Lo que no sabía era qué medio emplear para decírselo a papá... ¿Cómo hablarle de separarse de su reina, a él que acababa de sacrificar a sus tres hijas mayores (1)...?
¡Cuántas luchas interiores no tuve que sufrir antes de sentirme con ánimos para hablar...! Sin embargo, tenía que decidirme. Yo iba cumplir catorce años y medio, y sólo seis meses nos separaban de la hermosa noche de Navidad, en que había decidido ingresar a la misma hora en que el año anterior había recibido «mi gracia».
Escogí el día de Pentecostés para hacerle a papá mi gran confidencia. Todo el día estuve suplicando a los santos apóstoles que intercedieran por mí y que me inspiraran ellos las palabras que habría de decir... ¿No eran ellos, en efecto, quienes tenían que ayudar a aquella niña tímida que Dios tenía destinada a ser apóstol de apóstoles por medio de la oración y el sacrificio...?
Hasta por la tarde, al volver de Vísperas, no encontré la ocasión de hablar a mi papaíto querido. Había ido a sentarse al borde del aljibe, y desde allí, con las manos juntas, contemplaba las maravillas de la naturaleza. El sol, cuyos rayos habían perdido ya su ardor, doraba las copas de los altos árboles, en los que los pajarillos cantaban alegres su oración de la tarde.
El hermoso rostro de papá tenía una expresión celestial. Comprendí que la paz inundaba su corazón. Sin decir una sola palabra, fui a sentarme a su lado, con los ojos bañados ya en lágrimas. Me miró con ternura, y cogiendo mi cabeza la apoyó en su pecho, diciéndome: »¿Qué te pasa, reinecita... Cuéntamelo...» Luego, levantándose, como para disimular su propia emoción, echó a andar lentamente, manteniendo mi cabeza apoyada en su pecho.
Seguimos paseando un largo rato. Mi corazón, confortado por la bondad con que aquel padre incomparable había acogido mis confidencias, se volcó dulcemente en el suyo. Papá parecía gozar de esa alegría serena que da el sacrificio consumado. Me habló como un santo, y me gustaría acordarme de sus palabras para transcribirlas aquí, pero sólo conservo de ellas un recuerdo demasiado perfumado para poderlo expresar.
De lo que sí me acuerdo perfectamente es de la acción simbólica que mi querido rey realizó sin saberlo. Acercándose a un muro poco elevado, me mostró unas florecillas blancas, parecidas a lirios en miniatura ; y tomando una de aquellas flores, me la dio, explicándome con cuánto esmero Dios la había hecho nacer y la había conservado hasta aquel día. Al oírle hablar, me parecía estar escuchando mi propia historia, tanta semejanza había entre lo que Jesús había hecho con aquella florecilla y con Teresita ...
Puse mi florecita blanca en mi libro de la Imitación, en el capítulo titulado: «Del amor a Jesús sobre todas las cosas», y todavía sigue allí. Sólo el tallo se ha roto muy cerca de la raíz, y Dios parece decirme con eso que pronto romperá los lazos de su florecita y que no la dejará marchitarse en la tierra.
Una vez obtenido el consentimiento de papá, pensé que podría volar ya sin temor alguno hacia el Carmelo. Pero muchos y muy dolorosos contratiempos debían aún someter a prueba mi vocación.
NOTAS:
(1) María, Paulina y Leonia que acababa de comunicar su deseo de entrar en la Visitación de Caen, cosa que hará el 16/7/1887; Teresa habló con su padre el 29 de mayo (Pentecostés).
(2) El señor Martin ya se esperaba la partida de la última de sus hijas, pero el golpe fue sin duda muy duro para un hombre que había tenido, el 1 de mayo, un primer ataque de parálisis con hemiplejia parcial.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
(2) El señor Martin ya se esperaba la partida de la última de sus hijas, pero el golpe fue sin duda muy duro para un hombre que había tenido, el 1 de mayo, un primer ataque de parálisis con hemiplejia parcial.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux