miércoles, 21 de noviembre de 2018

VIAJE A BAYEUX (DESPUÉS DE LA GRACIA DE NAVIDAD, 1886 -1887) ) MANUSCRITO A



El 31 de octubre fue el día fijado para mi viaje a Bayeux. Partí sola con papá, con el corazón henchido de esperanza, pero también muy emocionada al pensar que iba a presentarme al obispo. 
Por primera vez en mi vida iba a hacer un visita sin que me acompañaran mis hermanas, ¡y esta visita era nada menos que a un obispo (1)! Yo, que nunca hablaba, a no ser para contestar a las preguntas que me hacían, tenía que explicar por mí misma el motivo de mi visita y exponer las razones que me movían a solicitar la entrada en el Carmelo. En una palabra, iba a tener que demostrar la solidez de mi vocación. 




¡Cuánto me costó hacer ese viaje! Tuvo que concederme Dios una gracia muy especial para que pudiera vencer mi gran timidez... Aunque también es verdad que «para el amor nada hay imposible, porque todo lo cree posible y permitido»(2). Y realmente sólo el amor de Jesús podía hacerme vencer aquellas dificultades y las que vendrían más tarde, pues quiso hacerme comprar mi vocación a costa de pruebas muy grandes... 

Hoy, que gozo de la soledad del Carmelo (descansando a la sombra de Aquel a quien tan ardientemente deseé), creo que he comprado mi dicha a muy bajo precio y estaría dispuesta a soportar sufrimientos mucho mayores para alcanzarla si aún no la tuviese.

Cuando llegamos a Bayeux, llovía a cántaros. Papá, que no quería ver a su reinecita entrar en el obispado con su hermoso vestido hecho una sopa, la hizo subir a un ómnibus que nos llevó a la catedral. Allí comenzaron mis desgracias. 

Monseñor, con todo su presbiterio, estaba asistiendo a un solemne funeral. La iglesia estaba llena de señoras vestidas de luto, y todo el mundo me miraba a mí con mi vestido claro y mi sombrero blanco. Hubiera querido salir de la iglesia, pero no había ni que pensarlo a causa de la lluvia. Y para humillarme más todavía, Dios permitió que papá, con su sencillez patriarcal, me hiciese pasar hasta el fondo de la catedral; yo, por no disgustarlo, obedecí de buen grado y ofrecí aquella distracción a los habitantes de Bayeux, a los que deseaba no haber conocido en mi vida...

Por fin pude respirar tranquila en una capilla que había detrás del altar mayor, y allí me quedé un largo rato rezando con fervor, en espera de que la lluvia cesase y nos dejase salir.

Al salir, papá me hizo admirar la belleza del edificio, que al estar vacío parecía mucho mayor. Pero a mí sólo una idea me ocupaba el pensamiento, y no podía encontrarle gusto a nada.

Fuimos directamente a ver al Sr. Révérony (3), que estaba informado de nuestra llegada y que había fijado él mismo la fecha del viaje; pero estaba ausente. Así que tuvimos que andar errando por las calles, que me parecieron muy tristes. 

Por fin, volvimos cerca del obispado, y papá me llevó a un hotel en el que no hice honor al buen cocinero.

Mi pobre papaíto me demostraba una ternura casi increíble. Me decía que no me preocupase, que seguro que Monseñor me concedería lo que iba a pedirle.

Después de descansar un poco, volvimos en busca del Sr. Révérony. Llegó al mismo tiempo que nosotros un señor, pero el Vicario general le pidió cortésmente que esperara y nos hizo entrar a nosotros primero en su despacho (el pobre señor tuvo tiempo de aburrirse, pues nuestra visita fue larga). 



El Sr. Révérony se mostró muy amable, pero creo que le sorprendió mucho el motivo de nuestro viaje. Después de mirarme sonriente y de hacerme algunas preguntas, nos dijo: «Voy a presentarles a Monseñor, tengan la bondad de acompañarme». Y al ver brillar lágrimas en mis ojos, añadió: «¡Pero bueno!, estoy viendo diamantes... ¡No podemos enseñárselos a Monseñor...!»

Nos hizo atravesar varios aposentos muy amplios, adornados con retratos de obispos. Viéndome en aquellos enormes salones, me sentía como una pobre hormiguita y me preguntaba qué me atrevería a decirle a Monseñor.

El estaba paseando por una galería con dos sacerdotes. Vi que el Sr. Révérony le decía unas palabras y volvía con él. Nosotros lo esperábamos en su despacho, donde había tres enormes sillones colocados delante de la chimenea en la que chisporroteaba un buen fuego. 


Al ver entrar a Su Excelencia, papá se arrodilló a mi lado para recibir su bendición. Luego Monseñor hizo tomar asiento a papá en uno de los sillones, se sentó frente a él, y el Sr. Révérony quiso que yo ocupara el del medio. Rehusé cortésmente, pero él insistió, diciéndome que tenía que demostrar si era capaz de obedecer. 
Me senté enseguida, sin pensarlo dos veces, y tuve que pasar por la vergüenza de verle a él tomar una silla mientras yo me veía arrellanada en un sillón donde habrían cabido cómodamente cuatro como yo (y más cómodas que yo, ¡pues me hallaba muy lejos de estarlo...!)

Yo esperaba que hablaría papá, pero me dijo que explicara yo misma a Monseñor el motivo de nuestra visita. Lo hice lo más elocuentemente que pude. Pero Su Excelencia, acostumbrado a la elocuencia, no pareció conmoverse mayormente por mis razones. Una sola palabra del Superior me hubiera valido mucho más que todas ellas, pero lamentablemente no la tenía y su oposición no abogaba precisamente en mi favor...

Monseñor me preguntó si hacía mucho tiempo que deseaba entrar en el Carmelo. -«Sí, Monseñor, muchísimo tiempo...» -«¡Vamos!, replicó riendo el Sr. Révérony, ¿no dirás que hace quince años que lo estás deseando?» «Desde luego, respondí yo riendo también. Pero no hay que quitar muchos años, porque deseo ser religiosa desde que tengo uso de razón, y deseé el Carmelo desde que lo conocí, porque me parecía que en esta Orden se verían satisfechas todas las aspiraciones de mi alma».

MONSEÑOR RÉVÉRONY

No sé, Madre querida, si fueron éstas exactamente mis palabras, creo que lo dije todavía peor; pero, bueno, ese fue el sentido. 
Monseñor, creyendo agradar a papá, intentó hacer que me quedara con él algunos años más. Por eso, no fue poca su sorpresa y su edificación al verlo ponerse de mi parte e interceder para que me concediera permiso para volar a los quince años.

Sin embargo, todo fue inútil. Dijo que antes de tomar una decisión, era indispensable tener una entrevista con el Superior del Carmelo. 

Nada podía yo escuchar que me causase una pena mayor, pues conocía la abierta oposición de nuestro Padre. Así que, sin tener en cuenta ya la recomendación del Sr. Révérony, hice algo más que enseñar diamantes a Monseñor: ¡se los regalé...! 

Vi muy bien que estaba emocionado. Poniendo su mano en mi cuello, apoyó mi cabeza sobre su hombro y me acarició como creo que nunca había acariciado a nadie. Me dijo que no todo estaba perdido, que estaba muy contento de que hiciese el viaje a Roma para afianzar mi vocación, y que, en vez de llorar, debería alegrarme. Añadió que, a la semana siguiente, tenía que ir a Lisieux y que le hablaría de mí al párroco de Santiago, y que no dudase que en Italia recibiría su respuesta.  

OBISPO DE BAYEUX

Comprendí que era inútil seguir insistiendo. Además, ya no tenía nada más que decir, pues había agotado todos los recursos de mi elocuencia. 

Monseñor nos acompañó hasta el jardín. Papá le hizo reír mucho contándole que, para aparentar más edad, me había hecho recoger el pelo. (Este detalle no lo echó Monseñor en saco roto, pues cuando habla de su «hijita» nunca deja de contar las historia de su pelo...)  

TERESITA SE HIZO RECOGER EL PELO PARA PARECER MAYOR

El Sr. Révérony quiso acompañarnos hasta la puerta del jardín del obispado, y dijo a papá que nunca se había visto una cosa así: «¡Un padre tan deseoso de entregar a Dios su hija como ésta de ofrecerse a él!»

Papá le pidió algunas explicaciones sobre la peregrinación, entre otras cómo había que ir vestidos para presentarse ante el Santo Padre. Aún lo estoy viendo darse vuelta ante el Sr. Révérony, diciéndole: «¿Estaré bien así...?» 

Él le había dicho también a Monseñor que si él no me daba permiso para entrar en el Carmelo, yo pediría esta gracia al Sumo Pontífice. 

Era muy sencillo en sus palabras y en sus modales mi querido rey, pero era tan guapo... Tenía una distinción tan natural, que debió de agradarle mucho a Monseñor, acostumbrado a verse rodeado de personajes que conocían todas las reglas de la etiqueta, pero no al Rey de Francia y de Navarra en persona con su reinecita ...

Cuando llegué a la calle, volvieron a correr las lágrimas, pero no tanto a causa de mi disgusto cuanto por ver que mi papaíto querido acababa de hacer un viaje inútil... Él, que saboreaba ya por adelantado la alegría de enviar un telegrama al Carmelo anunciando la feliz respuesta de Monseñor, se veía obligado a volver sin respuesta de ninguna clase... 

¡Qué disgusto tan grande tenía yo...! Me parecía que mi futuro estaba roto para siempre. Cuanto más me acercaba a la meta, más veía embrollarse mis asuntos.

Mi alma estaba hundida en la amargura, pero también en la paz, pues lo único que buscaba era la voluntad de Dios. 

En cuanto llegamos a Lisieux, fui a buscar consuelo en el Carmelo, y lo encontré a tu lado, Madre querida. ¡No!, nunca olvidaré todo lo que tú sufriste por mi causa. Si no temiera profanarlas sirviéndome de ellas, podría repetir las palabras que Jesús dirigió a los apóstoles la noche de su Pasión: «Tú has permanecido siempre conmigo en mis pruebas...» 

También mis queridísimas hermanas me ofrecieron muy dulces consuelos... 




NOTAS

(1) Mons Hugonin, obispo de Bayeux desde hacía veinte años. 

(2) Imitación, III, 5, 4.

(3) Vicario general 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
  

No hay comentarios:

Publicar un comentario