LA IMITACIÓN DE CRISTO, UNA OBRA DE THOMAS DE KEMPIS |
Esa miel y ese aceite me los hizo encontrar en las charlas del Sr. abate Arminjon sobre el fin del mundo presente y los misterios de la vida futura. Este libro se lo habían prestado a papá mis queridas carmelitas; por eso, contra mi costumbre (pues yo no leía los libros de papá), le pedí permiso para leerlo.
Esa lectura fue también una de las mayores gracias de mi vida. La hice asomada a la ventana de mi cuarto de estudio, y la impresión que me produjo es demasiado íntima y demasiado dulce para poder contarla...
Todas las grandes verdades de la religión y los misterios de la eternidad sumergían mi alma en una felicidad que no era de esta tierra... Vislumbraba ya lo que Dios tiene reservado para los que le aman (pero no con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón). Y viendo que las recompensas eternas no guardaban la menor proporción con los insignificantes sacrificios de la vida, quería amar, amar apasionadamente a Jesús y darle mil muestras de amor mientras pudiese...
Copié varios pasajes sobre el amor perfecto y sobre la acogida que Dios dispensará a sus elegidos cuando él mismo sea su grande y eterna recompensa. Y repetía sin cesar las palabras de amor que habían abrasado mi corazón...
Anteriormente a esta época, yo me quejaba con frecuencia de no conocer los secretos de Celina; ella me contestaba que yo era demasiado pequeña, y que tendría que crecer la altura de un taburete para que pudiese tener confianza en mí... A mí me gustaba subirme a aquel precioso taburete cuando estaba junto a ella, y le decía que me hablase íntimamente; pero la treta no me daba resultado, la distancia nos seguía separando...
Jesús, que quería hacernos progresar juntas, formó en nuestros corazones unos lazos más fuertes que los de la sangre. Nos hizo hermanas del alma. Se hicieron realidad en nosotras las palabras del Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz (3) (cuando la esposa exclama, hablando al Esposo):
«A zaga de tu huella, las jóvenes discurren al camino, al toque de centella, al adobado vino, emisiones de bálsamo divino».
CELINA Y TERESA |
¡Qué dulces eran las conversaciones que todas las noches teníamos en el mirador! Con la mirada hundida en la lejanía, contemplábamos la blanca luna que se elevaba lentamente por detrás de los altos árboles... y los reflejos plateados que derramaba sobre la naturaleza dormida, las brillantes estrellas que titilaban en el azul profundo..., el soplo ligero de la brisa nocturna que hacía flotar las nubes de nieve. Y todo elevaba nuestras almas hacia el cielo, del que no contemplábamos todavía más que «el límpido reverso»...
No sé si me equivoco, pero creo que la expansión de nuestras almas se parecía a la de santa Mónica y su hijo, cuando en el puerto de Ostia caían los dos sumidos en éxtasis a la vista de las maravillas del creador...
Me parece que recibíamos gracias de un orden tan elevado como las concedidas a los grandes santos. Como dice la Imitación, a veces Dios se comunica en medio de un fuerte resplandor, a veces «tenuemente velado, bajo sombras y figuras».
De esta manera se dignaba manifestarse a nuestras alma, ¡pero qué fino y transparente era el velo que ocultaba a Jesús de nuestras miradas...! No había lugar para la duda, ya no eran necesarias la fe ni la esperanza: el amor nos hacía encontrar en la tierra al que buscábamos. «Al encontrarlo solo en la calle, nos besó, para que en adelante nadie pudiera despreciarnos».
Gracias tan grandes no podían quedar sin frutos, y éstos fueron abundantes. La práctica de la virtud se nos hizo dulce y natural. Al principio, mi rostro delataba muchas veces el combate, pero poco a poco esa impresión fue desapareciendo y la renuncia se me hizo fácil, incluso desde el primer momento.
a lo dijo Jesús: «Al que tiene se le dará, y tendrá de sobra». Por una gracia acogida con fidelidad, me otorgaba cantidad de gracias nuevas...
Se entregaba a mí en la sagrada comunión con mucha más frecuencia de la que yo me hubiera atrevido a esperar. Yo tenía como norma de conducta comulgar todas las veces que el confesor me lo permitiera, sin fallar una sola vez, pero dejando que fuese él quien decidiese cuántas, sin pedírselo nunca yo. En esa época no tenía la audacia que ahora tengo; de haberla tenido, hubiera actuado de distinta manera, pues estoy convencida de que un alma debe decir a su confesor el deseo que siente de recibir a su Dios. Él no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad...
El camino por el que iba eran tan recto y luminoso, que no necesitaba más guía que a Jesús... Comparaba a los directores a espejos fieles que reflejaban a Jesús en las almas, y decía que en mi caso Dios no se servía de intermediarios, sino que actuaba directamente él...
NOTAS:
(1) Santa Teresita solía leer "La Imitación" de Thomas de Kempis)
(2) Teresita Medía 1'62 m., y era la más alta de las hermanas Martin
(3) Cántico Espiritual, canc. 25
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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