martes, 4 de diciembre de 2018

AUDIENCIA CON LEÓN XIII (EL VIAJE A ROMA, 1887) MANUSCRITO A


Seis días pasamos visitando las principales maravillas de Roma, y el séptimo vi la mayor de todas: «León XIII...»

Deseaba que llegase aquel día, y al mismo tiempo lo temía. De él dependía mi vocación, pues la respuesta que debía recibir de Monseñor no había llegado y había sabido, Madre querida, por una carta tuya, que ya no estaba muy bien dispuesto en mi favor. Así que mi única tabla de salvación era el permiso del Santo Padre...

Pero para obtenerlo, había que pedirlo. Tenía que atreverme a hablar «al Papa» delante de todo el mundo. Y simplemente el pensarlo me hacía temblar. Sólo Dios sabe, y mi querida Celina, lo que sufrí antes de la audiencia. Nunca olvidaré cómo me acompañó ella en todas mis pruebas; parecía como si mi vocación fuese la suya.

Los sacerdotes de la peregrinación se dieron cuenta de cómo nos queríamos. Una noche estábamos en una reunión tan numerosa, que faltaban sillas; entonces Celina me sentó sobre sus rodillas y nos miramos con tanto cariño, que un sacerdote exclamó: «¡Cómo se quieren! ¡Esas dos hermanas serán siempre inseparables!» Sí, nos queríamos; pero nuestro cariño era tan puro y tan fuerte, que el pensamiento de la separación no nos inquietaba, pues sabíamos que nada en el mundo, ni siquiera el océano, podría alejarnos una de otra... Celina veía tranquila cómo mi barquilla se iba acercando a la ribera del Carmelo y se resignaba a quedarse en el mar tempestuoso del mundo todo el tiempo que Dios quisiera, segura de que un día también ella llegaría a la ribera objeto de nuestros deseos...

El domingo 20 de noviembre, vestidas según la etiqueta del Vaticano (es decir, de negro, y con mantilla de encaje por tocado) y adornadas con una gran medalla de León XIII que colgaba de una cinta azul y blanca, hicimos nuestra entrada en el Vaticano, en la capilla del Sumo Pontífice. 

A las 8, nuestra emoción fue muy profunda al verle entrar para celebrar la santa Misa... Tras bendecir a los numerosos peregrinos congregados a su alrededor, subió las gradas del altar y nos demostró con su piedad, digna del Vicario de Jesús, que era verdaderamente «el Santo Padre». Cuando Jesús bajó a las manos de su Pontífice, mi corazón latió con fuerza y mi oración se hizo ardiente. Sin embargo, la confianza llenaba mi corazón. El Evangelio de ese día contenía estas palabras: «No temas, pequeño rebaño, porque mi Padre ha tenido a bien daros su reino». 

No, no temía. Esperaba que muy pronto sería mío el reino del Carmelo. No pensaba entonces en aquellas otras palabras de Jesús: «Yo os transmito el reino como me lo transmitió mi Padre a mí». Es decir, te reservo cruces y tribulaciones; así te harás digna de poseer ese reino por el que suspiras. Si fue necesario que Cristo sufriera, para entrar así en su gloria, si tú quieres tener un sitio a su lado, ¡tendrás que beber el cáliz que él mismo bebió...! Ese cáliz me lo presentó el Santo Padre, y mis lágrimas fueron a mezclarse con la amarga bebida que se me ofrecía. 

Después de la misa de acción de gracias que siguió a la de Su Santidad, comenzó la audiencia. 

León XIII estaba sentado en un gran sillón. Vestía simplemente una sotana blanca y una muceta del mismo color, y en la cabeza no llevaba más que un pequeño solideo. A su lado estaban, de pie, varios cardenales, arzobispos y obispos, pero yo sólo los vi globalmente, pues mi atención estaba centrada en el Santo Padre. 

Ibamos desfilando procesionalmente ante él. Cada peregrino, cuando le llegaba su turno, se arrodillaba, besaba el pie y la mano de León XIII, recibía su bendición y dos guardias nobles le tocaban, por ceremonia, indicándole así que debía levantarse (al peregrino, pues me explico tan mal, que podría entenderse que era al Papa). 

Antes de entrar en el salón pontificio, yo estaba completamente decidida a hablar; pero sentí que mi valor flaqueaba cuando vi a la derecha del Santo Padre ¡al «Señor Révérony...! Casi en aquel mismo instante nos dijeron de su parte que prohibía hablar a León XIII, pues la audiencia se estaba prolongando demasiado... 
 

Yo me volví hacia mi Celina querida para conocer su opinión. «¡Habla!», me dijo (1). 
Un momento después estaba yo a los pies del Santo Padre. Después de besarle la sandalia, me presentó la mano; pero en lugar de besársela, junté las mías y elevando hacia su rostro mis ojos bañados en lágrimas, exclamé: 


«¡Santísimo Padre, tengo que pediros una gracia muy grande...!» 


Entonces el Sumo Pontífice inclinó hacia mí su cabeza, de manera que mi rostro casi tocaba el suyo, y vi sus ojos negros y profundos que se fijaban en mí y parecían querer penetrarme hasta el fondo del alma. 

«¡Santísimo Padre, en honor de vuestras bodas de oro, permitidme entrar en el Carmelo a los 15 años...!» 

Sin duda, la emoción hacía temblar mi voz. Por lo que el Santo Padre, volviéndose hacia el Sr. Révérony, que me miraba asombrado y disgustado, le dijo: 

«No comprendo bien».

Si Dios lo hubiera permitido, le habría sido fácil al Sr. Révérony alcanzarme lo que deseaba, pero Dios quería darme cruz, y no consuelo. 

«Santísimo Padre (respondió el Vicario General), se trata de una niña que desea entrar en el Carmelo a los 15 años; pero los superiores están en estos momentos estudiando la cuestión». 

«Bueno, hija mía, respondió el Santo Padre mirándome bondadosamente, haz lo que te digan los superiores»: 

Entonces, apoyando mis manos en sus rodillas, hice un último intento y le dije con voz suplicante:

«¡Sí, Santísimo Padre! Pero si usted dijese que sí, todo el mundo estaría de acuerdo». 

Me miró fijamente y pronunció estas palabras, recalcando cada sílaba:

«Vamos... vamos... Entrarás si Dios lo quiere...» (Y su acento tenía un no sé qué de tan penetrante y convincente, que aún me parece estar oyéndole). 

Animada por la bondad del Santo Padre, quise seguir hablando, pero los dos guardias nobles me tocaron cortésmente, para que me levantase; y viendo que con eso no bastaba, me cogieron por los brazos y el Sr. Révérony les ayudó a levantarme, pues seguía con las manos juntas apoyadas en las rodillas del Santo Padre, y tuvieron que arrancarme de sus pies a viva fuerza... 

Mientras me quitaban de en medio de esa manera, el Santo Padre acercó su mano a mis labios y después la levantó para bendecirme. Entonces los ojos se me llenaron de lágrimas, y el Sr. Révérony pudo contemplar al menos tantos diamantes como había visto en Bayeux...

Los dos guardias nobles me llevaron en volandas, por así decirlo, hasta la puerta, donde un tercero me dio un medalla de León XIII.

Celina, que iba detrás de mí, acababa de ser testigo de la escena que acababa de ocurrir. Casi tan emocionada como yo, tuvo no obstante valor para pedir al Santo Padre una bendición para el Carmelo. El Sr. Révérony, con voz, malhumorada, respondió:

«El Carmelo ya está bendecido».  Y el Santo Padre contestó con ternura: «Sí, sí, ¡ya está bendecido!» 

Papá se había acercado a los pies de León XIII antes que nosotras (con los caballeros).(2) El Sr. Révérony había estado con él encantador, presentándolo como el padre de dos carmelitas. El Santo Padre, como muestra de especial benevolencia, posó su mano sobre la cabeza venerable de mi querido rey, como marcándole con un sello misterioso en nombre de Aquel de quien era verdadero representante... 

EL PAPA LEÓN XIII

Ahora que este padre de cuatro carmelitas está en el cielo, ya no es la mano del Pontífice la que reposa sobre su frente, profetizándole el martirio... Es la mano del Esposo de las Vírgenes, la del Rey de la gloria, la que hace resplandecer la cabeza de su fiel servidor. ¡Y ya nunca esa mano adorada dejará de apoyarse en la frente que ella misma ha glorificado...! 

Celia Guerin y Luis Martín, padres de santa Teresita


Mi papá querido se llevó un disgusto muy grande cuando, al salir de la audiencia, me encontró deshecha en lágrimas, e hizo todo lo posible por consolarme; pero en vano...

En el fondo del corazón yo sentía una gran paz, puesto que había hecho absolutamente todo lo que estaba en mis manos para responder a lo que Dios pedía de mí. Pero esa paz estaba en el fondo, mientras la amargura inundaba mi alma, pues Jesús callaba (3). Parecía estar ausente, nada me revelaba su presencia... Tampoco aquel día el sol se atrevió a brillar, y el hermoso cielo de Italia, cargado de oscuros nubarrones, no cesó de llorar conmigo...

Todo había terminado. El viaje no tenía ya el menor atractivo para mí, pues su objetivo había fracasado 

Sin embargo, las últimas palabras del Santo Padre deberían haberme consolado: ¿no eran, en realidad, una verdadera profecía? A pesar de todos los obstáculos, se realizó lo que Dios quiso. No permitió a las criaturas hacer lo que ellas querían, sino lo que quería él... 

Desde hacía algún tiempo, me había ofrecido al Niño Jesús para ser su juguetito (4). Le había dicho que no me tratase como a uno de esos juguetes caros que los niños se contentan con mirar sin atreverse a tocarlos, sino como a una pelotita sin valor que pudiera tirar al suelo, o golpear con el pie, o agujerear, o dejarla en un rincón, o bien, si le apetecía, estrecharla contra su corazón. En una palabra, quería divertir al Niño Jesús, agradarle, entregarme a sus caprichos infantiles... Y él había escuchado mi oración...

En Roma Jesús agujereó su juguetito. Quería ver lo que había dentro. Y luego, una vez que lo vio, satisfecho de su descubrimiento, dejó caer su pelotita y se quedó dormido...

¿Y qué hizo mientras dormía dulcemente, y qué fue de la pelotita abandonada...? Jesús soñó que seguía divirtiéndose con su juguete, tirándolo y cogiéndolo una y otra vez; y luego, que, después de haberlo echado a rodar muy lejos, lo estrechaba contra su corazón sin dejarlo alejarse ya nunca más de su manita...

Imagínate, Madre querida, lo triste que se sentiría la pelotita al verse tirada por el suelo... Sin embargo, no dejé de esperar contra toda esperanza. 

Unos días después de la audiencia con el Santo Padre, papá fue a visitar al hermano Simeón (5), y encontró allí al Sr. Révérony, que se mostró muy amable. Papá le reprochó jovialmente que no me hubiese ayudado en mi difícil empresa, y luego le contó la historia de su reina al hermano Simeón. El venerable anciano escuchó su relato con gran interés, tomó incluso algunas notas y dijo emocionado: «¡Estas cosas no se ven en Italia!» 

Creo que aquella entrevista causó muy buena impresión al Sr. Révérony, que a partir de entonces no dejó de darme muestras de que por fin estaba convencido de mi vocación. 

NOTAS:

(1)  Teresa no había hecho un viaje tan largo para dar marcha atrás en el último momento (cf Cta 32), tanto más cuanto que todo el Carmelo la animaba.

(2)  En realidad, los caballeros fueron presentados después de las señoras y de los sacerdotes. 

(3)  El silencio de Jesús: una de las angustias de Teresa. Cf Ms C 9vº y Ms A 51rº. Pero reacciona valerosamente (Cta 111); toda su vida es como una preparación para la prueba de la fe. 

(4) Tema importante en el simbolismo teresiano (unido aquí al de la pelotita), que aparece aquí cuatro veces.

(5) Un hermano de las Escuelas Cristianas, personaje muy bien considerado entre la colonia francesa de Roma, que ya conocía al señor Martin. El enviará a Teresa la bendición del papa, el 31/8/1890, para su profesión, y en su última enfermedad (el 12/7/1897). 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario