miércoles, 28 de noviembre de 2018

SUIZA (EL VIAJE A ROMA, 1887) MANUSCRITO A




Antes de llegar a la ciudad eterna, meta de nuestra peregrinación, tuvimos ocasión de contemplar muchas maravillas. Primero fue Suiza, con sus montañas cuyas cimas se pierden entre las nubes, y sus impetuosas cascadas despeñándose de mil diferentes maneras, y sus profundos valles plagados de helechos gigantes y de brezos rosados. 

¡Cuánto bien, Madre querida, hicieron a mi alma todas aquellas maravillas de la naturaleza derramadas con tanta profusión! ¡Cómo la hicieron elevarse hacia Quien quiso sembrar de tanta obra maestra esta tierra nuestra de destierro que no ha de durar más que un día...! No tenía ojos bastantes para mirar. De pie, pegada a la ventanilla, casi se me cortaba la respiración. Hubiera querido estar a los dos lados del vagón, pues, al volverme, contemplaba paisajes de auténtica fantasía y totalmente diferentes de los que se extendían ante mí.

Unas veces nos hallábamos en la cima de una montaña. A nuestros pies, precipicios cuya profundidad no podía sondear nuestra mirada parecían dispuestos a engullirnos... 
 

Otras veces era un pueblecito encantador, con sus esbeltas casitas de montaña y su campanario sobre el que se cernían blandamente algunas nubes resplandecientes de blancura... 
PAISAJE DE SUIZA

Allá más lejos, un ancho lago, dorado por los últimos rayos del sol. Sus ondas, serenas y claras, teñidas del color azul del cielo mezclado con las luces rojizas del atardecer, ofrecían a nuestros ojos maravillados el espectáculo más poético y encantador que se pueda imaginar...  

En lontananza, sobre el vasto horizonte, se divisaban las montañas cuyos contornos imprecisos hubieran escapado a nuestra vista si sus cumbres nevadas, que el sol volvía deslumbrantes, no hubiesen añadido un encanto más al hermoso lago que nos fascinaba...

La contemplación de toda esa hermosura hacía nacer en mi alma pensamientos muy profundos. Me parecía comprender ya en el tierra la grandeza de Dios y las maravillas del cielo... 

La vida religiosa se me aparecía tal cual es, con sus sujeciones y sus pequeños sacrificios realizados en la sombra. Comprendía lo fácil que es replegarse sobre uno mismo y olvidar el fin sublime de la propia vocación, y pensaba: Más tarde, en la hora de la prueba, cuando, prisionera en el Carmelo, no pueda contemplar más que una esquinita del cielo estrellado, me acordaré de lo que estoy viendo hoy; y ese pensamiento me dará valor; y al ver la grandeza y el poder de Dios -el único a quien quiero amar-, olvidaré fácilmente mis pobres y mezquinos intereses. 
Ahora que «mi corazón ha vislumbrado lo que Jesús tiene preparado para los que lo aman», no tendré la desgracia de apegarme a unas pajas... 



Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
 

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