lunes, 6 de agosto de 2018

MUERTE DE SANTA TERESITA, SU NACIMIENTO PARA EL CIELO


30 de septiembre

Jueves, día de su preciosa muerte. 

Por la mañana, estuve velándola durante la Misa. No me decía ni una palabra. Estaba agotada, jadeante. Adivinaba que sus sufrimientos eran indecibles. Juntó un momento las manos, y mirando la estatua de la Santísima Virgen: 

¡Con qué fervor la he invocado! Pero es la agonía pura, sin mezcla alguna de consuelo. 
 

Le dije algunas palabras de compasión y de cariño, y añadí que me había edificado mucho durante su enfermedad. 

¿Y tú? ¡Todos los consuelos que me has proporcionado...! ¡Han sido muy grandes! 

Se puede decir sin exagerar que pasó todo el día, sin un solo instante de respiro, entre verdaderos tormentos. 

Parecía estar al límite de sus fuerzas, y sin embargo, con gran sorpresa nuestra, podía moverse y sentarse en la cama. 

... ¡Ya veis, nos decía, con cuántas fuerzas me encuentro hoy! ¡No, no estoy para morir! ¡Tengo todavía para meses, tal vez para años! 

Y si Dios así lo quisiera, dijo nuestra Madre, ¿lo aceptarías? 

Comenzó a contestar, sumida en la angustia: 

No habría más remedio... 

Pero rehaciéndose enseguida, dijo con acento de resignación sublime, dejándose caer sobre las almohadas: 

¡Lo acepto! 

Pude recoger las siguientes exclamaciones, pero es imposible reproducir el acento con que las dijo: 

 Ya no creo en mi muerte... Ya no creo más que en el sufrimiento... Pues bien, ¡mejor que mejor! 

¡Dios mío...! 

 ¡Amo a Dios! 

¡Querida Virgen Santísima, ven en mi ayuda! 

Si esto es la agonía, ¿qué será la muerte? 

¡Ay, mi buen Dios...! Sí, es muy bueno, me parece muy bueno... 
 

Mirando a la Santísima Virgen: 

¡Tú sabes que me estoy ahogando! 
 

A mí: 

¡Si supieras lo que es ahogarse! 

Dios te ayudará, pobrecita, y pronto terminará todo. 

Sí, ¿pero cuándo? 

... ¡Dios mío, ten compasión de tu pobre hijita! ¡Ten compasión de ella! 
 

A nuestra Madre: 
 
¡Ay, Madre, le aseguro que el cáliz está lleno hasta los bordes...! 

... Pero Dios no me abandonará, seguro... 

... Nunca me ha abandonado. 

 ... Sí, Dios mío, todo lo que quieras, ¡pero ten piedad de mí! 

 ... Hermanitas, hermanitas, ¡rezad por mí! 

 ... ¡Dios mío, Dios mío! ¡¡Tú que eres tan bueno!! 

... ¡Sí, eres bueno! Lo sé... 
 

Después de Vísperas, nuestra Madre le puso sobre las rodillas una estampa de Nuestra Señora del Carmen.  



La miró un instante y, cuando nuestra Madre le dijo que pronto acariciaría a la Santísima Virgen como el Niño Jesús lo hacía en aquella estampa, dijo: 

Madre, presénteme pronto a la Santísima Virgen, ¡que soy un bebé que no puede más...! Prepáreme a bien morir. 

Nuestra Madre le contestó que, como ella siempre había comprendido y practicado la humildad, ya estaba preparada. Reflexionó un instante y pronunció humildemente estas palabras: 

Sí, me parece que nunca he buscado más que la verdad. Sí, he comprendido la humildad del corazón... Me parece que soy humilde. 

Y volvió a repetir: 

Todo lo que he escrito sobre mis deseos de sufrir es, con todo, una gran verdad. 

... Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor. 


Con insistencia: 

No, no me arrepiento, ¡al contrario! 

Un poco más tarde: 

¡Nunca hubiera creído que fuese posible sufrir tanto (*)! ¡Nunca! ¡Nunca! No puedo explicármelo, a no ser por los ardientes deseos que he tenido de salvar almas. 

(*) No se le administró ni una sola inyección de morfina. 

Hacia las cinco, yo estaba sola a su lado. Su semblante cambió de pronto y comprendí que era la última agonía. 

Cuando la comunidad entró en la enfermería, acogió a todas las hermanas con una dulce sonrisa. Tenía en las manos el crucifijo y lo miraba sin cesar. 

Durante más de dos horas, desgarró su pecho un terrible estertor. Tenía el rostro congestionado, las manos amoratadas, los pies helados y le temblaban todos los miembros. Un sudor abundante perlaba su frente con gotas enormes y le resbalaba por las mejillas. La opresión era creciente y de vez en cuando, para respirar, emitía débiles gritos involuntarios. 

Durante todo este tiempo, tan cargado de angustia para nosotras, entraba por la ventana todo un gorjeo de petirrojos y de otros pajarillos, es me hacía sufrir mucho, ¡pero tan fuerte, tan cerca y tan largo rato! Yo pedía a Dios que los hiciese callar, pues aquel concierto me traspasaba el corazón y temía que fatigase a nuestra pobre Teresita.  




En un determinado momento, parecía tener tan reseca la boca, que sor Genoveva, pensando aliviarla, le puso en los labios un trocito de hielo. Ella lo aceptó, dirigiéndole una sonrisa que jamás olvidaré. Era como un supremo adiós. 

A las seis, cuando sonó el ángelus, miró largamente la estatua de la Santísima Virgen. 

Por fin, a las siete y algunos minutos, habiendo despedido nuestra Madre a la comunidad, suspiró: 

Madre, ¿no es esto aún la agonía...? ¿No me voy a morir...? 
 

Sí, pobrecita mía, es la agonía, pero tal vez Dios quiera prolongarla algunas horas. 

Ella continuó valientemente: 

Pues bien... ¡adelante...! ¡adelante...! 


No quisiera sufrir menos tiempo... 



Y mirando al crucifijo: 

¡Lo amo...!  ¡Dios mío..., te amo! 

Y de pronto, tras pronunciar estas palabras, cayó suavemente hacia atrás, con la cabeza inclinada hacia la derecha. Nuestra Madre mandó que tocasen a toda prisa la campana de la enfermería, para llamar a la comunidad. 

«Abrid todas las puertas», decía al mismo tiempo. Estas palabras tenían un no sé qué de solemne, y me hicieron pensar que en el cielo Dios se las decía también a los ángeles. 

Las hermanas tuvieron tiempo de arrodillarse en torno a su lecho y fueron testigos del éxtasis de la santa moribunda. Su rostro había recuperado el color de azucena que tenía cuando gozaba de plena salud, sus ojos estaban fijos en lo alto, refulgentes de paz y de alegría. 
Hacía unos movimientos de cabeza como si Alguien la hubiera herido divinamente con una flecha de amor y luego retirase la flecha para volver a herirla de nuevo... 

Sor María de la Eucaristía se acercó con un cirio para ver más de cerca su sublime mirada. A la luz de aquel cirio, no se percibió movimiento alguno en sus pupilas. Este éxtasis duró aproximadamente el espacio de un credo, y exhaló el último suspiro. 

Después de su muerte conservó una sonrisa celestial. La suya era una belleza encantadora. Tenía tan fuertemente asido el crucifijo, que hubo que arrancárselo de las manos para amortajarla. Sor María del Sagrado Corazón y yo cumplimos este oficio con sor Amada de Jesús y nos dimos cuenta al hacerlo de que no aparentaba tener más de 12 ó 13 años. 
 

Sus miembros permanecieron flexibles hasta su inhumación, que tuvo lugar el lunes 4 de octubre de 1897. 


Sor Inés de Jesús 

(Relato de sor Inés de Jesús, que era Paulina, hermana de sangre de santa Teresita)




Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, últimas conversaciones con la Madre Inés de Jesús.

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