martes, 26 de noviembre de 2019

MAESTRA DE NOVICIAS

1 El 20 de febrero de 1893, la Reverenda Madre Inés de Jesús, elegida Priora del Carmelo de Lisieux, nombró Maestra de novicias a la Madre María de Gonzaga, a quien ella sustituía en el gobierno de la Comunidad. 

Poco después pidió a Sor Teresa del Niño Jesús -de sólo veinte años de edad, pero cuya inteligencia y virtudes conocía mejor que nadie- que se ocupase discretamente de sus compañeras, recibiendo sus confidencias y formándolas en la vida religiosa. 
No había entonces en el noviciado con la Santa más que dos Hermanas (conversas): Sor Marta de Jesús y Sor María Magdalena del Santísimo Sacramento. Fueron entrando sucesivamente en el Carmelo de Lisieux y juntándose a ellas: Sor María de la Trinidad, el 16 de junio de 1894; Sor Genoveva de la Santa Faz, el 14 de septiembre de 1894; y su prima Sor María de la Eucaristía, el 15 de agosto de 1895. 

El 21 de marzo de 1896, la Madre María de Gonzaga fue reelegida Priora, y decidió juntar a esta carga la de Maestra de novicias. La Reverenda Madre Inés de Jesús le aconsejó que se hiciese ayudar lo más posible por Sor Teresa del Niño Jesús, que tan perfectamente había desempeñado desde hacia tres años la misión que se le confiara. La Madre María de Gonzaga se apropió fácilmente estos puntos de vista y dejó, prácticamente, toda la dirección del noviciado a Sor Teresa del Niño Jesús, que fue, por lo tanto, Maestra sin llevar el título, hasta su muerte, el 30 de septiembre de 1897. 


Sólo después de haber sustituido completamente en el noviciado a la Madre María de Gonzaga -es decir, a partir de marzo de 1896-, la Santa reunía diariamente a las novicias, después de vísperas, de dos horas y media a tres.
 No les daba conferencia propiamente dicha. Su enseñanza no tenía nada de sistemática. Les leía o les hacía leer algunos pasajes de la Regla, de las Constituciones o del Manual de las Costumbres Santas, llamado «Papel de multas», daba algunas explicaciones o precisiones que juzgaba oportunas, o respondía a las preguntas que le hacían las jóvenes Hermanas; después. reprendía sus faltas, si las había, y hablaba familiarmente con ellas sobre lo que podía interesarles en aquel momento, referente a la espiritualidad o a las labores en curso.

En sus conversaciones particulares con las novicias, la Santa daba los consejos que mejor se adaptaban a cada una. Esclarecía los casos de conciencia y las dificultades de sus novicias según las tendencias personales de las mismas, según sus necesidades propias, según sus pruebas o alegrías actuales. Sucedía que ciertos consejos dados a una, no hubieran convenido a otra. Esto había sido puesto de, relieve por la misma Santa. (Se observará en el pasaje que sigue un raro don sobrenatural de psicología, que. se encuentra en toda su actuación entre las novicias):
«.... He comprobado que todas las almas sostienen poco más o menos los mismos combates y, por otra parte, que existe entre ellas una diferencia extrema; esta diferencia obliga a no llevarlas de la misma manera... Llega una a comprender que es absolutamente necesario olvidar los propios gustos, los conceptos personales, y que se ha de guiar a las almas, no por el propio camino, por la propia ruta, sino por el camino particular que Jesús indica a cada una...»
«...¿Qué sucedería si un hortelano poco diestro no injertase bien sus árboles, si no supiese distinguir la naturaleza de cada uno o quisiese hacer brotar, por ejemplo, rosas de un albérchigo? Por eso, es necesario saber reconocer desde la infancia lo que Dios pide a las almas y secundar la acción de su gracia, sin aceleraría ni retrasaría nunca...» 
La Santa hacía esta observación, tan juiciosa, a propósito de la educación de los niños. ¡ Qué bien supo tenerla en cuenta en esta educación de las almas, en la formación dada al noviciado! 

Inspirándose también en estas observaciones, cada uno escogerá de entre estos Consejos y Recuerdos los que mejor respondan a sus necesidades personales, pues todos no pueden convenir indistintamente a cada lector. 

Nuestra santa Maestra era de una gran bondad, pero también de una gran firmeza, y no nos pasaba absolutamente nada. Tan pronto como se apercibía de alguna imperfección, iba a buscar a la culpable y, aunque esto le costaba mucho, nada la detenía en el cumplimiento de su deber.
Un día, en un dulce desahogo, Sor Teresa del Niño Jesús me dijo: 
«El tiempo que he pasado ocupándome de las novicias ha sido para mí una vida de guerra, de lucha, Dios ha trabajado para mí..., yo trabajaba para Él, y nunca mi alma ha adelantado tanto... No buscaba ser amada, no me preocupaba de lo que se pudiera decir o pensar de mí, no buscaba sino complacer a Dios, sin desear que mis esfuerzos diesen fruto. Sí, hay que sembrar el bien a nuestro alrededor sin preocuparnos de su cosecha. El trabajo para nosotros, el éxito para Jesús. No temer la batalla cuando se trata del bien del prójimo, reprender a despecho de la propia tranquilidad personal, y mucho más con el fin de servir a Dios que con el fin de lograr que las novicias comprendan. Y para que una
reprensión reporte fruto, es necesario que cueste hacerla y no tener ni sombra de pasión en el corazón». 


Este testimonio es exacto. Yo notaba su gran renunciamiento, su paciencia en escucharnos, en instruirnos, sin buscar alegría ni distracción alguna. Me daba cuenta también de su desinterés y del celo con que se ocupaba de las novicias menos dotadas, mostrándoles siempre el mayor afecto. Respetaba a las almas, cualesquiera que fuesen.

Para todo lo que le decíamos tenía ella una respuesta y, para hacerse comprender bien, citaba textos de la Sagrada Escritura o contaba historias que grababan en nuestra memoria las Verdades que quería inculcarnos.
Yo admiraba su gran sagacidad en descubrir las astucias de la naturaleza, los diversos movimientos de nuestra alma. Tenía, en efecto, una perspicacia del todo celestial, hasta el punto de creer nosotras que a veces leía nuestro pensamiento. Se la notaba verdaderamente inspirada. Yo la consultaba en la creencia de que no podía equivocarse y de que el Espíritu Santo hablaba por su boca, sin que nada se saliese, sin embargo, de lo ordinario y sin que pareciese darse cuenta de la gracia que obraba por ella.

Acontecía molestarla las novicias a tiempo y a destiempo, marearla, hacerle preguntas indiscretas acerca de lo que escribía (el manuscrito de su vida o alguna carta a alguno de sus hermanos espirituales). Nunca la vi contestar de una manera impaciente en lo más mínimo, brusca, ni aun apresurada. Era siempre tranquila y dulce.

Como ella misma testimonia de sí, cuando se trataba de decir la verdad, no se detenía ante nada ni tenía miedo alguno a la guerra. Si era necesario reprendernos, no calculaba sus fuerzas. Todavía la veo, temblando de fiebre, quemada la garganta, en los últimos meses de su vida, reunir todo su vigor para afear la imperfección y corregir a una novicia. En una de estas ocasiones me dijo: Es necesario que muera con las armas en la mano, teniendo en la boca la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios»




Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)

 

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