domingo, 4 de febrero de 2018

POESÍA QUE DEDICÓ SANTA TERESITA A SANTA CECILIA


«Mientras sonaban los órganos,  Cecilia cantaba en su corazón» (Oficio divino)

¡Oh santa del Señor, yo contemplo extasiada
el surco luminoso que dejas al pasar;
aún me parece oír tu dulce melodía
y hasta mí llega tu celeste canto.
De mi alma desterrada escucha la plegaria,
déjame que descanse sobre tu dulce corazón de virgen,
inmaculado lirio que brilla en las tinieblas de la tierra
con claro resplandor maravilloso y casi sin igual.


Castísima paloma, pasando por la vida,
no buscaste a otro esposo que no fuera Jesús.
Habiendo él escogido por esposa a tu alma,
se había unido a ella,
hallándola aromada y rica de virtud.


Sin embargo, otro amante, radiante de hermosura
y de virtud, respiró tu perfume,
blanca y celeste flor.
Por hacerte flor suya y ganar tu ternura,
el joven Valeriano quiso darte, sin mengua,
todo su corazón.
Preparó sin demora, bodas maravillosas,
retembló su palacio de cantos melodiosos;
pero tu corazón de virgen repetía cánticos misteriosos,
cuyo divino eco se elevaba hasta el cielo.
Tan lejos de tu patria y viendo junto a ti a este frágil mortal,
¿qué otra cosa podías tú cantar?
¿Deseabas, acaso, abandonar la vida
y unirte para siempre con Jesús en el cielo?
¡Oh no, que no era eso!
Oigo vibrar tu lira, la seráfica lira de tu amor,
la de las dulces notas, cantando a tu Señor este sublime cántico: «Conserva siempre puro mi corazón, Jesús, mi tierno Esposo».

¡Inefable abandono, sublime melodía!
Revelas el amor en tu celeste canto, el amor que no teme,
que se duerme y olvida como un niño pequeño
en los brazos de Dios ... 



En la celeste bóveda brilló la blanca estrella
que a esclarecer venía con sus tímidos rayos
la noche luminosa que nos muestra, sin velo,
el virginal amor que en el cielo se tienen los esposos...

Entonces Valeriano se iluminó de gozo,
pues todo su deseo, Cecilia, era tu amor.
Mas halló mucho más en tu noble alianza:
¡le mostraste la vida que nunca acabará!


«¡Oh, mi joven amigo -tú misma le dijiste-,
cerca de mí está siempre un ángel del Señor 
que me conserva puro el corazón!
Nunca de mí se aparta, ni aun cuando estoy dormida,
y me cubre gozoso con sus alas azules.
Yo veo por la noche brillar su amable rostro
con una luz más suave que el rayo de la aurora,
su cara me parece la transparente imagen,
el purísimo rayo de la cara de Dios».

Replicó Valeriano: «Muéstrame ese ángel bello,
así a tu juramento podré prestar yo fe;
de lo contrario, teme desde ahora
que mi amor se transforme
en terribles furores y en odio contra ti».

¡Oh paloma escondida
en las hondas cavernas de la piedra,
no temiste la red del cazador!
El rostro de Jesús te mostraba sus luces, 
el sagrado Evangelio reposaba en tu pecho
..., y con dulce sonrisa al punto le dijiste:

«Mi celeste guardián escucha tu deseo,
tú le verás muy pronto, se dignará decirte 
que tienes que ser mártir para volar al cielo.
Mas antes que tú veas a mi ángel,
es cosa necesaria que el bautismo
derrame por tu alma una santa blancura,
que el verdadero Dios habite en ella,
que el Espíritu Santo le dé a tu corazón su propia vida.

El Verbo, Hijo del Padre, y el Hijo de María,
con un inmenso amor se inmola en el altar;
tienes que ir a sentarte al sagrado convite de la vida,
para comer a Cristo, que es el pan de los cielos.
  El serafín, entonces, te llamará su hermano,
y al ver tu corazón ya convertido en trono de su Dios,
hará que tú abandones las playas de la tierra,
tú verás la morada de este celeste espíritu de fuego».

«Mi corazón se quema en una nueva llama
-exclamó, transformado, el ardiente patricio-,
quiero que el Señor venga y que habite en mi alma,
¡oh, Cecilia, mi amor será digno del tuyo!»

Vestido con la blanca vestidura,
emblema de inocencia,
Valeriano vio al ángel hermoso de los cielos,
y contempló, extasiado, su sublime potencia,
vio el dulcísimo brillo que irradiaba su frente.
El serafín brillante sostenía en sus manos
frescas y bellas rosas, y blanquísimos lirios,
flores abiertas, todas, en el jardín del cielo
bajo el rato de amor del Astro creador.

«¡Oh, queridos esposos, a los que el cielo ama
-así les dijo el ángel del Señor -, 
las rosas del martirio servirán de corona
a vuestras frentes, y no hay lira ni voz
que cantar pueda este inmenso favor.
Yo que vivo abismado en mi Dios
y contemplo sus encantos,
no puedo ni inmolarme ni sufrir por su amor,
ofrecerle no puedo la sangre de mis venas
ni el llanto de mis ojos,
yo no puedo morir para expresar mi amor.
La pureza es del ángel brillante patrimonio,
su inabarcable gloria nunca terminará;
¡mas vosotros, mortales,
sobre el ángel tenéis la gran ventaja
de poder ser muy puros y de poder sufrir!



«En estos blancos lirios perfumados
estáis viendo vosotros el misterioso
símbolo de la virginidad,
que es el dulce presente del Cordero.
Coronados seréis con la blanca aureola,
por siempre y para siempre vuestro canto
será el cántico nuevo.
 Vuestra unión casta engendrará a otras almas
que por único esposo buscarán a Jesús; 
junto al trono divino, y entre los elegidos,
vosotros las veréis alzar su lumbre cual purísimas llamas».


¡Oh, préstame, Cecilia, tu dulce melodía!
Quisiera conquistarle a Jesús corazones,
y, como tú, quisiera sacrificar mi vida,
darle toda mi sangre y el llanto de mis ojos...
Haz que yo guste en la extranjera playa
el perfecto abandono, del amor dulce fruto.
¡Oh, mi santa querida, haz que vuele a tu lado,
muy pronto y para siempre, muy lejos de la tierra...! 




Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, poesías.


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