«Hija mía, busca entre mis palabras las que respiren más amor; escríbelas, y luego, guardándolas como preciosas reliquias, procura leerlas con frecuencia. Cuando un amigo quiere reavivar en el corazón de su amigo el fuego de su primer afecto, le dice: Acuérdate de lo que sentiste al decirme un día tal o cual palabra. O bien: ¿Te acuerdas de tus sentimientos en tal época, en tal día, en tal lugar...? Créeme, hija: las reliquias más preciosas que de mí quedan en la tierra son las palabras de mi amor, las palabras salidas de mi dulcísimo Corazón».
Acuérdate, Jesús, de la gloria del Padre,
(Nuestro Señor a santa Gertrudis <1>)
del esplendor divino que dejaste en el cielo
al bajar a esta tierra, al desterrarte de aquella eterna patria por rescatar a todos los pobres pecadores. Bajando a las entrañas de la Virgen María, velaste tu grandeza y tu gloria infinita.
Del seno maternal de tu segundo cielo ¡acuérdate!
Acuérdate que el día en que naciste los ángeles bajaron a la tierra y cantaron a coro: «¡Gloria, honor y potencia a nuestro Dios, y la paz a los hombres de buena voluntad!» Tras diecinueve siglos, sigues cumpliendo siempre tu promesa.
La paz es la riqueza de tus hijos. Para gustar por siempre la inefable paz tuya, ¡yo vengo a ti!
Yo vengo a ti, en tu cuna quiero, Niño,
quedarme para siempre, entre esos
tus pañales escóndeme contigo.
Ahí podré cantar a coro con los ángeles, recordarte las fiestas de estos días.
Acuérdate, Jesús, de los pastores, y de los Reyes Magos, que con gozo sus dones te ofrecieron, corazón y homenaje. Del cortejo inocente
que por ti dio su sangre ¡acuérdate!
Acuérdate de que los dulces brazos de María,
tu Madre, preferiste a tu trono de rey.
Para sostener tu vida, pequeño Niño mío,
sólo tenías la leche virginal.
A ese festín de amor que tu madre te da,
invítame, Jesús, tú que eres mi hermanito.
De tu pequeña hermana, que te hizo palpitar, ¡acuérdate!
Acuérdate de que llamaste padre
al humilde José, quien por orden del cielo
supo, sin despertarte del materno regazo, arrancarte a las iras de un mortal.
Verbo de Dios, acuérdate de aquel misterio extraño: ¡Tú guardaste silencio
e hiciste hablar a un ángel!
Del lejano destierro a la orilla del Nilo
¡acuérdate!
Acuérdate, Jesús, de que en otras riberas los mismos astros de oro y la luna de plata que yo contemplo en el azul sin nubes tus ojitos de niño encendieron de gozo y maravilla.
Con la misma manita con que a tu dulce Madre acariciabas sostenías el mundo y le dabas la vida. Y pensabas en mí, ¡oh mi pequeño Rey!, ¡acuérdate!
Acuérdate, Señor, de que en la soledad con tus divinas manos trabajaste. Vivir en el olvido
fue tu mayor cuidado, despreciaste la ciencia
de los hombres. Tú que con sola una palabra
dicha por tu divina boca sumir podías
en asombro al mundo, te complaciste en esconder a todos tu profundo saber, ciencia infinita. Pareciste ignorante, siendo el Omnipotente, ¡acuérdate!
Acuérdate de haber vivido errante, extranjero en la tierra, ¡oh Verbo eterno! Ni una piedra tuviste ni un abrigo, ni tan siquiera el nido que los pájaros tienen... Ven, ¡oh Jesús!, a mí, reclina tu cabeza, ven..., para recibirte tengo dispuesta el alma. Sobre mi corazón descansa, Amado mío,
¡mi corazón es tuyo!
Acuérdate de qué ternura inmensa tú colmaste
a los niños pequeñitos. ¡Yo deseo también
recibir tus caricias, dame tus deliciosos,
suaves besos! Para gozar un día de tu dulce presencia allá en el cielo, practicaré en la tierra
las pequeñas virtudes de la infancia.
Muchas veces dijiste: «El cielo es de los niños...», ¡acuérdate!
Acuérdate, Jesús: junto al brocal de un pozo,
un viajero, cansado del camino, hizo que rebosaran sobre cierta mujer samaritana los raudales de amor que encerraba su pecho.
¡Yo sé quién es aquel que pidió de beber:
él es el Don de Dios, la fuente de la gloria!
Es él, agua que brota, Es él, que nos ha dicho: «¡Venid a mí!
Venid a mí vosotras, pobres almas cargadas, vuestras pesadas cargas pronto se harán ligeras,
y, saciada la sed ya para siempre,
de vuestro seno fuentes manarán».
YO tengo sed, Jesús, esa agua pido,
que me inunden el alma sus divinos torrentes.
Por fijar mi morada en el mar del amor
¡yo vengo a ti!
Acuérdate, Jesús, de que, a pesar de ser hija
yo de la luz, ¡ay!, de servir a mi Rey me olvido con frecuencia. De mi miseria inmensa
ten piedad y en tu infinito amor perdóname.
En las cosas del cielo, Señor, hazme una experta, muéstrame los secretos que tu Evangelio esconde. Haz que este libro de oro sea mi gran riqueza, ¡acuérdate!
Acuérdate, Jesús, del poder asombroso que tu divina Madre tuvo y tiene sobre tu corazón. Acuérdate de haber cambiado un día el agua
clara en delicioso vino, obedeciendo a su
sencilla súplica. Dígnate transformar mis mortecinas obras y a la voz de tu Madre,
dales vida. De que yo soy tu hija, mi Jesús,
con frecuencia ¡acuérdate!
Acuérdate, Señor: muchas veces subías a
las altas colinas al caer de la tarde.
Recuerda tu oración, tus divinas plegarias
y tus himnos de amor mientras todos dormían.
Y yo en mis oraciones, en mi oficio divino, ofrezco con delicia mi oración, ¡oh Dios mío! Junto a tu corazón canto entonces gozosa, ¡acuérdate!
Acuérdate de que al mirar los campos,
tu corazón divino presagiaba la siega,
con los ojos alzados a la santa Montaña, murmurabas los nombres de tus predestinados... Para que tu cosecha recoger pronto puedas,
mi Dios, todos los días me inmolo y te suplico. Son mi llanto y mi gozo para tus segadores, ¡acuérdate!
Acuérdate, Jesús, del gozo de los ángeles,
del júbilo que habrá en tu reino del cielo
entre sus elegidos moradores, al ver que un pecador alza hacia ti sus ojos.
Yo quiero acrecentar esa gran alegría, y por los pecadores rogaré sin cesar. Porque al Carmelo vino para poblar tu cielo, ¡acuérdate!
Acuérdate de aquella dulce llama que
hacer arder querías en nuestros corazones.
En mi alma has encendido ese fuego del cielo,
y yo quiero, también, derramar sus ardores.
Una débil centella, ¡oh misterio de vida!,
levantar puede sola un grandísimo incendio.
Muy lejos quiero llevar ¡oh Dios mío!,
tu fuego <2>, ¡acuérdate!
tu fuego <2>, ¡acuérdate!
Acuérdate de la grandiosa fiesta que
te dignaste <3> da al hijo arrepentido.
Acuérdate igualmente de que al alma
que es pura tú mismo la alimentas día a día. Recibes con amor al hijo pródigo, mas las olas
de amor que de tu corazón al mío vienen,
ésas no tienen número ni dique.
Tus bienes míos son, mi Rey, Amado mío, ¡acuérdate!.
Acuérdate de que al, obrar milagros, despreciaste la gloria y exclamaste: «¿Cómo podéis creer los que buscáis la estima de los hombres?
Halláis maravillosas las obras que yo hago,
mayores las harán los que son mis amigos».
¡Qué humilde y dulce fuiste, Jesús, mi tierno Esposo!, ¡acuérdate!
Acuérdate de que, en un trance santo de divina embriaguez, tu apóstol virgen descansó su
cabeza sobre tu corazón. ¡Señor, en su descanso conoció tu ternura, comprendió sus secretos!
No me siento celosa del discípulo amado,
también yo tus secretos conozco, soy tu esposa. Duermo sobre tu pecho, divino Salvador, ¡él es mío! <4>, ¡acuérdate!
Acuérdate de aquella triste noche, noche de tu agonía, en la que con tu sangre se mezclaron tus lágrimas. ¡Perlas de amor, cuyo infinito precio hizo que germinaran en esta tierra virginales flores! Un ángel, al mostrarte esta mies escogida, renacer hizo el gozo de tu bendita alma. Mas tú, Jesús, me viste en medio de tus lirios, ¡acuérdate!
Acuérdate, Señor, que tu rocío fecundo, virginizando el cáliz de las flores, capaces
las volvió, ya en esta vida, de engendrar multitud de corazones. Soy virgen, ¡oh Jesús!
No obstante, ¡qué misterio!, al unirme yo a ti,
soy madre de almas <5>. De las vírgenes flores que salvan pecadores, ¡acuérdate!
Acuérdate: un Condenado a muerte, abrevado
de amargo sufrimiento, alzó al cielo los ojos
y exclamó: «¡Un día me veréis aparecer con gloria nimbado de poder sobre las nubes!»
Nadie creer quería que el Hijo de Dios fuese,
pues su gloria inefable permanecía oscura. Príncipe de la paz, yo sí te reconozco,
¡yo creo en ti...!
Acuérdate de que hasta entre los tuyos siempre desconocido fue tu divino rostro.
Pero a mí me dejaste tu dulce y pura imagen,
y bien sabes, Señor, que siempre yo te reconocí... Te reconozco, sí, ¡oh rostro eterno!, aun a través del velo de tus lágrimas descubro tus encantos.
De todos los corazones que recogen tus lágrimas, Jesús, ¡acuérdate!
Acuérdate de la amorosa queja que, clavado
en la cruz, se te escapó del pecho.
¡En el mío quedó, Señor, grabada, y por eso comparte el ardor de tu sed <6>!
Y cuanto más herido se siente por tu fuego,
más sed tiene, Jesús, de darte almas.
De que una sed de amor me quema noche y día ¡acuérdate!
¡Acuérdate, Jesús, Verbo de vida, de que tanto
me amaste, que moriste por mí! También yo quiero amarte con locura, también por ti vivir
y morir quiero yo. Bien sabes, ¡oh Dios mío!,
que lo que yo deseo es hacer que te amen
y ser mártir un día. Quiero morir de amor.
Señor, de mi deseo ¡acuérdate!
Acuérdate de aquello que dijiste el día de tu triunfo: «¡Dichoso el que sin ver en plenitud de gloria al Hijo del Altísimo, sin embargo creyó!» Desde la oscura noche de mi fe yo te amo ya
y te adoro. Para verte, Jesús, espero en paz la aurora. De que no es mi deseo aquí en la tierra verte <7> ¡acuérdate!
Acuérdate de que, subiendo al Padre, no podías dejarnos aquí huérfanos, y haciéndote en la tierra prisionero supiste velar bien tu resplandor divino. Pero es pura y radiante la sombra de tu velo,
Pan vivo de la fe, alimento celeste. ¡Oh misterio de amor! ¡Mi pan de cada día Jesús, eso eres tú!
No obstante las sacrílegas blasfemias con que insultarte intentan los enemigos que en el mundo tiene el dulce Sacramento de tu amor,
tú me muestras, Jesús, cuánto me amas,
pues en mi corazón a morar vienes.
¡Oh Pan del desterrado! ¡Hostia santa y divina!
Ya no soy yo quien vive, sino que vivo de tu propia vida. ¡Tu dorado copón preferido entre todos, Jesús, soy yo!
Soy para ti un santuario vivo, que los malvados profanar no pueden. Quédate siempre en mí,
¿no es, acaso, un parterre mi corazón
donde todas las flores se vuelven hacia ti?
Mas si tú te alejaras, blanco Lirio del valle,
tú lo sabes muy bien, mis flores serían prestamente deshojadas.
¡Siempre, Jesús, mi Amado y perfumado
Lirio, florece en mí!
Acuérdate de que en la tierra quiero consolarte, Señor, del negro olvido al que los pecadores
te condenan. ¡Amor único mío, escucha mi plegaria, para amarte, Jesús, dame mil corazones! Pero no basta aún, ¡oh Belleza suprema!
¡Para amarte dame tu propio corazón divino!
De mi deseo ardiente, Señor, a cada instante ¡acuérdate!
Acuérdate, Señor, de que es tu santa voluntad mi dicha y mi único reposo. Sin temor en tus brazos me duermo y abandono, divino Salvador.
Si mientras ruge el huracán tú duermes,
yo seguiré sumida en una paz profunda.
Mas, Jesús, mientras duermes, para tu despertar ¡prepárame!
Acuérdate, Señor, de que vivo en la espera del gran día. Que, por fin, aparezca el ángel y nos convoque a todos: «¡El tiempo se acabó,
despertad ya!» Yo hendiré entonces rápida el espacio y muy cerca de ti ocuparé un lugar.
En la morada eterna mi cielo serás tú,
NOTAS:
El noviciado de Celina sigue su curso desde el 5 de febrero de 1895. Suficientemente generoso para que Teresa proponga a su hermana, el 9 de junio, que se entregue totalmente al Amor. Y suficientemente laborioso para que Celina sienta la necesidad de animarse haciendo un recuento de sus méritos pasados. Y acude al genio poético de Teresa para «recordar a Jesús (...) los inmensos sacrificios que ha hecho por él». Pero Teresa invierte la perspectiva, enumerando «los sacrificios de Jesús» por Celina...
No por espíritu de contradicción, sino sencillamente para dar una «pequeña lección» a su novicia (CSG, p. 73). Pero, sobre todo, porque su inspiración la lleva en una dirección completamente distinta. El nervio vital de su existencia se encuentra ahora en una convicción extremadamente fuerte del amor preveniente y gratuito de Jesús hacia su criatura. En treinta y tres estrofas (¿número intencionado para recordar los treinta y tres años de Cristo?) va desarrollando una vida de Jesús a partir del Evangelio, en el que «cada día descubre luces nuevas, sentidos ocultos y misteriosos»
<1> Este epígrafe (añadido por Teresa en julio de 1896) proviene de L'Année de Sainte Gertrude del P. Cros (Toulouse, 1871).
<2> La madre Inés escogió en un primer momento estos dos versos para adornar la cruz de la tumba de Teresa y definir así su misión póstuma, netamente apostólica.
<3> El padre del hijo pródigo, para Teresa, es el propio Jesús en seis de los ocho pasajes en que ella menciona.
<4> «El corazón de mi Esposo es sólo para mí, como el mío es sólo para él».
<5> Los escritos de Teresa evocan con frecuencia este «misterio» de la maternidad espiritual de la virgen consagrada que se une a Jesús.
<6> De las siete palabras de Cristo en la cruz, la que más veces cita Teresa es la queja «Tengo sed»
<7> A pesar de la fuerza de su amor, Teresa prefiere amar a Jesús de acuerdo al estilo que ha elegido para sí. Muy poco antes de morir, reafirmará su deseo de «no ver» a Dios o a los santos aquí abajo.
Fuente: Obras completas, santa Teresa de Lisieux, poesías.