¡Jesús tiene tanta necesidad de amor y está tan sediento, que espera de nosotras esa gota de agua que pueda refrescarlo...! Demos sin medida, un día él dirá: «Ahora me toca a mí».
¡Ay, si supieras cuánto se ofende a Dios! ¡Tu alma está tan bien hecha para consolarle...!
¡Ámale hasta la locura por todos los que no le aman...!
No me arrepiento de haberme entregado al Amor.
Quiero seguir viviendo largo tiempo en la tierra, si ése es tu deseo, mi Señor. Quiero seguirte al cielo, si te complace a ti. El fuego de la patria, que es el Amor, sin cesar me consume. ¿Qué me importa la vida? ¿Qué me importa la muerte? ¡Amarte a ti es mi única alegría!.
-Pues no, todavía puedo decirle a Dios que lo amo, y creo que con eso basta.
Dios me dará fuerzas. ¡Lo amo! El nunca me abandonará.
No espero ninguna recompensa aquí en la tierra: lo hago todo por Dios; y de esta manera, nada puedo perder y siempre me doy por bien pagada del trabajo que me tomo por servir al prójimo.
Mi corazón está lleno de la voluntad de Dios, y así, cuando se le echa algo encima, no penetra en el interior: es como una nadería que resbala fácilmente, como el aceite, que no puede mezclarse con el agua. Allá en lo hondo vivo siempre en una paz profunda, que nada puede turbar.
Acuérdate, Señor, de que es tu santa voluntad mi dicha y mi único reposo.
Si, por un imposible, ni el mismo Dios viese mis buenas acciones, no me afligiría por ello lo más mínimo. Le amo tanto, que quisiera darle gusto sin ni que él mismo supiese que soy yo. Al verlo y al saberlo, está como obligado a «pagármelo», y yo no quisiera causarle esa molestia...
«¿Qué estás haciendo así?le dije; Deberías tratar de dormir».
-«No puedo, sufro demasiado, así que rezo...».
«¿Y qué le dices a Jesús?».
«No le digo nada, ¡lo amo!»
Te agradezco que hayas pedido que me diesen una partícula de la sagrada hostia. Aun así me ha costado mucho pasarla. ¡Pero qué feliz me sentía de tener a Dios en mi corazón! He llorado como el día de mi primera comunión.
¡Qué bien que entiendo las palabras de Nuestro Señor a nuestra Madre santa Teresa! «¿Sabes, hija mía, quiénes son los que aman de verdad? Los que reconocen que todo lo que no se refiere a mí no es más que mentira»
¡Qué gran verdad me parece esto, Madrecita! Sí, fuera de Dios, todo es vanidad.
Le pedí que me volviera a contar lo que le había ocurrido después de su ofrenda al Amor. Empezó diciéndome:
-Madrecita, te lo confié aquel mismo día, pero no me prestaste atención.
(En efecto, había aparentado no darle a la cosa ninguna importancia.) Comenzaba a hacer viacrucis cuando de pronto me sentí presa de un amor tan intenso hacia Dios, que no lo puedo explicar sino diciendo que era como si me hubiesen metido toda entera en el fuego. ¡Qué fuego aquél y al mismo tiempo qué dulzura! Me abrasaba de amor, y sentía que un minuto, un segundo más, y no hubiese podido soportar aquel ardor sin morir.
A partir de los 14 años, he tenido también otros ímpetus de amor. ¡Ay, cómo amaba a Dios! Pero no era, en absoluto, como después de mi ofrenda al Amor, no era una verdadera llama que me quemase.
Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux
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