lunes, 27 de enero de 2020

SOR SAN PEDRO (1896 - 1897) MANUSCRITO C

Recuerdo un acto de caridad que el Señor me inspiró hacer siendo todavía novicia. No fue nada importante, pero nuestro Padre, que ve en lo escondido y que mira más a la intención que a la importancia de la obra, ya me lo ha pagado sin esperar a la otra vida. 


Era en la época en que sor San Pedro iba todavía al coro y al refectorio. En la oración de la tarde se ponía delante de mí. Diez minutos antes de las seis, una hermana tenía que encargarse de llevarla al refectorio, pues las enfermeras tenían en aquel entonces demasiadas enfermas para venir a buscarla a ella.
 

Me costaba mucho ofrecerme para prestar ese pequeño servicio, pues sabía que no era fácil contentar a la pobre sor San Pedro, que sufría tanto que no le gustaba andar cambiando de conductora. Sin embargo, no quería perder una ocasión tan hermosa de practicar la caridad, recordando que Jesús había dicho: 
Lo que hagáis al más pequeño de los míos, a mí me lo hacéis. 
Me ofrecí, pues, con mucha humildad a conducirla, ¡y no me costó poco trabajo conseguir que aceptara mis servicios! Al fin puse manos a la obra, y fue tanta mi buena voluntad, que el éxito fue completo.

Todas las tardes, cuando veía que sor San Pedro comenzaba a agitar su reloj de arena, sabía que eso quería decir: Vamos. 
Es increíble lo que me costaba hacer aquel esfuerzo, sobre todo al principio. Sin embargo, acudía inmediatamente, y a continuación comenzaba toda una ceremonia. 

Había que mover y llevar la banqueta de una determinada manera, y, sobre todo, no ir de prisa. Luego venía el paseo. Había que ir detrás de la pobre enferma, sosteniéndola por la cintura. Yo lo hacía con toda la suavidad posible; pero si, por desgracia, ella daba un paso en falso, ya le parecía que la sostenía mal y que se iba a caer. «¡Dios mío, vas demasiado deprisa, voy a romperme la crisma!» Si trataba de ir más despacio: «¡Pero sígueme, no siento tu mano, me has soltado, me voy a caer! Ya decía yo que tú eras demasiado joven para acompañarme» 

Por fin, llegábamos sin contratiempos al refectorio. Allí surgían nuevas dificultades. Había que sentar a sor San Pedro y actuar hábilmente para no lastimarla; luego, había que recogerle las mangas (también de una manera determinada); y entonces ya quedaba libre para marcharme. 

Con sus pobres manos deformadas, echaba el pan en la escudilla como mejor podía. No tardé en darme cuenta de ello, y ya ninguna tarde me iba sin haberle prestado ese pequeño servicio. Como ella no me lo había pedido, esa atención la conmovió mucho, y gracias a esa atención, que yo no había buscado intencionadamente, me gané por completo sus simpatías, y sobre todo (lo supe más tarde) porque, después de cortarle el pan, le dirigía antes de marcharme mi más hermosa sonrisa.

Madre querida, quizás le extrañe que le haya escrito este pequeño acto de caridad que tuvo lugar hace tanto tiempo. Si lo he hecho, es porque, gracias a él, tengo que cantar las misericordias del Señor. Dios ha querido que conserve este recuerdo como un perfume que me mueve a practicar la caridad. A veces recuerdo ciertos detalles que son para mi alma como una brisa de primavera. He aquí uno que me viene a la memoria:

Una tarde de invierno estaba yo, como de costumbre, cumpliendo con mi tarea. Hacía frío y era de noche... De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; unas jóvenes elegantemente vestidas se hacían unas a otras toda suerte de cumplidos y de cortesías mundanas. Luego mi mirada se posó sobre la pobre enferma a la que estaba sosteniendo: en vez de una melodía, escuchaba de tanto en tanto sus gemidos lastimeros; en vez de ricos dorados, veía los ladrillos de nuestro austero claustro apenas alumbrado por una lucecita. 

No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sí sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, que excedían de tal forma el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad... 

No, no cambiaría los diez minutos que me llevó realizar mi humilde servicio de caridad por gozar mil años de fiestas mundanas...

Si ya en el sufrimiento y en medio de la lucha es posible gozar un instante de una dicha que excede a todas las alegrías de la tierra sólo con pensar que Dios nos ha sacado del mundo, ¡qué será en el cielo cuando, abismadas en un júbilo y en un descanso eternos, veamos la gracia incomparable que el Señor nos ha concedido al elegirnos para habitar en su casa, verdadero pórtico del cielo...! 

No siempre he practicado la caridad entre estos transportes de júbilo. Pero en los comienzos de mi vida religiosa Jesús quiso hacerme sentir qué dulce es verle a él en el alma de sus esposas. Así, cuando llevaba a la hermana sor San Pedro, lo hacía con tanto amor, que no hubiera podido hacerlo mejor si hubiese tenido que llevar al mismo Jesús. 

No, la práctica de la caridad no me ha sido siempre tan dulce, como acabo, Madre, de decirle. Para demostrárselo, voy a contarle algunos pequeños combates que seguramente la harán sonreír.

Durante mucho tiempo, en la oración de la tarde, yo me colocaba delante de una hermana que tenía una curiosa manía, y pienso que también... muchas luces interiores, pues rara vez se servía de algún libro. Verá cómo me di cuenta.

En cuanto llegaba esa hermana, se ponía a hacer un extraño ruido, parecido al que se haría frotando dos conchas una contra otra. Sólo yo lo notaba, pues tengo un oído extremadamente fino (demasiado a veces).

Imposible decirle, Madre, cómo me molestaba aquel ruidito. Sentía unas ganas enormes de volver la cabeza y mirar a la culpable, que seguramente no se daba cuenta de su manía. Era la única forma de hacérselo ver. Pero en el fondo del corazón sentía que era mejor sufrir aquello por amor de Dios y no hacer sufrir a la hermana. Así que seguía quieta y trataba de unirme a Dios y de olvidar el ruidito...

Todo inútil. Me sentía bañada de sudor, y me veía forzada a hacer sencillamente una oración de sufrimiento.

Pero a la vez que sufría, buscaba la manera de hacerlo sin irritarme, sino con alegría y paz, al menos allá en lo íntimo del alma. Trataba de amar aquel ruidito tan desagradable: en vez de procurar no oírlo (lo cual era imposible), centraba toda mi atención en escucharlo bien, como si se tratara de un concierto maravilloso, y pasaba toda la oración (que no era precisamente de quietud) ofreciendo aquel concierto a Jesús.

En otra ocasión, en la lavandería, tenía enfrente de mí a una hermana que, cada vez que golpeaba los pañuelos en la tabla de lavar, me salpicaba la cara de agua sucia. Mi primer impulso fue echarme hacia atrás y secarme la cara, con el fin de hacer ver a la hermana que me estaba asperjando que me haría un gran favor si ponía más cuidado. Pero enseguida pensé que sería bien tonta si rechazaba unos tesoros que me ofrecían con tanta generosidad, y me guardé bien de manifestar mi lucha interior. Me esforcé todo lo que pude por desear recibir mucha agua sucia, de manera que acabé por sacarle verdadero gusto a aquel nuevo tipo de aspersión e hice el propósito de volver otra vez a aquel venturoso sitio en el que tantos tesoros se recibían.

Madre querida, ya ve que yo soy una alma muy pequeña que no puede ofrecer a Dios más que cosas muy pequeñas. Con todo, muchas veces me ocurre que dejo escapar algunos de esos pequeños sacrificios que dan al alma tanta paz. Pero no me desanimo por eso: me resigno a tener un poco menos de paz, y procuro poner más cuidado la próxima vez.

El Señor es tan bueno conmigo, que no puedo tenerle miedo. Siempre me ha dado lo que deseaba, o, mejor dicho, me ha hecho desear lo que quería darme (27).

Así, poco tiempo antes de que comenzase mi prueba contra la fe, yo pensaba en mi interior: Realmente, no tengo grandes pruebas exteriores, y para tenerlas interiores Dios tendría que cambiar mi camino. No creo que lo haga. De todas formas, no puedo vivir siempre así, en el sosiego... ¿Cómo se las arreglará, pues, Jesús para probarme?

La respuesta no se hizo esperar, y me hizo ver que mi Amado no es pobre en recursos. Sin cambiar mi camino, me envió una prueba que iba a mezclar una saludable amargura en todas mis alegrías. 




NOTAS:
(27)  Idéntica frase unos días después en Cta 253, 2vº. Cf SAN JUAN DE LA CRUZ: «Cuanto más quiere dar, tanto más hace desear» (Carta a la madre Leonor de San Gabriel, del 8/7/1589), que encontramos también en el Acto de ofrenda. 

Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux


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