¡Las fiestas...! ¡Cuántos recuerdos me trae esta palabra...! ¡Cómo me gustaban las fiestas...! Tú, Madre querida, sabías explicarme tan bien todos los misterios que en cada una de ellas se encerraban, que eran para mí auténticos días de cielo.
Me gustaban, sobre todo, las procesiones del Santísimo.
¡Qué alegría arrojar flores al paso del Señor...! Pero en vez de dejarlas caer, yo las lanzaba lo más alto que podía, y cuando veía que mis hojas deshojadas tocaban la sagrada custodia, mi felicidad llegaba al colmo...
¡Las fiestas! Si bien las grandes eran raras, cada semana traía una muy entrañable para mí.: «el domingo». ¡Qué día el domingo...! Era la fiesta de Dios, la fiesta del descanso.
Empezaba por quedarme en la cama más tiempo que los otros días; además, mamá Paulina mimaba a su hijita llevándole el chocolate a la cama, y después la vestía como a una reinecita...
La madrina venía a peinar los rizos de su ahijada, que no siempre era buena cuando le alisaban el pelo, pero luego se iba muy contenta a coger la mano de su rey, que ese día la besaba con mayor ternura aún que de ordinario.
Después toda la familia iba a misa. Durante todo el camino, y también en la iglesia, la reinecita de papá le daba la mano. Su sitio estaba junto al de él, y cuando teníamos que sentarnos para el sermón, había que encontrar también dos sillas, una junto a otra. Esto no resultaba muy difícil, pues todo el mundo parecía encontrar tan entrañable el ver a un anciano tan venerable (en 1880 el señor Martin tenía cincuenta y siete años)con una hija tan pequeña, que la gente se apresuraba a cedernos el asiento.
Mi tío, que ocupaba los bancos de los mayordomos, gozaba al vernos llegar y decía que yo era su rayito de sol...
No me preocupaba lo más mínimo que me mirasen. Escuchaba con mucha atención los sermones, aunque no entendía casi nada. El primero que entendí, y que me impresionó profundamente, fue uno sobre la pasión, predicado por el Sr. Ducellier, y después entendí ya todos los demás.
Cuando el predicador hablaba de santa Teresa, papá se inclinaba y me decía muy bajito: «Escucha bien, reinecita, que está hablando de tu santa patrona». Y yo escuchaba bien, pero miraba más a papa que al predicador. ¡Me decía tantas cosas su hermoso rostro...! A veces sus ojos se llenaban de lágrimas que trataba en vano de contener. Tanto le gustaba a su alma abismarse en las verdades eternas, que parecía no pertenecer ya a esta tierra... Sin embargo, su carrera estaba aún muy lejos de terminar: tenían que pasar todavía largos años antes de que el hermoso cielo se abriera ante sus ojos extasiados y de que el Señor enjugara las lágrimas de su servidor fiel y cumplidor...
Pero vuelvo a mi jornada del domingo. Aquella alegre jornada, que pasaba con tanta rapidez, tenía también su fuerte tinte de melancolía.
Recuerdo que mi felicidad era total hasta Completas (en aquella época se rezaban inmediatamente después de Vísperas, al principio de la tarde).
Durante esta Hora del Oficio, me ponía
a pensar que el día de descanso se iba a terminar, que al día siguiente había que volver a empezar la vida normal, a trabajar, a estudiar las lecciones, y mi corazón sentía el peso del destierro de la tierra... y suspiraba por el descanso eterno del cielo, por el domingo sin ocaso de la patria...
Hasta los paseos que dábamos antes de volver a los Buissonnets dejaban en mi alma un sentimiento de tristeza. En ellos la familia ya no estaba completa, pues papá, por dar gusto a mi tío, le dejaba a María o a Paulina la tarde de los domingos.
Sólo me sentía realmente contenta cuando me quedaba yo también. Prefería eso a que me invitasen a mí sola, pues así se fijaban menos en mí.
Mi mayor placer era oír hablar a mi tío, pero no me gustaba que me hiciese preguntas, y sentía mucho miedo cuando me ponía sobre una de sus rodillas y cantaba con voz de trueno la canción de Barba Azul...
Cuando papá venía a buscarnos, me ponía muy contenta. Al volver a casa, iba mirando las estrellas, que titilaban dulcemente, y esa visión me fascinaba... Había, sobre todo, un grupo de perlas de oro en las que me fijaba muy gozosa, pues me parecía que tenían forma de T (poco más o menos esta forma ). Se lo enseñaba a papá, diciéndole que mi nombre estaba escrito en el cielo, y luego, no queriendo ver ya cosa alguna de esta tierra miserable, le pedía que me guiase él. Y entonces, sin mirar dónde ponía los pies, levantaba bien alta la cabeza y caminaba sin dejar de contemplar el cielo estrellado...
¿Y qué decir de las veladas de invierno, sobre todo de las de los domingos? ¡Cómo me gustaba sentarme con Celina, después de la partida de damas, en el regazo de papá...! Con su hermosa voz, cantaba tonadas que llenaban el alma de pensamientos profundos..., o bien, meciéndonos dulcemente, recitaba poesías impregnadas de verdades eternas.
Luego subíamos para rezar las oraciones en común, y la reinecita se ponía solita junto a su rey, y no tenía más que mirarlo para saber cómo rezan los santos...
Santa Teresita con sus padres, Celia Guerin y Luis Martín |
Finalmente, íbamos todas, por orden de edad, a dar las buenas noches a papá y a recibir un beso. La reina iba, naturalmente, la última, y el rey, para besarla, la cogía por los codos, y ella exclamaba bien alto: «Buenas noches, papá, hasta mañana, que duermas bien». Y todas las noches se repetía la escena...
Después mi mamaíta me cogía en brazos y me llevaba hasta la cama de Celina, y yo entonces le decía: «Paulina, ¿he sido hoy bien buenecita...? ¿Vendrán los angelitos a volar a mi alrededor ?» La respuesta era siempre sí, pues de otro modo me hubiera pasado toda la noche llorando...
Después de besarme, al igual que mi querida madrina, Paulina volvía a bajar y la pobre Teresita se quedaba completamente sola en la oscuridad. Y por más que intentaba imaginarse a los angelitos volando a su alrededor, no tardaba en apoderarse de ella el terror; las tinieblas le daban miedo, pues desde su cama no alcanzaba a ver las estrellas que titilaban dulcemente...
Considero una auténtica gracia el que tú, Madre querida, me hayas acostumbrado a superar mis miedos. A veces me mandabas sola, por la noche, a buscar un objeto cualquiera en alguna habitación alejada. De no haber sido tan bien dirigida, me habría vuelto muy miedosa, mientras que ahora es difícil que me asuste por nada...
A veces me pregunto cómo pudiste educarme con tanto amor y delicadeza, y sin mimarme, pues la verdad es que no me dejabas pasar ni una sola imperfección. Nunca me reprendías sin motivo, pero tampoco te volvías nunca atrás de una decisión que hubieras tomado. Tan convencida estaba yo de esto, que no hubiera podido ni querido dar un paso si tú me lo habías prohibido.
Paulina |
Hasta papá se veía obligado a someterse a tu voluntad. Sin el consentimiento de Paulina, yo no salía de paseo; y si cuando papá me pedía que fuese, yo respondía: «Paulina no quiere», entonces él iba a implorar gracia para mí. A veces Paulina, por complacerlo, decía que sí, pero Teresita leía en su cara que no lo decía de corazón y entonces se echaba a llorar y no había forma de consolarla hasta que Paulina decía que sí y la besaba de corazón.
Cuando Teresita caía enferma, como le sucedía todos los inviernos, es imposible decir con qué ternura maternal era cuidada. Paulina la acostaba en su propia cama (merced incomparable) y le daba todo lo que le apetecía. Un día, Paulina sacó de debajo de la almohada una preciosa navajita suya y se la regaló a su hijita, dejándola sumida en un arrobamiento imposible de describir. -«¡Paulina!, exclamó, ¿así que me quieres tanto, que te privas por mí de tu preciosa navajita que tiene una estrella de nácar...? Y si me quieres tanto, ¿sacrificarías también tu reloj para que no me muriera...» -«No sólo sacrificaría mi reloj para que no te murieras, sino que lo sacrificaría ahora mismo por verte pronto curada». Al oír esas palabras de Paulina, mi asombro y mi gratitud llegaron al colmo...
En verano, a veces tenía mareos, y Paulina me cuidaba con la misma ternura. Para distraerme -y éste era el mejor de los remedios-, me paseaba en carretilla alrededor del jardín; y luego, bajándome a mí, ponía en mi lugar una matita de margaritas y la paseaba con mucho cuidado hasta mi jardín, donde la colocaba con gran solemnidad...
Paulina era quien recibía todas mis confidencias íntimas y aclaraba todas mis dudas... En cierta ocasión, le manifesté mi extrañeza de que Dios no [19vº] diera la misma gloria en el cielo a todos los elegidos y mi temor de que no todos fueran felices. Entonces Paulina me dijo que fuera a buscar el vaso grande de papá y que lo pusiera al lado de mi dedalito, y luego que los llenara los dos de agua. Entonces me preguntó cuál de los dos estaba más lleno. Yo le dije que estaba tan lleno el uno como el otro y que era imposible echar en ellos más agua de la que podían contener. Entonces mi Madre querida me hizo comprender que en el cielo Dios daría a sus elegidos tanta gloria como pudieran contener, y que de esa manera el último no tendría nada qué envidiar al primero. Así, Madre querida, poniendo a mi alcance los más sublimes secretos, sabías tú dar a mi alma el alimento que necesitaba...
¡Con qué alegría veía yo llegar cada año la entrega de premios...! Entonces como siempre, se hacía justicia, y yo no recibía más recompensas que las que había merecido. Sola y de pie en medio de la noble asamblea, escuchaba la sentencia, que era leída por el rey de Francia y Navarra. El corazón me latía muy fuerte al recibir los premios y la
corona..., ¡era para mí como una imagen del juicio...! Inmediatamente después de la entrega, la reinecita se quitaba su vestido blanco, y se apresuraban a disfrazarla para que tomara parte en la gran representación...!
Fuente: Historia de un alma (autobiografía de santa Teresa de Lisieux)