lunes, 4 de noviembre de 2019

NOVICIAS Y HERMANOS ESPIRITUALES, INSTRUMENTOS DE DIOS, LOS QUE USTED ME DIO (1896 - 1897) MANUSCRITO C

Madre, Jesús ha concedido a su hija la gracia de penetrar en las profundidades misteriosas de la caridad. Si ella pudiese expresar todo lo que se la ha dado a entender, usted escucharía una melodía de cielo. Pero, ¡ay!, lo único que puedo hacerle oír son simples balbuceos infantiles... Si no vinieran en mi ayuda las propias palabras de Jesús, me sentiría tentada de pedirle disculpas y de dejar la pluma... Pero no, he de terminar por obediencia lo que comencé por obediencia.

Madre querida, yo escribía ayer que, al no ser míos los bienes de aquí abajo, no debería resultarme difícil no reclamarlos nunca si alguien me los quita.

Tampoco los bienes del cielo me pertenecen. Me han sido prestados por Dios, que puede quitármelos sin que yo tenga ningún derecho a quejarme.

Sin embargo, los bienes que vienen directamente de Dios, las intuiciones de la inteligencia y del corazón, los pensamientos profundos, todo eso constituye una riqueza a la que solemos apegarnos como a un bien propio que nadie tiene derecho a tocar...

Por ejemplo, si durante la licencia comunicamos a una hermana alguna luz recibida en la oración, y poco después esa hermana, hablando con otra, le dice lo que le habíamos confiado como si lo hubiese pensado ella misma, parece que se apropia de algo que no era suyo.
 

O bien, cuando en la recreación decimos por lo bajo a nuestra compañera una frase ingeniosa o que viene como anillo al dedo, si ella la repite en voz alta sin decir la fuente de donde procede, parece también un robo a la propietaria, que no reclama nada pero que tiene muchas ganas de hacerlo y que aprovechará la primera ocasión para hacer saber sutilmente que se han apropiado de sus pensamientos.

TERESITA FUE MAESTRA DE NOVICIAS
 
Madre, yo no sabría explicarle tan bien estos tristes sentimientos de la naturaleza si yo misma no los hubiese experimentado en mi propio corazón. Y me gustaría mecerme en la dulce ilusión de que sólo han visitado el mío, si usted no me hubiese mandado escuchar las tentaciones de sus queridas novicias.

En el cumplimiento de la misión que usted me confió he aprendido mucho. Sobre todo, me he visto obligada a practicar yo misma lo que enseñaba a las demás. Y así, ahora puedo decir que Jesús me ha concedido la gracia de no estar más apegada a los bienes del espíritu y del corazón que a los de la tierra.

Si alguna vez me ocurre pensar y decir algo que les gusta a mis hermanas, me parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo propio. Ese pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí, pues san Pablo dice que, sin ese Espíritu de amor, no podemos llamar «Padre» a nuestro Padre que está en el cielo. El es, pues, muy libre de servirse de mí para comunicar a un alma un buen pensamiento. Si yo creyera que ese pensamiento me pertenece, me parecería al «asno que llevaba las reliquias», que pensaba que los homenajes tributados a los santos iban dirigidos a él.

No desprecio los pensamientos profundos que alimentan el alma y la unen a Dios. Pero hace mucho tiempo ya que he comprendido que el alma no debe apoyarse en ellos, ni hacer consistir la perfección en recibir muchas iluminaciones. Los pensamientos más hermosos no son nada sin las obras.

Es cierto que los demás pueden sacar mucho provecho de las luces que a ella se le conceden, si se humillan y saben dar gracias a Dios por permitirles tomar parte en el festín de un alma a la que él se digna enriquecer con sus gracias. Pero si esta alma se complace en sus grandes pensamientos y hace la oración del fariseo, entonces viene a ser como una persona que se muere de hambre ante una mesa bien surtida mientras todos sus invitados disfrutan en ella de comida abundante y hasta dirigen de vez en cuando una mirada de envidia al personaje poseedor de tantos bienes.

¡Qué gran verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones...! ¡Y qué cortos son los pensamientos de las criaturas...! Cuando ven un alma con más luces que las otras, enseguida sacan la conclusión de que Jesús las ama a ellas menos que a esa alma y de que no las llama a la misma perfección. 


¿Desde cuándo no tiene ya derecho el Señor a servirse de una de sus criaturas para conceder a las almas que ama el alimento que necesitan? En tiempos del faraón el Señor aún tenía ese derecho, pues en la Sagrada Escritura le dice a este monarca: «Te he constituido rey para mostrar en ti mi poder y para hacer famoso mi nombre en toda la tierra». Desde que el Todopoderoso pronunció estas palabras han pasado siglos y siglos, y su forma de actuar sigue siendo la misma: siempre se ha servido de sus criaturas como de instrumentos para realizar su obra en las almas. 


Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux


 

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