Un día que yo estaba desanimada, y atribuía este estado de depresión a mi fatiga, ella me dijo:
«Cuando no practicáis la virtud, no habéis de creer nunca que es debido a una causa natural, como la enfermedad, el tiempo, o el mal humor. Debéis buscar un gran motivo de humillación y colocaros entre las almas pequeñas, puesto que no podéis practicar la virtud sino de una manera tan débil.
Lo que ahora necesitáis no es practicar las virtudes heroicas, sino adquirir la humildad. Para ello será necesario que vuestras victorias vayan siempre mezcladas con algunas derrotas, de suerte que no podáis complaceros en ellas.
Por el contrario, su recuerdo os humillará, mostrándoos que no sois un alma grande. Hay algunas que mientras están en este mundo no tienen nunca la alegría de verse apreciadas de las criaturas lo cual les impide creer que tienen la virtud que ellas admiran en otras.
«Últimamente, me dijo, sentí un movimiento natural contra una Hermana; creo que ella no se dio cuenta, pues el combate era interior. Sin embargo, he fomentado en mí el pensamiento de que aquella religiosa me había hallado sin virtud, y me he sentido muy dichosa pensándolo así».
Otra vez, en una ocasión semejante, me decía: «Me colma de alegría el haber sido imperfecta, Dios me ha concedido hoy grandes gracias, es un buen día...».
Yo le pregunté entonces cómo podía probar esos sentimientos.
«Mi pequeño sistema, me contestó, consiste en estar siempre alegre, en sonreír siempre, lo mismo cuando caigo que cuando consigo una victoria».
Esta alma, tan fuerte, dudaba tanto de si misma que se creía capaz de los más grandes pecados. Había escrito al pie de una estampa de Jesús crucificado éstas palabras, que traducían las disposiciones habituales de su alma: «Señor, vos sabéis que os amo..., pero tened piedad de mi, pues no soy más que un pecador»
Me recordaba una pequeña anécdota en la que había tocado como con el dedo la frivolidad humana, a la que nadie puede sustraerse.
La noche de Navidad de 1887, noche en que esperaba entrar en el Carmelo, fue para ella de extraordinaria aflicción: viéndose todavía en el mundo, a pesar de todas sus diligencias, su alma agonizaba.
«¡Pues bien!, me dijo ella más tarde; ¿queréis creer que a pesar de este océano de amargura en el que me veía abismada, estaba contenta de estrenar mi bonito sombrero azul, adornado con una paloma blanca? ¡Qué extrañas son estas sinuosidades de la naturaleza!».
Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)
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