Cuando Victoria le dijo que no había nadie en casa, más que Teresita, entró a la cocina para verme, y estuvo mirando mis deberes. Me sentí muy orgullosa de recibir a mi confesor, pues había hecho poco antes mi primera confesión.
¡Qué dulce recuerdo aquel...! ¡Con cuánto esmero me preparaste, Madre querida, diciéndome que no era a un hombre a quien iba a decir mis pecados, sino a Dios! Estaba profundamente convencida de ello, por lo que me confesé con gran espíritu de fe, y hasta te pregunté si no tendría que decirle al Sr. Ducellier que lo amaba con todo el corazón, ya que era a Dios a quien le iba a hablar en su persona...
Bien instruida acerca de todo lo que tenía que decir y hacer, entré al confesonario y me puse de rodillas; pero al abrir la ventanilla, el Sr. Ducellier no vio a nadie:
yo era tan pequeña, que mi cabeza quedaba por debajo de la tabla de apoyar las manos.
Entonces me mandó ponerme de pie. Obedecí en seguida, me levanté y, poniéndome exactamente frente a él para verle bien, me confesé como una persona mayor, y recibí su bendición con gran fervor, pues tú me habías dicho que en esos momentos las lágrimas del Niño Jesús purificarían mi alma.
Después volví a confesarme en todas las fiestas importantes, y cada vez que lo hacía era para mí una verdadera fiesta.
Fuente:
Historia de un alma, autobiografía de santa Teresa de Lisieux
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