sábado, 21 de septiembre de 2019

¡QUÉ POCO CONOCIDA ES LA BONDAD DE JESÚS!, CARTA 261



Al abate Bellière

J.M.J.T. 

Jesús + 26 de julio de 1897 

Querido hermanito: 

¡Cómo me ha gustado su carta (1)! Si Jesús escuchó sus plegarias y por ellas prolongó mi destierro, también escuchó, en su amor, las mías, puesto que usted está resignado a perder «mi presencia y mi acción sensible», como dice. 


Déjeme, hermanito, que le diga una cosa: Dios le tiene reservadas a su alma sorpresas muy agradables. Su alma, así me lo escribe, «está poco acostumbrada a las cosas sobrenaturales»; pues yo, que para algo soy su hermanita, le prometo hacerle saborear, después de mi partida para la vida eterna, la dicha que puede experimentarse al sentir cerca de sí a un alma amiga. Ya no será esta correspondencia, más o menos espaciada, siempre demasiado incompleta y que usted parece echar en falta, sino una conversación fraterna que maravillará a los ángeles, una conversación que las criaturas no podrán censurar porque estará escondida para ellas. 


¡Y qué estupendo me parecerá verme libre de estos despojos mortales que me harían ver a mi hermanito como a un extraño y como a un indiferente, si por un imposible me encontrase delante de él entre muchas personas...! Por favor, hermano, no imite a los hebreos, que añoraban «las cebollas de Egipto». Demasiado le he servido, de un tiempo acá, esas hortalizas que hacen llorar si las acercamos sin cocer a los ojos. 


Ahora mi sueño es compartir con usted «el maná escondido» (Apocalipsis) que el Todopoderoso prometió dar «al vencedor». Este maná celestial le atrae a usted menos que las «cebollas de Egipto» sólo porque está escondido; pero estoy segura de que, en cuanto yo pueda ofrecerle un alimento totalmente espiritual, no echará ya más en falta el que le habría dado si me hubiese quedado todavía mucho tiempo en la tierra. 

 

Sí, su alma es demasiado grande para apegarse a ningún consuelo de aquí abajo. Tiene que vivir por anticipado en el cielo, pues Jesús nos dijo: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón». ¿Y no es Jesús su único tesoro? Pues si él está en el cielo, allí debe morar su corazón. Y se lo digo con toda sencillez, querido hermanito: me parece que le va a ser más fácil vivir con Jesús cuando yo esté ya junto a él para siempre.  


Muy mal tiene que conocerme para temer que una relación detallada de sus faltas pueda disminuir el cariño que siento por su alma. Créame, hermano, que no necesitaré «tapar con la mano la boca a Jesús». Hace ya mucho tiempo que tiene olvidadas sus infidelidades, y sólo tiene presentes sus deseos de perfección para alegrar su corazón. Se lo ruego, no se arrastre a sus pies, siga ese «primer impulso que lo lleva a sus brazos».  
Ese es su sitio, y en esta carta he comprobado más aún que en las demás que le está prohibido ir al cielo por otro camino que no sea el de su pobre hermanita. 


Estoy completamente de acuerdo con usted: «al Corazón de Dios le entristecen más las mil pequeñas indelicadezas de sus amigos que las faltas, incluso graves, que cometen las personas del mundo». Pero, querido hermanito, yo pienso que eso es sólo cuando los suyos, sin darse cuenta de sus continuas indelicadezas, hacen de ellas una costumbre y no le piden perdón; sólo entonces Jesús puede decir aquellas palabras conmovedoras que la Iglesia pone en nuestra boca durante la semana santa: «Esas llagas que veis en mis manos son las que me hicieron en casa de mis amigos».

Pero cuando sus amigos, después de cada indelicadeza, vienen a pedirle perdón echándose en sus brazos, Jesús se estremece de alegría y dice a los ángeles lo que el padre del hijo pródigo dijo a sus criados: «Sacad enseguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y hagamos una fiesta». 


Sí, hermano mío, ¡qué poco conocida es la bondad y el amor misericordioso de Jesús...! Es cierto que, para gozar de estos tesoros, hay que humillarse, reconocer la propia nada, y eso es lo que muchas almas no quieren hacer. Pero, hermanito, ésa no es su manera de actuar. Por eso el camino de la confianza sencilla y amorosa está hecho a la medida para usted. Yo quisiera que usted fuese muy llano con Dios, pero también... conmigo. ¿Le sorprende la frase? Lo digo, querido hermanito, porque me pide perdón «por su indiscreción», consistente en desear saber si en el mundo ésta, su hermana, se llamaba Genoveva. A mí esa pregunta me parece completamente natural, y para demostrárselo voy a darle algunos detalles acerca de mi familia, pues no ha sido bien informado. 


Dios me dio un padre y una madre más dignos del cielo que la tierra. Pidieron al Señor que les diese muchos hijos y que los tomara para sí. Su deseo fue escuchado: cuatro angelitos volaron al cielo, y las 5 hijas que quedaron en la arena tomaron por esposo a Jesús. Mi padre, como un nuevo Abraham, subió por tres veces, con un valor heroico, la montaña del Carmelo para inmolar a Dios lo que tenía de más querido. Primero fueron las dos mayores; después la tercera de sus hijas (2), por consejo de su director y conducida por nuestro incomparable padre, hizo una prueba en un convento de la Visitación (Dios se contentó con la aceptación; más tarde volvió al mundo, donde vive como si estuviera en el claustro). Al Escogido de Dios no le quedaban ya más que dos hijas, una de 18 años y la otra de 14. Esta «Teresita», le pidió volar al Carmelo, lo que obtuvo sin dificultad de su buen padre, que llevó su condescendencia hasta acompañarla primero a Bayeux y después a Roma, con el fin de remover los obstáculos que retardaban la inmolación de la que él llamaba su reina. Y una vez que la condujo al puerto, dijo a la única hija que le quedaba (3): 
«Si quieres seguir el ejemplo de tus hermanas, tienes mi consentimiento, no te preocupes por mí». El ángel que debía sostener la ancianidad de ese santo le contestó que, después de su partida para el cielo, ella volaría también hacia el claustro, lo que llenó de alegría a quien no vivía ya más que para Dios (4).  


Pero una vida tan hermosa debía ser coronada con una prueba digna de ella. Poco tiempo después de mi partida, el padre a quien tan merecidamente amábamos sufrió un ataque de parálisis en las piernas, que se repitió varias veces; pero no podía quedarse todo ahí, pues entonces la prueba habría sido demasiado suave, ya que aquel heroico patriarca se había ofrecido a Dios como víctima (5). Por eso la parálisis cambió su curso y afectó a la cabeza venerable de la víctima que el Señor había aceptado... 


Ya no me queda espacio para contarle algunos detalles conmovedores. Sólo quiero decirle que tuvimos que beber el cáliz hasta las heces y separarnos de nuestro adorado padre durante tres años, confiándole a manos religiosas, pero extrañas. Él aceptó esta prueba, aun comprendiendo toda la humillación que entrañaba, y llevó su heroísmo hasta no querer que pidiésemos su curación.  

SENTADO EN LA SILLA DE RUEDAS ESTÁ EL PADRE DE SANTA TERESITA 
CUANDO ESTABA ENFERMO. 
LA CHICA QUE LE ECHA UN BRAZO ES CELINA

Hasta Dios, querido hermanito, espero volver a escribirle si el temblor de mi mano no va en aumento, pues me he visto obligada a escribir la carta en varias veces. 

Su hermanita, no «Genoveva», sino «Teresa» del Niño Jesús de la Santa Faz. 
 



 NOTAS::

(1) Una carta larga y de una gran confianza, de la que entresacamos algunos párrafos: «Mi santa y querida hermanita: ¡Lo he logrado! ¡Y qué fácil ha sido! Tengo su fotografía (...) A pesar de que haya «adoptado un aire solemne», como usted dice, querida hermana, yo la he encontrado igualita a como la conocía, muy buena, muy cariñosa, y -sí, sí- sonriente, diga usted lo que diga. Gracias por su condescendencia al darme esta alegría de tenerla casi realmente junto a mí, siempre conmigo. ¿Qué será cuando su propia alma anime esos rasgos, sonriéndole a la mía y viviendo de su vida? Eso será ya el cielo. ¿Y aún encontraré yo la manera de ser desdichado? ¿Cómo puede ser posible el menor sufrimiento cuando un rincón del cielo ilumina toda una vida? Pero, ¿sabe una cosa?, tengo miedo a que Jesús le cuente todas las penas que yo le he causado, toda mi miseria, y que entonces se enfríe su cariño. ¡Si supiera lo miserable que soy...! Si llega a ocurrir eso, ciérrele la boca desde el primer momento y venga, pues sin usted yo no puedo mantenerme en pie. (...) ¿Así que va a embarcarse conmigo para Africa? Primero, al noviciado (...) Y después de tres años, saldremos para el desierto, seremos misioneros. Allí usted se encontrará como pez en el agua. No nos faltará el sufrimiento, pero entonces yo seré su representante, porque usted ya no sufrirá. (...) 

«Doy gracias a Jesús que ha querido dejarla un poco más entre nosotros. ¡Sí, cierto, cómo nos ama! Yo le he rezado mucho, le he exigido, le he gritado, y él se ha dejado vencer por nuestro dolor y nuestras lágrimas. Sin embargo, yo estaba resignado. En un primer momento la impetuosidad del dolor se desahogó en voz alta, luego vino la calma, y al final acabé pensando como usted. Sí, es bueno que se vaya. Además, así estará más cerca de mí. Pero mire una cosa: su presencia -o al menos su acción- ya no será sensible como ahora, y yo, que estoy poco acostumbrado a las cosas sobrenaturales, no logro hacerme a la idea de que usted estará realmente más presente en mi acción. No importa, ya no protesto, estoy preparado para su partida, quizás en parte debido a que no me parece tan inminente, ya que usted aún sigue viva. 
 

[Me dice], «hermanita, que se siente feliz de saber que he entrado en el Amor por el camino de la confianza. Creo, igual que usted, que ése es el único camino que puede conducir al puerto. En mis relaciones con los hombres nunca he hecho nada por temor. Nunca pude obedecer a la fuerza; los castigos de los profesores me dejaban frío, mientras que las reprensiones hechas con cariño y con dulzura hacían que se me saltasen las lágrimas y me inducían a pedir disculpas y a hacer promesas que ordinariamente cumplía. Con Dios me ocurría casi lo mismo. Si me presentaban a un Dios airado, con la mano siempre armada para descargarla, me entraba el desaliento y no hacía nada. Pero si miro a Jesús esperando pacientemente mi regreso y concediéndome una nueva gracia después de haberle pedido yo perdón por una nueva falta, me siento vencido y reanudo la marcha. 
Lo que ahora a veces me retiene no es Jesús, sino yo mismo: tengo vergüenza de mí mismo y, en vez de arrojarme en los brazos de este amigo, apenas me atrevo a arrastrarme a sus pies. Con frecuencia, un primer impulso me lanza a sus brazos, pero me detengo enseguida a la vista de mi miseria, y no me atrevo. Dígame, hermanita, ¿me equivoco? Pienso que al Corazón de Dios le entristecen mucho más las mil pequeñas cobardías e indelicadezas que le hacen sus amigos, que otras faltas, incluso graves, que escapan al control de la naturaleza. Usted me comprende y me hará generoso, irreprochable con Jesús. 

«(...) Gracias a usted y a su familia supe yo que había un Carmelo en Lisieux. Unos compañeros míos de Lisieux hablaban un día entre ellos de una tal familia Martin que había dado tres hijas al Carmelo, y de otros parientes más lejanos. Una de las hijas había entrado a los 15 quince años, y otra después de haber cuidado de una manera admirable hasta el final al afortunado de su padre. Yo me encontraba presente, y más tarde, cuando pensé en pedir una hermana al Carmelo, buscando adónde podría dirigirme, me acordé de que había un Carmelo en Lisieux. Y ya ve qué coincidencia: su hermana me recibió y usted, la única de la que yo había oído hablar, me fue dada por hermana. Cuando recibí sus «fechas», me impresionaron las semejanzas, y saqué algunas conclusiones. ¿Me he equivocado? ¿No es usted la que en el mundo se llamaba la señorita Genoveva Martin? Le pido perdón por mi indiscreción, pero usted me ha enseñado a no tener nada oculto. Eso es. Sin embargo, una vez más perdón». (LC 191, 21/7/1897). 

(2) Leonia. 

(3) Celina. 

 (4) Cf en Histoire d'un âme (ed. 1989, p. 347, nota 23) el añadido de la madre Inés: «Ven (dijo), vamos juntos ante el Santísimo Sacramento para dar gracias al Señor por las gracias que ha concedido a nuestra familia y por el honor que hace escogiendo a sus esposas en mi casa. Sí, (...) si yo tuviese algo mejor, me apresuraría a ofrecérselo». Ese algo mejor ¡era él mismo! Y el Señor lo aceptó como hostia de holocausto, lo probó como al oro en el crisol y lo encontró digno de sí. (Sb 3, 6). 

(5) Ibid., p. 347, nota 19: «Madre mía, ¿te acuerdas de ese día, de esa visita al locutorio en que nos dijo: «Hijas, vengo de Alençon, donde he recibido en la iglesia de Nuestra Señora gracias tan grandes y tales consuelos, que he hecho esta oración: ¡Dios mío, es demasiado! Sí, soy demasiado feliz, no se puede ir al cielo así, quiero sufrir algo por ti. Y me he ofrecido...»? La palabra víctima expiró en sus labios, no se atrevió a pronunciarla delante de nosotras, pero nosotras comprendimos».
 

Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, cartas.







 

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