Oí hablar de un gran criminal que acababa de ser condenado a muerte por unos crímenes horribles (1). Todo hacía pensar que moriría impenitente. Yo quise evitar a toda costa que cayese en el infierno (2), y para conseguirlo empleé todos los medios imaginables.
Sabiendo que por mí misma no podía nada, ofrecí a Dios todos los méritos infinitos (3) de Nuestro Señor y los tesoros de la santa Iglesia; y por último, le pedí a Celina que encargase una Misa por mis intenciones, no atreviéndome a encargarla yo misma por miedo a verme obligada a confesar que era por Pranzini, el gran criminal.
Tampoco quería decírselo a Celina, pero me hizo tan tiernas y tan apremiantes preguntas, que acabé por confiarle mi secreto. Lejos de burlarse de mí, me pidió que la dejara ayudarme a convertir a mi pecador. Yo acepté, agradecida, pues hubiese querido que todas las criaturas se unieran a mí para implorar gracia para el culpable.
En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan sólo «una señal» de arrepentimiento...
Mi oración fue escuchada al pie de la letra.
A pesar de que papá nos había prohibido leer periódicos, no creí desobedecerle leyendo los pasajes que hablaban de Pranzini. Al día siguiente de su ejecución, cayó en mis manos el periódico «La Croix». Lo abrí apresuradamente, ¿y qué fue lo que vi...? Las lágrimas traicionaron mi emoción y tuve que esconderme... Pranzini no se había confesado, había subido al cadalso, y se disponía a meter la cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, tocado por una súbita inspiración, se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas...! Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa (4) de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse...
Había obtenido «la señal» pedida, y esta señal era la fiel reproducción de las gracias que Jesús me había concedido para inclinarme a rezar por los pecadores. ¿No se había despertado en mi corazón la sed de almas precisamente ante las llagas de Jesús, al ver gotear su sangre divina? Yo quería darles a beber esa sangre inmaculada que los purificaría de sus manchas, ¡¡¡y los labios de «mi primer hijo» fueron a posarse precisamente sobre esas llagas sagradas...!!! ¡Qué respuesta de inefable dulzura...!
A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo de día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: «¡Dame de beber!»
Era un verdadero intercambio de amor: yo daba a las almas la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía esas mismas almas refrescadas por su rocío divino. Así me parecía que aplacaba su sed. Y cuanto más le deba de beber, más crecía la sed de mi pobre alma, y esta sed ardiente que él me daba era la bebida más deliciosa de su amor...
En poco tiempo Dios supo sacarme del estrecho círculo en el que yo daba vueltas y vueltas sin acertar a salir. Al contemplar ahora el camino que él me hizo recorrer, es grande mi gratitud.
Pero he de reconocer que, si el paso más importante estaba dado, todavía eran muchas las cosas que tenía que dejar.
Mi espíritu, liberado ya de los escrúpulos y de su excesiva sensibilidad, comenzó a desarrollarse. Yo siempre había amado lo grande, lo bello, pero en esta época me entraron unos deseos enormes de saber. No me conformaba con las clases y con los deberes que me ponía mi profesora, y me dediqué a hacer por mi cuenta estudios extras de historia y de ciencias. Las otras materias me eran indiferentes, pero estos dos campos del saber despertaban todo mi interés. Y así, en pocos meses adquirí más conocimientos que durante todos mis años de estudio.
¡Pero eso no era más que vanidad y aflicción de espíritu...! Me venía con frecuencia a la memoria el capítulo de la Imitación en que se habla de las ciencias. Pero, no obstante, yo encontraba la forma de seguir, diciéndome a mí misma que, estando en edad de estudiar, ningún mal había en hacerlo.
No creo haber ofendido a Dios (aunque reconozco que perdí inútilmente el tiempo), pues sólo le dedicaba un número limitado de horas, que no quería rebasar, a fin de mortificar mi deseo exacerbado de saber...
Estaba en la edad más peligrosa para las chicas. Pero Dios hizo conmigo lo que cuenta Ezequiel (5) en sus profecías: «Al pasar junto a mí, Jesús vio que yo estaba ya en la edad del amor. Hizo alianza conmigo, y fui suya... Extendió su manto sobre mí, me lavó con perfumes preciosos, me vistió de bordados y me adornó con collares y con joyas sin precio... Me alimentó con flor de harina, miel y aceite en abundancia... Me hice cada vez más hermosa a sus ojos y llegué a ser como una reina...»
Sí, Jesús hizo todo eso conmigo. Podría repetir esas palabras que acabo de escribir y demostrar que todas ellas, una por una, se han realzado en mí; pero las gracias que he referido más arriba son ya prueba suficiente de ello. Sólo voy a hablar del alimento que me dio «en abundancia».
NOTAS:
(1) Enrique Pranzini, de treinta y un años de edad, había degollado a dos mujeres y a una niña para robar, el 17/3/1887, en París. Su procesó concluyó el 13/7/1887 con la condena a muerte y fue guillotinado el 31/8.
(2) Teresa habla muy raras veces del infierno.
(3) Gesto extraordinario el de esta adolescente de catorce años, al ofrecer los méritos infinitos de Nuestro Señor. A Teresa le gusta subrayar el carácter infinito de los méritos de Jesús.
(4) Teresa no olvidó a Pranzini, y más tarde, en el Carmelo, cuando tenía algunos recursos, mandaba decir una misa por su hijo
(5) Teresa toma la cita de Ezequiel de san Juan de la Cruz (Cántico Espiritual, canc. 23, 6). Nótese cómo Teresa, a pesar de su pudor, nunca vacila en expresar con toda su fuerza el sentimiento amoroso, sea humano sea divino.
NOTAS:
(1) Enrique Pranzini, de treinta y un años de edad, había degollado a dos mujeres y a una niña para robar, el 17/3/1887, en París. Su procesó concluyó el 13/7/1887 con la condena a muerte y fue guillotinado el 31/8.
(2) Teresa habla muy raras veces del infierno.
(3) Gesto extraordinario el de esta adolescente de catorce años, al ofrecer los méritos infinitos de Nuestro Señor. A Teresa le gusta subrayar el carácter infinito de los méritos de Jesús.
(4) Teresa no olvidó a Pranzini, y más tarde, en el Carmelo, cuando tenía algunos recursos, mandaba decir una misa por su hijo
(5) Teresa toma la cita de Ezequiel de san Juan de la Cruz (Cántico Espiritual, canc. 23, 6). Nótese cómo Teresa, a pesar de su pudor, nunca vacila en expresar con toda su fuerza el sentimiento amoroso, sea humano sea divino.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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