sábado, 25 de enero de 2020

30 DE SEPTIEMBRE ULTIMO DÍA DE DESTIERRO DE MI QUERIDA HERMANITA TERESA

DETALLES CONCERNIENTES A SU PRECIOSA MUERTE    

El día de su muerte, por la tarde, la Madre Inés de Jesús y yo estábamos solas junto a ella. Temblando y desfallecida, nos llamó en su socorro... Sufría muchísimo en todos sus miembros, y apoyando un brazo sobre la espalda de la Madre Inés y el otro sobre la mía, se quedó así, con los brazos en cruz. En aquel momento dieron las tres, y nos vino a la memoria el pensamiento de Jesús crucificado: ¿no era nuestra pobre y pequeña mártir su imagen viva?       

La agonía empezó poco después; fue larga y terrible. Se 1e oía repetir:           
«¡Oh! ¡Es el sufrimiento del todo puro, pues no hay ni un solo consuelo!»
¡¡¡Oh, Dios mío!!! ¡Sin embargo, amo a Dios! ... ¡Oh, mi buena Virgen Santísima, venid en mi socorro!»
Si esto es la agonía, ¿qué será la muerte?... 
¡Oh, Madre mía, os aseguro que el vaso está lleno hasta los bordes! 
¡Sí, Dios mío, todo lo que queráis, pero tened compasión de mí!           
¡No, nunca hubiera pensado que se pudiese sufrir tanto..., nunca, nunca! No me lo puedo explicar sino por los deseos ardientes que he tenido de salvar a las almas.          
¡Mañana será todavía peor! ¡En fin, tanto mejor!           

Estas palabras eran entrecortadas y desgarradoras, pero siempre impregnadas de la mayor resignación. Nuestra Madre hizo llamar a la Comunidad. Sor Teresa acogió a las Hermanas con una graciosa sonrisa; luego, estrechando entre sus manos el crucifijo, pareció entregarse enteramente al sufrimiento, pero no habló más. 
Su respiración era jadeante, un sudor frío bañaba su rostro, sus vestidos y mantas quedaron empapados, temblaba...     

Durante su enfermedad, Sor Teresa del Niño Jesús nos decía:        
«Hermanitas mías, no os tenéis que apenar si, al morir, mi última mirada es para una y no para otra. No sé lo que haré, será lo que Dios quiera. 
Si él me deja escoger, esta última mirada será para nuestra Madre, porque ella es mi priora».           
Durante su agonía, algunos minutos antes de expirar, yo le pasaba por los labios un pedacito de hielo; ella, entonces, me dirigió una deliciosa sonrisa y me miró con una insistencia profética.      Su mirada estaba llena de ternura; había en ella, al mismo tiempo, una expresión sobrehumana, toda hecha de aliento y de promesas, como si me dijera: ¡Bueno, bueno, Celina mía, estaré contigo!…        (¿Le reveló entonces Dios la larga y laboriosa carrera que, a causa de ella, yo debía seguir aquí abajo, y quiso con eso consolarme de mi destierro? Porque el recuerdo de aquella mirada, tan deseada de todas y que fue para mí, me sostiene siempre y es para mí una fuerza indecible).    


La Comunidad tuvo un estremecimiento, pero repentinamente nuestra querida Hermanita buscó con los ojos a nuestra Madre que estaba arrodillada a su lado, mientras su mirada velada recobraba la expresión de sufrimiento que tenía antes.        
Algunos instantes más tarde, nuestra Madre, creyendo que la agonía podía prolongarse, despidió a la Comunidad. La angelical paciente se volvió entonces hacia ella y le preguntó:        «Madre mía, ¿no es esto la agonía? ¿No voy a morir?».        
Y a la respuesta de que la agonía podía prolongarse aún, ella dijo con una voz dulce y lastimera:        
«¡Pues bien! ... ¡Adelante... adelante! ¡Oh, no quisiera sufrir menos!».           
Luego, mirando a su Crucifijo:        
«¡Oh!... ¡le amo!... ¡¡¡Dios mío..., os amo!!!». 

Estas fueron sus últimas palabras. Acababa apenas de pronunciarlas, cuando con gran sorpresa nuestra se desplomó de golpe, con la cabeza caída hacia la derecha. Pero, de repente se enderezó, como llamada por una voz misteriosa, abrió los ojos y los fijó irradiantes un poco más arriba de la estatua milagrosa de la Virgen. Esta mirada se prolongó algunos minutos, el tiempo que se emplea en rezar lentamente un Credo.        
Muchas veces, después, intenté analizar este éxtasis, comprender la intensidad de esta mirada más expresiva que una simple mirada de felicidad, pues se leía en ella un gran asombro, y, en su actitud, una seguridad llena de nobleza. Pensé que habíamos asistido a su juicio. De una parte, ella había sido, como dice el santo Evangelio, «hallada digna de comparecer de pie ante el Hijo del hombre» (Lucas 21, 36), y por otra, ella veía que las larguezas de que iba a ser colmada «sobrepasaban infinitamente sus inmensos deseos» 
Porque a esta expresión de indecible asombro se le había añadido otra: fue una vibración de todo su ser: parecía no poder soportar la vista de tanto amor, como quien sufriese un asalto repetidas veces, quisiese luchar y, en su debilidad, quedase felizmente vencido. 
Aquello era demasiado: ella cerró los ojos y exhaló su último suspiro...        
Era el jueves 30 de septiembre de 1897, 1as siete y veinte de la tarde.        
Acababa apenas de expirar, cuando sentí mi corazón roto de dolor, y salí precipitadamente fuera de la enfermería. Me parecía, en mi ingenuidad, que iba a verla en el cielo, pero el firmamento estaba cubierto de nubes; llovía. Entonces, apoyándome contra uno de los pilares de la arcada del claustro, dije sollozando: «¡Si sólo hubiera estrellas en el cielo!». 
Acababa apenas de pronunciar estas palabras, cuando el cielo se volvió sereno, brillaron las estrellas en el firmamento: ¡ya no había nubes! Mis tíos (el señor y la señora Guérin), que se volvían a casa con los paraguas, después de haber pasado en nuestra capilla todo el tiempo que duró la agonía de nuestra querida Hermanita, quedaron muy sorprendidos del cambio sufrido, y se preguntaban el uno al otro qué podría significar aquello.


Fuente: Consejos y recuerdos (Recogidos por Sor Genoveva de la Santa Faz, Celina)


  

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