Tres días después del viaje a Bayeux, tenía que emprender otro mucho más largo: el viaje a la ciudad eterna (1)...
¡Qué viaje aquél...! Sólo en él aprendí más que en largos años de estudios, y me hizo ver la vanidad de todo lo pasajero y que todo es aflicción de espíritu bajo el sol...
Sin embargo, vi cosas muy hermosas; contemplé todas las maravillas del arte y de la religión; y, sobre todo, pisé la misma tierra que los santos apóstoles y la tierra regada con la sangre de los mártires, y mi alma se ensanchó al contacto con las cosas santas...
Me alegro mucho de haber estado en Roma; pero comprendo a quienes, en el mundo, pensaron que papá me había hecho hacer este largo viaje para hacerme cambiar de idea sobre la vida religiosa. Y la verdad es que hubo cosas en él capaces de hacer vacilar una vocación poco firme.
Celina y yo, que nunca habíamos vivido entre gentes del gran mundo, nos encontramos metidas en medio de la nobleza, de la cual se componía casi exclusivamente la peregrinación (2).
Pero todos aquellos títulos y aquellos «de», lejos de deslumbrarnos, no nos parecían más que humo...Vistos de lejos, me habían ofuscado un poco alguna vez, pero de cerca, vi que «no todo lo que brilla es oro» y comprendí estas palabras de la Imitación: «No vayas tras esa sombra que se llama el gran nombre, ni desees tener muchas e importantes relaciones, ni la amistad especial de ningún hombre (3)».
Comprendí que la verdadera grandeza está en el alma, y no en el nombre, pues como dice Isaías: «El Señor dará otro nombre a sus elegidos», y san Juan dice también: «Al vencedor le daré una piedra blanca, en la que hay escrito un nombre nuevo que sólo conoce quien lo recibe». Sólo en el cielo conoceremos, pues, nuestros títulos de nobleza. Entonces cada cual recibirá de Dios la alabanza que merece. Y el que en la tierra haya querido ser el más pobre y el más olvidado, por amor a Jesús, ¡ése será el primero y el más noble y el más rico...!
La segunda experiencia que viví se refiere a los sacerdotes. Como nunca había vivido en su intimidad, no podía comprender el fin principal de la reforma del Carmelo. Orar por los pecadores me encantaba; ¡pero orar por las almas de los sacerdotes, que yo creía más puras que el cristal, me parecía muy extraño...!
Durante un mes conviví con muchos sacerdotes santos, y pude ver que si su sublime dignidad los eleva por encima de los ángeles, no por eso dejan de ser hombres débiles y frágiles... Si los sacerdotes santos, a los que Jesús llama en el Evangelio «sal de la tierra», muestran en su conducta que tienen una enorme necesidad de que se rece por ellos, ¿qué habrá que decir de los que son tibios? ¿No ha dicho también Jesús: «Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?»
¡Qué hermosa es, Madre querida, la vocación que tiene como objeto conservar la sal destinada a las almas! Y ésta es la vocación del Carmelo, pues el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser apóstoles de apóstoles, rezando por ellos mientras ellos evangelizan a las almas con su palabra, y sobre todo con su ejemplo...
He de detenerme, pues si continuase hablando de este tema, ¡no acabaría nunca...!
Voy a contarte mi viaje, Madre querida, con algún detalle; perdóname si te doy demasiados, pues no pienso lo que voy a escribir, y lo hago en tantos ratos perdidos, debido al poco tiempo libre que tengo, que mi narración quizás te resulte aburrida... Me consuela pensar que en el cielo volveré a hablarte de las gracias que he recibido y que entonces podré hacerlo con palabras amenas y arrobadoras... Allí nada vendrá ya a interrumpir nuestros desahogos íntimos y con una sola mirada lo comprenderás todo... Mas como ahora necesito todavía emplear el lenguaje de esta triste tierra, trataré de hacerlo con la sencillez de un niño que conoce el amor de su madre...
NOTAS
(1) Peregrinación (del 7 de noviembre al 2 de diciembre de 1887) organizada por la diócesis de Coutances con ocasión de las bodas de plata sacerdotales de León XIII y como «testimonio de fe» frente a las «expoliaciones anticlericales» (en Italia). La diócesis de Bayeux se había asociado a ella, y el Sr. Révérony iba representando a Mons. Hugonin.
(2) Ciento noventa y cinco peregrinos, setenta y tres de los cuales eran eclesiásticos y numerosas familias nobles de Normandía
(3) Imitación, II, 24, 2.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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