Sí, desde que tengo a estos dos hermanos y a mis hermanitas, las novicias, quisiera pedir para cada alma lo que cada una necesita y detallarlo todo bien, los días se me harían demasiado cortos y temería olvidarme de alguna cosa importante.
Las almas sencillas no necesitan usar medios complicados. Y como yo soy una de ellas, una mañana, durante la acción de gracias, Jesús me inspiró un medio muy sencillo de cumplir mi misión. Me hizo comprender estas palabras del Cantar de los Cantares: «Atráeme, y correremos tras el olor de tus perfumes».
¡Oh, Jesús!, ni siquiera es, pues, necesario decir: Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo. Esta simple palabra, «Atráeme», basta.
Lo entiendo, Señor. Cuando un alma se ha dejado fascinar por el perfume embriagador de tus perfumes, ya no puede correr sola, todas las almas que ama se ven arrastradas tras de ella. Y eso se hace sin tensiones, sin esfuerzos, como una consecuencia natural de su propia atracción hacia ti. Como un torrente que se lanza impetuosamente hacia el océano arrastrando tras de sí todo lo que encuentra a su paso, así, Jesús mío, el alma que se hunde en el océano sin riberas de tu amor atrae tras de sí todos los tesoros que posee...
Señor, tu sabes que yo no tengo más tesoros que las almas que tú has querido unir a la mía. Estos tesoros tú me los has confiado. Por eso, me atrevo a hacer mías las palabras que tú dirigiste al Padre celestial la última noche que te vio, peregrino y mortal, en nuestra tierra. Jesús, Amado mío, yo no sé cuándo acabará mi destierro... Más de una noche me verá todavía cantar en el destierro tus misericordias. Pero, finalmente, también para mí llegará la última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: «Yo te he glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a conocer tu nombre a los que me diste. Tuyos eran y tú me los diste. Ahora han conocido
que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido y han creído que tú me has enviado. Te ruego por éstos que tú me diste y que son tuyos.
Yo no voy a estar ya en el mundo, pero ellos están en el mundo mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado. Ahora voy a ti, y digo esto mientras estoy en el mundo para que ellos puedan participar plenamente de mi alegría. No te ruego que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Pero no sólo por ellos ruego, sino también por los que creerán en ti gracias a su palabra.
Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo y que el mundo sepa que tú los has amado como me has amado a mí».
Sí, Señor, esto es lo que yo quisiera repetir contigo antes de volar a tus brazos. ¿Es tal vez una temeridad? No, no. Hace ya mucho tiempo que tú me has permitido ser audaz contigo. Como el padre del hijo pródigo cuando hablaba con su hijo mayor, tú me dijiste: «Todo lo mío es tuyo». Por tanto, tus palabras son mías, y yo puedo servirme de ellas para atraer sobre las almas que están unidas a mí las gracias del Padre celestial.
Pero, Señor, cuando digo que deseo que los que tú me diste están también donde yo esté, no pretendo que ellos no puedan llegar a una gloria mucho más alta de la que quieras darme a mí. Quiero simplemente pedir que un día nos veamos todos reunidos en tu hermoso cielo.
Tu amor me ha acompañado desde la infancia, ha ido creciendo conmigo, y ahora es un abismo cuyas profundidades no puedo sondear.
El amor llama al amor. Por eso, Jesús mío, mi amor se lanza hacia ti y quisiera colmar el abismo que lo atrae. Pero, ¡ay!, no es ni siquiera una gota de rocío perdida en el océano... Para amarme como tú me amas, necesito pedirte prestado tu propio amor. Sólo entonces encontraré reposo.
Jesús mío, tal vez sea una ilusión, pero creo que no podrás colmar a un alma de más amor del que has colmado la mía. Por eso me atrevo a pedirte que ames a los que me has dado como me has amado a mí. Si un día en el cielo descubro que los amas más que a mí, me alegraré, pues desde ahora mismo reconozco que esas almas merecen mucho más amor que la mía. Pero aquí abajo no puedo concebir una mayor inmensidad de amor del que te has dignado prodigarme a mí gratuitamente y sin mérito alguno de mi parte.
Madre querida, vuelvo a estar con usted. Estoy asombrada de lo que acabo de escribir, pues no tenía intención de hacerlo. Ya que está escrito, habrá que dejarlo.
Pero antes de volver a la historia de mis hermanos, quiero decirle, Madre, que las primeras palabras que he tomado del Evangelio -«Yo les he comunicado las palabras que tú me diste», etc.- no se las aplico a ellos, sino a mis hermanitas, pues no me creo capaz de enseñar nada a un misionero. ¡Gracias a Dios, todavía no soy tan orgullosa como para eso! Ni hubiera sido tampoco capaz de dar ningún consejo a mis hermanas si usted, madre, que representa a Dios, no me hubiese confiado esa misión.
Pero sí que pensaba en sus queridos hijos, que son ya mis hermanos, cuando escribía estas palabras de Jesús y las que va a continuación de ellas: «No te ruego que los saques del mundo... Te ruego también por los que creerán en ti gracias a su palabra». En efecto, ¿cómo podría yo dejar de rezar por las almas que ellos salvarán en sus misiones lejanas mediante el sufrimiento y la predicación?
Madre, creo necesario darle alguna explicación más sobre aquel pasaje del Cantar de los Cantares: «Atráeme y correremos», pues me parece que no quedó muy claro lo que quería decir.
«Nadie puede venir a mí, dice Jesús, si no lo trae mi Padre que me ha enviado». Y a continuación, con parábolas sublimes -y muchas veces incluso sin servirse de este medio, tan familiar para el pueblo-, nos enseña que basta llamar para que nos abran, buscar para encontrar, y tender humildemente la mano para recibir lo que pedimos...Dice también que todo lo que pidamos al Padre en su nombre nos lo concederá. Sin duda, por eso el Espíritu Santo, antes del nacimiento de Jesús, dictó esta oración profética: Atráeme y correremos.
¿Qué quiere decir, entonces, pedir ser atraídos, sino unirnos de una manera íntima al objeto que nos cautiva el corazón? Si el fuego y el hierro tuvieran inteligencia, y éste último dijera al otro «Atráeme», ¿no estaría demostrando que quiere identificarse con el fuego de tal manera que éste lo penetre y lo empape de su ardiente sustancia hasta parecer una sola cosa con él?
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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