Le confieso, Madre querida, que si me hubiese apoyado lo más mínimo en mis propias fuerzas, pronto le hubiera entregado las armas...
De lejos, parece de color de rosa eso de hacer bien a las almas, hacerlas amar más a Dios, en una palabra modelarlas según los propios puntos de vista y los criterios personales. De cerca ocurre todo lo contrario: el color rosa desaparece..., y una ve por experiencia que hacer el bien es algo tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en plena noche... Se comprueba que hay que olvidarse por completo de los propios gustos y de las ideas personales, y guiar a las almas por los caminos que Jesús ha trazado para ellas, sin pretender hacerlas ir por el nuestro.
Pero esto no es todavía lo más difícil. Lo que más me cuesta de todo es tener que estar pendiente de las faltas y de las más ligeras imperfecciones y declararles una guerra a muerte. Iba a decir: por desgracia para mí; pero no, eso sería cobardía. Así que digo: por suerte para mis hermanas.
Desde que me puse en brazos de Jesús, soy como el vigía que observa al enemigo desde la torre más alta de una fortaleza. Nada escapa a mis ojos. Muchas veces yo misma me sorprendo de ver tan claro, y me parece muy digno de excusas el profeta Jonás por haber huido en vez de ir a anunciar la ruina de Nínive. Preferiría mil veces ser reprendida que reprender yo a las demás. Pero entiendo que es muy necesario que eso me resulte doloroso, pues cuando obramos por impulso natural, es imposible que el alma a quien queremos hacer ver sus faltas entienda sus errores, ya que no ve más que una cosa: la hermana encargada de guiarme está enfadada, y pago los platos rotos yo, que estoy llena de la mejor voluntad.
Sé muy bien que a tus corderitos les parezco severa. Si leyeran estas líneas, dirían que no parece costarme lo más mínimo correr detrás de ellos, hablarles en tono severo mostrándoles su hermoso vellón manchado, o bien traerles algún ligero mechón de lana que han dejado prendido en los espinos del camino.
Los corderitos pueden decir lo que quieran. En el fondo, saben que les amo con verdadero amor y que yo nunca imitaré al mercenario, que, al ver venir al lobo, abandona el rebaño y huye.
Yo estoy dispuesta a dar mi vida por ellos.
Pero mi afecto es tan puro, que no deseo que lo sepan. Nunca, por la gracia de Jesús, he tratado de granjearme sus corazones. Siempre he tenido muy claro que mi misión consistía en llevarlos a Dios y en hacerles comprender que, aquí en la tierra, usted, Madre, era el Jesús visible a quien deben amar y respetar.
Le he dicho, Madre querida, que yo misma había aprendido mucho instruyendo a las demás. Lo primero que descubrí es que todas las almas sufren más o menos las mismas luchas, pero que, por otra parte, son tan diferentes las unas de las otras, que no me resulta difícil comprender lo que decía el P. Pichon: «Hay mucha más diferencia entre las almas que entre los rostros».
Por tanto, no se las puede tratar a todas de la misma manera. Con ciertas almas, veo que tengo que hacerme pequeña, no tener reparo en humillarme confesando mis luchas y mis derrotas. Al ver que yo tengo las mismas debilidades que ellas, mis hermanitas me confiesan a su vez las faltas que se reprochan a sí mismas y se alegran de que las comprenda por experiencia. Con otras, por el contrario, he comprobado que, para ayudarlas, hay que tener una gran firmeza y no dar nunca marcha atrás de lo que se ha dicho. Abajarse no sería humildad, sino debilidad.
Dios me ha concedido la gracia de no temer el combate. Tengo que cumplir con mi deber al precio que sea. Más de una vez he oído decir esto: «Si quieres conseguir algo de mí, tendrás que ganarme por el camino de la dulzura; por el de la fuerza no conseguirás nada».
Sé que nadie es buen juez en propia causa, y que un niño al que el médico somete a una operación dolorosa no dejará de chillar y de decir que es peor el remedio que la enfermedad; sin embargo, cuando a los pocos días se encuentre curado, se sentirá feliz de poder jugar y correr.
Lo mismo ocurre con las almas. No tardan en reconocer que, en ocasiones, un poco de acíbar es preferible al azúcar, y no tienen reparo en confesarlo.
A veces no puedo dejar de sonreír en mi interior al ver qué cambio se opera de un día para otro. ¡Parece cosa de magia...! Vienen a decirme: «Tuviste razón ayer al ser tan severa. En un primer momento me sublevó lo que me dijiste, pero luego fui recordándolo todo y vi que tenías razón... Ya ves, cuando me fui de tu lado, pensé que todo había terminado, y me decía: Iré a ver a nuestra Madre y le diré que ya no volveré más con sor Teresa del Niño Jesús. Pero me di cuenta de que era el demonio quien me inspiraba esas cosas. Además, me pareció que tú estabas rezando por mí. Entonces recobré la paz y la luz empezó a brillar. Pero ahora necesito que me acabes de iluminar, y por eso he venido».
Y enseguida entablamos conversación. Y me siento feliz de seguir los dictados de mi corazón no teniendo ya que servir ningún plato amargo.
Sí, pero... no tardo en darme cuenta de que no debo precipitarme, de que una sola palabra podría derribar todo el edificio construido entre lágrimas. Si tengo la mala suerte de decir una palabra que pueda atenuar lo que dije la víspera, veo que mi hermanita intenta agarrarse a ella como a un clavo ardiendo; entonces rezo interiormente una oracioncita, y la verdad acaba triunfando.
Sí, toda mi fuerza se encuentra en la oración y en el sacrificio; son las armas invencibles que Jesús me ha dado, y logran mover los corazones mucho más que las palabras. Muchas veces lo he comprobado por experiencia. Pero hay una, entre todas ellas, que me ha dejado una grata y profunda impresión.
Fue durante la cuaresma. Yo me encargaba por entonces de la única novicia que había en el convento, pues era su ángel. Un mañana vino a verme toda radiante: «Si supieras, me dijo, lo que soñé anoche... Estaba con mi hermana e intentaba desasirla de todas las vanidades a que está tan apegada. Para lograrlo, me puse a explicarle esta estrofa del Vivir de amor: «¡Jesús, amarte es pérdida fecunda! / Tuyos son mis perfumes para siempre». Yo veía que mis palabras penetraban en su alma, y estaba loca de alegría. Esta mañana, al despertarme, pensé que quizás Dios quería que le ofreciera esta alma. ¿Y si le escribiera después de la cuaresma contándole mi sueño y diciéndole que Jesús la quiere toda para sí?»
Yo, sin pensarlo demasiado, le dije que podía muy bien intentarlo, pero que antes tenía que pedir permiso a nuestra madre.
Como la cuaresma estaba todavía lejos de tocar a su fin, usted, Madre querida, se quedó muy sorprendida de semejante petición, que le parecía demasiado prematura. Y, ciertamente inspirada por Dios, le contestó que las carmelitas no tienen que salvar las almas con cartas, sino con la oración.
Al conocer su decisión, vi enseguida que era la de Jesús, y le dije a sor María de la Trinidad: «Pongamos manos a la obra, recemos mucho. ¡Qué alegría si al final de la cuaresma hubiésemos sido escuchadas...!»
Y ¡oh, misericordia infinita del Señor, que se digna escuchar la oración de sus hijos...!, al final de la cuaresma, una nueva alma se consagraba a Jesús. Fue un verdadero milagro de la gracia (24), ¡un milagro alcanzado por el fervor de una humilde novicia!
¡Qué grande es, pues el poder de la oración! Se diría que es como una reina que en todo momento tiene acceso libre al rey y que puede alcanzar todo lo que pide.
Para ser escuchadas, no hace falta leer en un libro una hermosa fórmula compuesta para esa ocasión. Si fuese así..., ¡qué digna de lástima sería yo...! Fuera del Oficio divino, que tan indigna soy de recitar, no me siento con fuerzas para sujetarme a buscar en los libros hermosas oraciones; me produce dolor de cabeza, ¡hay tantas..., y cada cual más hermosa...! No podría rezarlas todas, y, al no saber cuál escoger, hago como los niños que no saben leer: le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y él siempre me entiende...
Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría (25)
En una palabra, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une a Jesús.
No quisiera, sin embargo, Madre querida, que pensara que rezo sin devoción las oraciones comunitarias en el coro o en las ermitas. Al contrario, soy muy amiga de las oraciones comunitarias, pues Jesús nos prometió estar en medio de los que se reúnen en su nombre; siento entonces que el fervor de mis hermanas suple al mío.
Pero rezar yo sola el rosario (me da vergüenza decirlo) me cuesta más que ponerme un instrumento de penitencia... ¡Sé que lo rezo tan mal! Por más que me esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la atención... Durante mucho tiempo viví desconsolada por esta falta de atención, que me extrañaba, pues amo tanto a la Santísima Virgen, que debería resultarme fácil rezar en su honor unas oraciones que tanto le agradan. Ahora me entristezco ya menos, pues pienso que, como la Reina de los cielos es mi Madre, ve mi buena voluntad y se conforma con ella.
A veces, cuando mi espíritu está tan seco que me es imposible sacar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio un «Padrenuestro», y luego la salutación angélica. Entonces, esas oraciones me encantan y alimentan mi alma mucho más que si las rezase precipitadamente un centenar de veces...
La Santísima Virgen me demuestra que no está disgustada conmigo. Nunca deja de protegerme en cuanto la invoco. Si me sobreviene una inquietud o me encuentro en un aprieto, me vuelvo rápidamente hacia ella, y siempre se hace cargo de mis intereses como la más tierna de las madres. ¡Cuántas veces, hablando a las novicias, me ha ocurrido invocarla y sentir los beneficios de su protección maternal...
Con frecuencia me dicen las novicias: «Tú tienes respuesta para todo. Creía que esta vez iba a ponerte en un apuro... ¿De dónde sacas lo que nos dices?» Hay incluso algunas tan cándidas, que creen que leo en sus almas porque me ha sucedido anticiparme a decirles lo que pensaban.
Una noche, una de mis compañeras había decidido ocultarme una pena que la hacía sufrir mucho. La encuentro por la mañana, me habla con cara sonriente, y yo, sin contestar a lo que me decía, le digo muy segura: Tú tienes una pena. Creo que si hubiese hecho caer la luna a sus pies, no me habría mirado con mayor asombro. Su estupor era tan grande, que se me contagió también a mí: por un instante, se apoderó de mí una especie de pavor sobrenatural. Estaba segura de no poseer el don de leer en las almas, y por eso me sorprendía más haber dado tan en el clavo. Sentí que Dios estaba allí muy cerca y que, sin darme cuenta, había dicho, como un niño, palabras que no provenían de mí sino de él.
Madre querida, usted sabe muy bien que a las novicias todo les está permitido. Tienen que poder decir lo que piensan con total libertad, lo bueno y lo malo. Conmigo esto les resulta más fácil, pues a mí no me deben el respeto que se tiene a una maestra de novicias.
No puedo decir que Jesús me lleve externamente por el camino de las humillaciones. Se conforma con humillarme en lo hondo del alma. A los ojos de las criaturas todo me sale bien, sigo el camino de los honores, en cuanto es posible en la vida religiosa. Comprendo que si tengo que marchar por este camino que parece tan peligroso, no es por mí, sino por las demás. En efecto, si pasase por ser una religiosa llena de defectos, inepta, poco inteligente y alocada, usted, Madre, no podría dejarse ayudar por mí. Por eso Dios ha echado un velo sobre todos mis defectos, exteriores e interiores.
A veces ese velo me vale algunos cumplidos por parte de las novicias. Yo sé que no me los hacen por adularme, sino que son una expresión de sus sentimientos inocentes. Y la verdad es que no me producen la menor vanidad, pues traigo siempre presente en la memoria el recuerdo de lo que soy.
No obstante, a veces siento un gran deseo de escuchar algo que no sean alabanzas. Usted, Madre querida, sabe que prefiero la vinagreta al azúcar. También mi alma se cansa de los alimentos demasiado azucarados, y entonces Jesús permite que le sirvan una buena ensaladita, con mucha vinagre y muchas especias, y en la que nada falta excepto el aceite, lo cual le da un nuevo sabor...
Esta buena ensaladita me la sirven las novicias cuando menos lo espero. Dios levanta el velo que oculta mis imperfecciones, y entonces mis queridas hermanitas, al verme tal cual soy, ya no me encuentran totalmente de su agrado. Con una sencillez que me encanta, me cuentan todas las luchas que les produzco y lo que no les gusta de mí. En una palabra, no se muerden más la lengua que si se tratara de cualquier otra y no de mí, sabiendo que me producen un gran placer actuando así.
Y verdaderamente es más que un placer, es un festín delicioso que me llena el alma de alegría. No puedo explicarme cómo algo que desagrada tanto a la naturaleza puede producir tanta felicidad; si no lo hubiese experimentado, no podría creerlo...
Un día en que deseaba particularmente ser humillada, una novicia (26) se encargó de colmar tan bien mis deseos, que me acordé de Semeí maldiciendo a David, y pensé: Sí, es el Señor quien le ordena decirme todo eso... Y mi alma saboreaba con verdadero deleite la amarga comida que le servían en tanta abundancia.
Así es como Dios cuida de mí. No siempre puede darme el pan reconfortante de la humillación exterior; pero de vez en cuando me permite alimentarme de las migajas que caen de la mesa de los hijos. ¡Qué grande es su misericordia! Sólo podré cantarla en el cielo.
Madre querida, ya que trato de empezar a cantar con usted aquí en la tierra esa misericordia infinita, debo contarle otra gran ganancia que saqué de la misión que usted me confió.
Antes, cuando una hermana hacía algo que no me gustaba y que me parecía contrario a la ley, pensaba: ¡qué tranquila me quedaría si pudiese decirle lo que pienso, hacerle ver que está actuando mal! Desde que vengo ejercitando un poco ese oficio, le aseguro, Madre, que he cambiado por completo de parecer. Cuando me acontece ver que una hermana hace algo que me parece imperfecto, lanzo un suspiro de alivio y me digo a mí misma: ¡Qué suerte!, no es una novicia, no estoy obligada a reprenderla. Y luego, trato enseguida de disculpar a la hermana y de atribuirle unas buenas intenciones, que seguramente tiene.
Madre querida, desde que estoy enferma, los cuidados que usted me prodiga me han enseñado también mucho sobre la caridad. Ningún remedio le parece demasiado caro; y si no da resultado, prueba con otro sin cansarse.
Cuando yo iba todavía a la recreación, ¡cómo se preocupaba porque estuviera en un buen lugar, al abrigo de las corrientes de aire! En una palabra, si quisiera contarlo todo, no acabaría nunca.
Pensando en todo esto, me dije a mí misma que yo debía ser tan compasiva con las enfermedades espirituales de mis hermanas como usted, Madre querida, lo es cuidándome con tanto amor.
He observado (y es muy natural) que las hermanas más santas son también las más queridas. Se busca su conversación, se les hacen favores sin que los pidan. En una palabra, estas almas, tan capaces de soportar faltas de consideración o de delicadeza, se ven rodeadas del afecto de todas. A ellas puede aplicarse esta frase de nuestro Padre san Juan de la Cruz: «Cuando con propio amor no lo quise, dióseme todo sin ir tras ello».
Por el contrario, a las almas imperfectas no se las busca; se las trata, ciertamente, conforme a las reglas de la educación religiosa; pero, por miedo a decirles alguna palabra menos delicada, se evita su compañía.
Al decir almas imperfectas, no me refiero solamente a las imperfecciones espirituales, pues ni las más santas serán perfectas hasta que lleguen al cielo. Quiero decir faltas de discreción, de educación, la susceptibilidad de ciertos caracteres, cosas todas que no hacen la vida muy agradable.
Sé muy bien que estas enfermedades morales son crónicas y que no hay esperanza de curación; pero sé también que mi Madre no dejaría de cuidarme y de tratar de aliviarme aunque siguiera enferma toda la vida.
Y ésta es la conclusión que yo saco: en la recreación y en la licencia, debo buscar la compañía de las hermanas que peor me caen y desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano. Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar a un alma triste.
Pero no quiero en modo alguno practicar la caridad con este fin, pues sé muy bien que pronto cedería al desaliento: una palabra dicha con la mejor intención puede ser interpretada completamente al revés. Por eso, para no perder el tiempo, quiero ser amable con todas (y especialmente con las hermanas menos amables) por agradar a Jesús y seguir el consejo que él da en el Evangelio, poco más o menos en estos términos: «Cuando des un banquete, no invites a tus parientes ni a tus amigos, porque corresponderán invitándote y así quedarás pagado. Invita a pobres, cojos, paralíticos; dichoso tú, porque no pueden pagarte: tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará».