ABATE BELLIÉRE |
J.M.J.T.
25 de abril de 1897
Alleluia
Querido Hermanito (1):
Mi pluma, o, más bien, mi corazón se niega a llamarle en adelante «señor abate», y nuestra Madre me ha dicho que, al escribirle, puedo utilizar el mismo nombre que empleo cuando le hablo de usted a Jesús. Creo parece que nuestro divino Salvador se ha dignado unir nuestras almas para trabajar por la salvación de los pecadores, como unió en otro tiempo la del venerable Padre de la Colombière y la de la beata Margarita María. Hace poco leía en la vida de esta santa (2):
«Un día, al acercarme a Nuestro Señor para recibirle en la sagrada comunión, me mostró su Sagrado Corazón como una hoguera ardiente, y otros dos corazones (el suyo y el del Padre de la Colombière) que iban a unirse y a abismarse en él, y me dijo: Así es como mi amor puro une a estos tres corazones para siempre. Me dio a entender también que esta unión era toda ella para su gloria, y que, por eso, quería que fuéramos los dos como hermano y hermana, participantes por igual de los bienes espirituales. Y como yo le representase al Señor mi pobreza y la desigualdad que había entre un sacerdote de tan gran virtud y una pobre pecadora como yo, me dijo: Las riquezas infinitas de mi Corazón lo suplirán todo y lo igualarán todo».
Tal vez, hermano mío, la comparación no le parezca acertada. Es verdad que usted no es aún un Padre de la Colombière, pero no dudo que algún día usted será, como él, un verdadero apóstol de Cristo.
En cuanto a mí, ni siquiera me pasa por el pensamiento la idea de compararme con la beata Margarita María; simplemente, me limito a constatar el hecho de que Jesús me ha escogido para ser la hermana de uno de sus apóstoles, y las palabras que aquella santa amante de su Corazón le dirigía por humildad se las repito yo con toda verdad. Por eso, espero que sus riquezas infinitas suplirán todo lo que a mí me falta para llevar a cabo la obra que me confía.
MARGARITA MARÍA Y CLAUDIO DE LA COLOMBIÉRE
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En cuanto a mí, ni siquiera me pasa por el pensamiento la idea de compararme con la beata Margarita María; simplemente, me limito a constatar el hecho de que Jesús me ha escogido para ser la hermana de uno de sus apóstoles, y las palabras que aquella santa amante de su Corazón le dirigía por humildad se las repito yo con toda verdad. Por eso, espero que sus riquezas infinitas suplirán todo lo que a mí me falta para llevar a cabo la obra que me confía.
Me alegro enormemente de que Dios se haya servido de mis pobres versos para hacerle un poco de provecho. Me hubiera avergonzado de enviárselos si no hubiese recordado que una hermana no debe ocultar nada a su hermano. Y usted los ha acogido y juzgado, ciertamente, con un corazón fraternal... Seguramente que se habrá sorprendido de volver a encontrar «Vivir de amor». No era mi intención enviársela dos veces. Ya había empezado a copiarla cuando me acordé de que usted ya la tenía, y era demasiado tarde para volverme atrás.
Querido Hermanito, debo confesarle que en su carta hay algo que me ha apenado, y es que usted no me conoce como soy en realidad. Es cierto que, para encontrar almas grandes, hay que venir al Carmelo: al igual que en las selvas vírgenes, germinan en él flores de un aroma y de un brillo desconocidos para el mundo. Jesús, en su misericordia, ha querido que, entre esas flores, crezcan otras más pequeñas. Nunca podré agradecérselo bastante, pues, gracias a esa condescendencia, yo, pobre flor sin brillo alguno, me encuentro en el mismo jardín que esas rosas, mis hermanas. Por favor, hermano mío, créame: Dios no le ha dado por hermana a un alma grande, sino a una muy pequeñita e imperfecta.
No crea que sea humildad lo que me impide reconocer los dones de Dios; yo sé que Él ha hecho en mí grandes cosas, y así lo canto, feliz, todos los días (3).
No crea que sea humildad lo que me impide reconocer los dones de Dios; yo sé que Él ha hecho en mí grandes cosas, y así lo canto, feliz, todos los días (3).
Recuerdo con frecuencia que aquel a quien más se le ha perdonado debe amar más; por eso procuro que mi vida sea un acto de amor, y no me preocupo en absoluto por ser un alma pequeña, al contrario, me alegro de serlo. Y ése es el motivo por el que me atrevo a esperar que «mi destierro será breve» (4). Pero no es porque esté preparada, creo que nunca lo estaré si el Señor no se digna, él mismo, transformarme. Él puede hacerlo en un instante, y después de todas las gracias de que me ha colmado, espero también ésta de su misericordia infinita.
Me dice, hermano mío, que pida para usted la gracia del martirio. Esta gracia la he pedido muchas veces para mí, pero no soy digna de ella, y verdaderamente se puede decir con san Pablo: No es cosa del que quiere o del que corre, sino de Dios que es misericordioso. Y como el Señor parece no querer concederme otro martirio que el del amor, espero que me permita recoger, gracias a usted, esa otra palma que los dos ambicionamos.
Veo, gustosa, que Dios nos ha dado las mismas inclinaciones y los mismos deseos. Le he hecho sonreír, querido hermanito, con el cántico «Mis armas». Pues bien, le haré sonreír de nuevo diciéndole que desde mi niñez he soñado con combatir en los campos de batalla... Cuando comencé a estudiar la historia de Francia, el relato de las hazañas de Juana de Arco me entusiasmaba; sentía en mi corazón el deseo y el ánimo de imitarla; me parecía que el Señor me destinaba a mí también a grandes cosas. Y no me engañaba. Sólo que, en lugar de una voz del cielo invitándome al combate, yo escuché en el fondo de mi alma una voz más suave y más fuerte todavía: la del Esposo de las vírgenes, que me llamaba a otras hazañas y a conquistas más gloriosas. Y en la soledad del Carmelo he comprendido que mi misión no era la de hacer coronar a un rey mortal, sino la de hacer amar al Rey del cielo, la de someterle el reino de los corazones.
SANTA TERESITA Y JUANA DE ARCO |
Si Dios me concede una ahijadita, me sentiré feliz de responder a su deseo, dándole por protectores a la Santísima Virgen, a san José y a mi santa patrona.
En fin, querido hermanito, termino pidiéndole que disculpe mis interminables garabatos y lo deshilvanado de mi carta.
En el Sagrado Corazón de Jesús, soy para toda la eternidad
Su indigna hermanita,
Teresa del Niño Jesús de la Santa Faz rel. carm. ind.
(Quede bien entendido, ¿no?, que nuestras relaciones permanecerán secretas. Nadie, excepto su director, debe conocer la unión que Jesús ha establecido entre nuestras almas.)
NOTAS:
1 El abate Bellière acaba de escribir una larga carta, para Pascua, a la madre María de Gonzaga y a Teresa. Transcribimos aquí algunos párrafos de su carta a ésta última: «Mi buena y muy querida hermanita: (...) Aquí me tiene también usted para decirle la enorme alegría que me dio con las poesías que tuvo la bondad de copiarme. Han tenido que quitarle mucho tiempo de recreación, y casi casi le pido perdón por haber sido la causa de todo ese trabajo. Sin embargo, no quiero insistir demasiado, porque realmente me han gustado mucho. No espere, querida hermana, que se las alabe; ni siquiera se me ocurre, pues creo con toda razón que me quedaría muy por debajo de lo que realmente merecen. Sólo le digo que me he sentido encantado y feliz. Y esto no son simples cumplidos que le dirijo, sino la expresión de lo que siento. Usted las compuso para las carmelitas, pero los ángeles deben cantar con usted, y los hombres, por burdos que sean, como yo, encuentran un auténtico placer al leer y cantar esta poesía que nace del corazón. Todas me han gustado, y tal vez en especial: «Mi cántico de hoy», «A T. Vénard» (¡y con razón!), «Acuérdate», «A mi ángel de la guarda», etc. Perdón, me estoy dando cuenta de que las nombraría todas. Sí, todas me gustan y me parecen preciosas. Gracias, sencilla pero muy sinceramente, por su bondad. Usted sabe captar todos los matices, la dulzura de las sacristanas del Carmelo, y, junto a ella, los acentos viriles del guerrero en «Mis armas» Me gusta verla hablar de la lanza, del casco, de la coraza, del atleta, y me sonrío al imaginármela armada de esa manera. Sin embargo, Juana de Arco, -a quien usted tanto ama, y a la que yo mismo invoco a diario bajo ese título con el que la he saludado al final del cántico: ¡SANTA Juana de Francia!-, Juana de Arco llevó también esas mismas armas que usted canta y que son sin duda alguna su adorno más hermoso. Yo, hermana, soy y seguiré siendo fiel a la breve oración que usted me ha indicado; es algo sagrado para mí, y la rezaré siempre, incluso aunque... su destierro sea breve. Ya le había adivinado el pensamiento, hermana mía: en el Cántico del Amor había subrayado este verso: «Mi destierro, así lo espero, será corto», y este otro: «Siento que mi destierro va a acabar». Comprendo sus deseos y su impaciencia: usted, hermanita, está ya lista para entrar en el cielo, y su Esposo Jesús puede en cualquier momento extender la mano que la colocará en el trono de la gloria; usted está impaciente, como la esposa del Cantar de los Cantares. «Atráeme» hacia ti, dice, arrojándose a los pies de su Amado, totalmente consumida por la llama que la devora. Al estudiar y meditar este libro del Cantar de los Cantares, yo lo aplicaba a la carmelita y a su Esposo Jesús, y sin duda por eso lo he escrito ahora en ese sentido de manera casi natural, y por eso también han venido a caer juntos algunos versos de «Vivir de amor» y otros varios. Y tiene usted mucha razón cuando me dice que a mí no me está permitido cantar como usted. No, la verdad es que no, pues antes tengo que lograr, con un duro trabajo y una verdadera penitencia, que Dios olvide un pasado de pecado, y después hacer algo por Dios, trabajar en su viña. Antes de paladear los honores, Juana de Arco conoció los trabajos, y yo tengo que expiar mucho más que ningún otro. Y si alguna vez llego a conseguirlo, entonces le diré: Hermana mía, pídale a Dios que yo sucumba de dolor, pídale -¿por qué no?- que muera mártir (!). Este ha sido el sueño de toda mi vida. Antes, ambicionaba morir por Francia; hoy, por Dios, y usted lo sabe: «Si morir por su príncipe es una ilustre suerte», «cuando uno muere por su Dios, ¡cuál será la muerte!». (...)
«Le agradezco también sus intenciones como madrina, ¿pero no querrá también dar nombre, en recuerdo suyo, al pequeño Beduino, en el caso de que el 1º sea una niña? Le ruego que tenga esta amabilidad». (LC 177, 1718/4/1897).
2 Texto que Teresa sacó de un Bulletin du Sacré-Coeur de diciembre de 1896; cf Vie et Oeuvres de la Bienheureuse Marguerite-Marie Alacoque. Sa vie inédite par les Contemporaines, Poussièlgue, 1867, t. 2, p. 347.
3 Cf Ms C 4rº.
4 Poesía Vivir de amor (PN 17, estr. 9), del 26/2/1895.
Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, cartas.
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