Desde hacía mucho tiempo, yo venía deseando algo que me parecía totalmente irrealizable: el de tener un hermano sacerdote. Pensaba con frecuencia que, si mis hermanitos no hubiesen volado al cielo, yo tendría la dicha de verles
subir al altar. Pero como Dios los escogió para convertirlos en angelitos, ya no podía esperar ver mi sueño hecho realidad.
Y he aquí que Jesús no sólo me ha concedido la gracia que deseaba, sino que me ha unido con los lazos del alma a dos de sus apóstoles, que se han convertido en hermanos míos...
Quiero contarle detalladamente, Madre querida, cómo Jesús colmó mi deseo, e incluso lo superó, pues yo sólo deseaba un hermano sacerdote que se acordase de mí a diario en el altar santo.
Fue nuestra Madre santa Teresa quien, en 1895, me envió como ramillete de fiesta a mi primer hermanito(28). Estaba yo en el lavadero, muy ocupada en mi faena, cuando la madre Inés de Jesús me llamó aparte y me leyó una carta que acababa de recibir. Se trataba de un joven seminarista que, inspirado por santa Teresa -decía él-, pedía una hermana que se dedicase especialmente a la salvación de su alma y que, cuando fuese misionero, le ayudase con sus oraciones y sacrificios a salvar muchas almas. Por su parte, él prometía tener siempre un recuerdo por la que fuese su hermana cuando pudiera ofrecer el santo sacrificio. Y la madre Inés de Jesús me dijo que quería que fuese yo la hermana de ese futuro misionero.
El abate Maurice Bellière , primer misionero confiado a santa Teresita |
Imposible, Madre, decirle la dicha que sentí. El ver mi deseo colmado de manera inesperada hizo nacer en mi corazón una alegría que yo llamaría infantil, pues tengo que remontarme a los días de mi niñez para encontrarme con el recuerdo de unas alegrías tan intensas que el alma es demasiado pequeña para contenerlas.
Hacía muchos años que no saboreaba esta clase de felicidad. Sentía que, en ese aspecto, mi alma estaba sin estrenar. Era como si alguien hubiese pulsado por primera vez en ella unas cuerdas musicales hasta entonces olvidadas.
Sabía las obligaciones que asumía, así que puse manos a la obra, tratando de redoblar mi fervor. Tengo que confesar que al principio no conté con ningún consuelo que estimulara mi celo. Mi hermanito, tras escribir una carta preciosa, muy emotiva y llena de nobles sentimientos, para darle las gracias a la madre Inés de Jesús, no dio más señales de vida hasta el mes de julio siguiente, excepto una tarjeta que envió en el mes de noviembre para decirnos que se incorporaba al servicio militar.
Dios le reservaba a usted, Madre querida, la consumación de la obra comenzada. Es muy cierto que a los misioneros podemos ayudarlos por medio de la oración y el sacrificio. Pero a veces, cuando Jesús quiere unir dos almas para su gloria, permite que de tanto en tanto puedan comunicarse sus pensamientos y animarse así mutuamente a amar más a Dios.
Pero para ello se requiere la voluntad expresa de la autoridad, pues me parece que de lo contrario esa correspondencia haría más mal que bien, si no al misionero, sí al menos a la carmelita, llamada de continuo por su género de vida a vivir replegada sobre sí misma. Y entonces esa correspondencia (incluso esporádica) pedida por ella, en vez de unirla a Dios, ocuparía su espíritu; imaginándose el oro y el moro, no haría otra cosa que buscarse, bajo color de celo, una distracción inútil.
A mi modo de ver, ocurre con esto como con todo lo demás. Creo que, para que mis cartas hagan provecho, he de escribirlas por obediencia y experimentar, al escribirlas, más repugnancia que placer.
De la misma manera, cuando hablo con una novicia, procuro hacerlo mortificándome y evito hacerle preguntas que puedan satisfacer mi curiosidad. Si ella empieza a hablar de una cosa interesante y luego, sin terminar la primera, pasa a otra que me aburre, me guardo muy bien de recordarle el tema que ha dejado a un lado, pues creo que no se puede hacer bien alguno cuando uno se busca a sí mismo.
Madre querida, veo que nunca me corregiré. Una vez más, con mis disertaciones, me he ido muy lejos del tema que estaba tratando. Le ruego que me perdone, y disculpe si a la primera ocasión vuelvo a caer otra vez, pues no lo puedo remediar....
Usted hace como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con sencillez mis penas y mis alegrías como si él no las conociera ya... Usted, Madre, también conoce desde hace mucho tiempo lo que pienso y todos los acontecimientos un poco señalados de mi vida, por lo que no puede contarle nada nuevo.
Cuando pienso que le estoy escribiendo pormenorizadamente tantas cosas que usted conoce tan bien como yo, no puedo evitar la risa. En fin, Madre querida, no hago más que obedecerla. Y si ahora no le encuentra el menor interés a leer estas páginas, quizás le sirvan de distracción en los días de su vejez y la ayuden también a avivar el fuego del amor, y así no habré perdido el tiempo... Pero me divierto hablando como un niño. No crea, Madre, que me pregunto por la utilidad que pueda tener mi humilde trabajo. Lo hago por obediencia, y eso me basta. Y si usted lo quemase ante mis ojos antes de leerlo, no lo sentiría lo más mínimo.
Es hora ya de que reanude la historia de mis hermanos, que ocupan ahora un lugar tan importante en mi vida.
Recuerdo que el año pasado, un día de finales del mes de mayo, usted me mandó llamar antes de ir al refectorio. Cuando entré en su celda, Madre querida, me latía muy fuerte el corazón; me preguntaba a mí misma qué sería lo que tenía que decirme, pues era la primera vez que me mandaba llamar de esa manera. Después de decirme que me sentara, me hizo esta propuesta: «¿Quieres encargarte de los intereses espirituales de un misionero (29) que se va a ordenar de sacerdote y que partirá dentro de poco»? Y a continuación, me leyó la carta de ese joven Padre para que supiera exactamente lo que pedía.
El P. Adolfo Roulland , segundo misionero confiado a Teresita |
Todas mis objeciones fueron inútiles. Usted me contestó que se podían tener varios hermanos. Entonces yo le pregunté si la obediencia no podría duplicar mis méritos. Usted me respondió que sí, añadiendo varias razones que me hicieron ver que debía aceptar sin ningún escrúpulo un nuevo hermano.
En el fondo, Madre, yo pensaba igual que usted. Es más: ya que «el celo de una carmelita debe abarcar el mundo entero», espero, con la gracia de Dios, ser útil a más de dos misioneros y nunca me olvidaré de rezar por todos, sin dejar de lado a los simples sacerdotes, cuya misión es a veces tan difícil de cumplir como la de los apóstoles que predican a los infieles.
En una palabra, quiero ser hija de la Iglesia (30), como nuestra Madre santa Teresa, y rogar por las intenciones de nuestro Santo Padre el papa, sabiendo que sus intenciones abarcan todo el universo.
Esta es la meta global de mi vida. Pero esto no me habría impedido rezar y unirme de una manera muy especial a la actividad de mis angelitos queridos si ellos hubiesen sido sacerdotes.
Pues bien, así es como me he unido espiritualmente a los apóstoles que Jesús me ha dado por hermanos: todo lo mío es de cada uno de ellos. Sé muy bien que Dios es demasiado bueno para andarse con repartos. Es tan rico, que me da sin medida todo lo que le pido... Pero no vaya a creer, Madre, que me pierdo en largas enumeraciones.
NOTAS:
(28) El abate Mauricio Barthélemy Bellière (1874-1907), que el 15/10/1895 había escrito a la madre Inés «en nombre y en la fiesta de la gran santa Teresa». Huérfano de madre, seminarista de Bayeux y aspirante a misionero, la víspera de la muerte de Teresa se embarcó para ingresar en Argel en el noviciado de los Padres Blancos.
(29) El P. Adolfo Roulland (1870-1934), seminarista de las Misiones Extranjeras de París. Una de sus primeras misas la celebró en el Carmelo el 3/7/1896, y se embarcó para China.
(30) Teresa de Jesús repetía en su lecho de muerte: «Soy hija de la Iglesia».
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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