros pies la ciudad de Milán, cuyos numerosos habitantes parecían un pequeño hormiguero...
Bajamos de nuestro pedestal, y comenzamos nuestros paseos en coche, que iban a durar un mes ¡y que iban a saciarme para siempre de mis ganas de rodar sin nunca cansarme!
El camposanto nos gustó todavía más que la catedral. Todas aquellas estatuas de mármol blanco, a las que el cincel del genio parece haber insuflado vida, están colocadas por el enorme campo de los muertos con una especie de estudiado descuido que, para mi gusto, aumenta aún más su encanto... Uno casi se siente tentado de acercarse a consolar a aquellos personajes idealizados que te rodean. Su expresión es tan real, y su dolor tan sereno y resignado, que uno no puede por menos de reconocer los pensamientos de inmortalidad que debían llenar el corazón de los artistas que realizaron esas obras de arte
CEMENTERIO DE MILÁN |
Papá estaba tan encantado como nosotras. En Suiza se había sentido cansado; pero aquí recobró su jovialidad y disfrutó del hermoso espectáculo que contemplábamos. Su alma de artista se reflejaba en las expresiones de fe y de admiración que aparecían en su hermoso rostro.
Un señor ya mayor (francés), que no tenía, sin duda, un alma tan poética, nos miraba con el rabillo del ojo y decía malhumorado, como con aire de lamentar el no poder compartir nuestra admiración: «¡Pero qué entusiastas son los franceses»! Creo que aquel pobre señor hubiera hecho mejor quedándose en su casa, pues no me pareció que estuviera satisfecho del viaje; con frecuencia se ponía a nuestro lado, y de su boca no salían mas que quejas: estaba descontento de los coches, de los hoteles, de las personas, de las ciudades, en suma, de todo... Papá, con su habitual grandeza de alma, trataba de animarlo, le cedía su sitio, etc.; en definitiva, se encontraba siempre a gusto en todas partes y era de un temperamento diametralmente opuesto al de su desagradable vecino... ¡Cuántos y cuán diferentes personajes encontramos! ¡Y qué interesante el estudio del mundo cuando uno está a punto de abandonarlo...!
En Venecia la escena cambió por completo. Allí, en lugar de los ruidos de las grandes ciudades, sólo se oyen, en medio del silencio, los gritos de los gondoleros y el murmullo del agua agitada por los remos.
TERESITA CON SU PADRE Y CELINA EN VENECIA |
Al visitar aquellas espantosas prisiones, me parecía estar viviendo en los tiempos de los mártires, ¡y me habría gustado poder quedarme allí para imitarlos...! Pero tuvimos que salir prontamente y pasar el puente de los suspiros, así llamado a causa de los suspiros de alivio que daban los condenados al verse libres del horror de los sótanos, a los que preferían la muerte...
Desde Venecia nos dirigimos a Padua, donde veneramos la lengua de san Antonio. Y de allí a Bolonia, donde vimos el cuerpo de santa Catalina, que conserva la huella del beso del Niño Jesús.
SANTA CATALINA DE BOLONIA |
Respiré al salir de Bolonia. Esa ciudad se me había hecho insoportable a causa de los estudiantes que la llenaban y que formaban un auténtico cerco a nuestro alrededor cuando teníamos la desgracia de salir a pie, y sobre todo a causa de la pequeña aventura que me sucedió con uno de ellos (1).
Me alegré de emprender el camino hacia Loreto.
No me extraña que la Santísima Virgen haya elegido este lugar para transportar a él su bendita casa (2). Allí la paz, la alegría y la pobreza reinan como soberanas. Todo es sencillo y primitivo. Las mujeres han conservado su vistoso traje italiano y no han adoptado, como en otras ciudades, la moda de París. En una palabra, ¡Loreto me encantó!
¿Y qué puedo decir de la santa casa...? Me emocionó profundamente encontrarme bajo el mismo techo que la Sagrada Familia, contemplar las paredes en las que Jesús posó sus ojos divinos, pisar la tierra que José regó con su sudor y donde María llevó en brazos a Jesús después de haberlo llevado en su seno virginal... Visité la salita donde el ángel se apareció a la Santísima Virgen... Metí mi rosario en la pequeña escudilla del Niño Jesús... ¡Qué recuerdos tan maravillosos...!
INTERIOR DE LA CASA SANTA DE LORETO |
Papá, con su finura habitual, hizo como todo el mundo. Pero Celina y yo fuimos a buscar a un sacerdote que nos acompañaba por todas partes, y que en aquel preciso momento se disponía a celebrar la santa misa, por un privilegio especial, en la Santa Casa. Pidió dos hostias pequeñas, que puso en la patena con la hostia grande. Ya comprenderás, Madre querida, cuál sería nuestra ilusión al recibir las dos juntas la sagrada comunión en aquella casa bendita... Fue una alegría totalmente celestial que no se puede expresar en palabras. ¿Qué será entonces cuando recibamos la comunión en la morada celestial del rey de los cielos...? Allí ya no veremos que se nos acaba la alegría, ni existirá ya la tristeza de la partida, y para llevarnos un recuerdo no tendremos que rascar furtivamente las paredes santificadas por la presencia divina, pues su casa será la nuestra por toda la eternidad....
Dios no quiere darnos su casa de la tierra; se conforma con enseñárnosla para hacernos amar la pobreza y la vida escondida. La que nos reserva es su propio palacio de la gloria, donde ya no le veremos escondido bajo las apariencia de un niño o de una blanca hostia, ¡¡¡sino tal cual es en el esplendor de su gloria infinita...!!!
NOTAS:
(1) Al bajar del tren, un estudiante se precipitó sobre ella, y la cogió en brazos diciéndole piropos. Ella se libró ágilmente de él, lanzándole una mirada furiosa.
(2) Teresa, al igual que la mayor parte de los católicos de su tiempo, no pone en tela de juicio ni por un instante la leyenda de la casa de José y María transportada milagrosamente por los ángeles a Loreto.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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