Todos los detalles de la enfermedad de nuestra querida madre siguen todavía vivos en mi corazón. Me acuerdo, sobre todo, de las últimas semanas que pasó en la tierra.
Celina y yo vivíamos como dos pobres desterradas. Todas las mañanas, venía a buscarnos la señora de Leriche y pasábamos el día en su casa. Un día, no habíamos tenido tiempo de rezar nuestras oraciones antes de salir, y por el camino Celina me dijo muy bajito: -«¿Tenemos que decirle que no hemos rezado...» -«Sí», le contesté, y entonces ella se lo dijo muy tímidamente a la señora de Leriche, que nos respondió: -«Bien, hijitas, ahora las haréis». Y dejándonos solas en una habitación muy grande, se fue... Entonces Celina me miró y dijimos: «¡Ay, no es como con mamá...! Ella nos hacía rezar todos los días...»
CELIA GUÉRIN, MADRE DE SANTA TERESITA |
Cuando jugábamos con las niñas, nos perseguía de continuo el recuerdo de nuestra madre querida. Una vez que a Celina le dieron un albaricoque, se inclinó hacia mí y me dijo muy bajito: «No lo comeremos, se lo daré a mamá». Pero, ¡ay!, nuestra pobre mamaíta estaba ya demasiado enferma para comer las frutas de la tierra. Ya sólo en el cielo podría saciarse con la gloria de Dios y beber con Jesús el vino misterioso del que él habló en la última cena cuando dijo que lo compartiría con nosotros en el reino de su Padre.
También la impresionante ceremonia de la unción de los enfermos se quedó grabada en mi alma. Aún veo el lugar donde yo estaba, al lado de Celina. Estábamos las cinco colocadas por orden de edad, y nuestro pobre papaíto estaba también allí sollozando...
El día de la muerte de mamá, o al día siguiente, me cogió en brazos, diciéndome: «Ve a besar por última vez a tu pobre mamaíta». Y yo, sin decir nada, acerqué mis labios a la frente de mi madre querida...
No recuerdo haber llorado mucho. No le hablaba a nadie de los profundos sentimientos que me embargaban... Miraba y escuchaba en silencio... Nadie tenía tiempo para ocuparse de mí, así que vi muchas cosas que hubieran querido ocultarme. En un determinado momento, me encontré frente a la tapa del ataúd... Estuve un largo rato contemplándolo. Nunca había visto ninguno. Sin embargo, comprendía... Era yo tan pequeña, que, a pesar de la baja estatura de mamá, tuve que levantar la cabeza para verlo entero, y me pareció muy grande... y muy triste...
Quince años más tarde, me encontré delante de otro ataúd, el de la madre Genoveva . Era del mismo tamaño que el de mamá, ¡y me pareció estar volviendo a los días de mi infancia...! Todos los recuerdos se agolparon en mi mente. Era la misma Teresita la que miraba; pero ahora había crecido y el ataúd le parecía pequeño: ya no necesitaba levantar la cabeza para verlo, tan sólo la levantaba para contemplar el cielo, que le parecía muy alegre, porque todas sus pruebas se habían terminado y el invierno de su alma había pasado para siempre...
El día en que la Iglesia bendijo los restos mortales de nuestra mamaíta del cielo, Dios quiso darme otra madre en la tierra, y quiso que yo misma la eligiese libremente. Estábamos juntas las cinco, mirándonos entristecidas. También Luisa estaba allí, y al vernos a Celina y a mí, dijo: «¡Pobrecitas, ya no tenéis madre!» Entonces Celina se echó en brazos de María, diciendo: «¡Bueno, tú serás mi mamá!» Yo estaba acostumbrada a imitarla en todo; sin embargo, me volví hacia ti, Madre mía, y como si el futuro hubiera rasgado ya su velo, me eché en tus brazos, exclamando: «¡Pues mi mamá será Paulina! »
PAULINA |
Sin embargo, seguía rodeada de la mas delicada ternura.. El corazón tan tierno de papá había añadido al amor que ya tenía un amor verdaderamente maternal... Y tú, Madre, y María ¿no erais para mí las más tiernas y desinteresadas de las madres...? No, si Dios no hubiese prodigado a su florecilla esos sus rayos bienhechores, nunca ella hubiera podido aclimatarse a la tierra, pues era todavía demasiado débil para soportar las lluvias y las tormentas, y necesitaba calor, el suave rocío y las brisas de primavera. Nunca le faltaron todas esas ayudas, Jesús hizo que las encontrase incluso bajo la nieve del sufrimiento.
Fuente: Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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