Este pensamiento, Madre, ha hecho que mi alma creciera, y me ha hecho cernerme por encima de todo lo creado. Comprendí que incluso en el Carmelo podía haber separaciones y que sólo en el cielo la unión será completa y eterna. Y entonces quise que mi alma habitase en el cielo y que sólo de lejos mirase las cosas de la tierra. Acepté no sólo desterrarme yo a un pueblo desconocido, sino que también -lo cual me resultaba mucho más amargo- acepté el destierro de mis hermanas.
Nunca olvidaré el 2 de agosto de 1896. Aquel día, que coincidió precisamente con el de la partida de los misioneros (1), se trató muy en serio de la partida de la madre Inés de Jesús. Yo no hubiera movido un solo dedo para impedirle partir; sin embargo, sentía una gran tristeza en mi corazón. Me parecía que su alma, tan sensible y delicada, no estaba hecha para vivir entre unas almas que no sabrían comprenderla. Otros mil pensamientos se agolpaban en mi mente. Y Jesús callaba, no increpaba a la tempestad... Y yo le decía: Dios mío, por tu amor lo acepto todo. Si así lo quieres, acepto sufrir hasta morir de pena.
Jesús se contentó con la aceptación. Pero algunos meses después se habló de la partida de sor Genoveva y de sor María de la Trinidad. Aquélla fue otra clase de sufrimiento, muy íntimo, muy profundo. Me imaginaba todos los trabajos y todas las decepciones que iban a tener que sufrir. En una palabra, mi cielo estaba cargado de nubarrones... Sólo el fondo de mi corazón seguía en calma y en la paz.
TERESITA A LA DERECHA SENTADA, RODEADA DE SUS HERMANAS
CARNALES Y LA MADRE MARÍA GONZAGA
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Su prudencia, Madre querida, supo descubrir la voluntad de Dios, y en su nombre prohibió a las novicias pensar por el momento en abandonar la cuna de su infancia religiosa.
No obstante, usted comprendía sus aspiraciones, pues usted misma, Madre, había pedido en su juventud ir a Saigón. Ocurre con frecuencia que los deseos de las madres hallan eco en el alma de sus hijas. Y usted sabe, Madre querida, que su deseo apostólico halla en mi alma un eco fiel. Permítame confiarle por qué he deseado, y aún sigo deseándolo, si la Santísima Virgen me cura, cambiar por una tierra extranjera el oasis donde vivo tan feliz bajo su mirada maternal.
Para vivir en los Carmelos extranjeros -usted, Madre, me lo dijo- hay que tener una vocación muy especial. Muchas almas se creen llamadas a ello sin estarlo en realidad. Usted también me dijo que yo tenía esa vocación, y que el único obstáculo para ello era mi salud. Sé que, si Dios me llamara a tierras lejanas, ese obstáculo desaparecería. Por eso, vivo sin la menor inquietud.
Si un día tuviese que dejar mi querido Carmelo, no lo haría, no, sin dolor. Jesús no me ha dado un corazón insensible; y justamente porque mi corazón es capaz de sufrir, deseo que le dé a Jesús todo lo que puede darle. Aquí, Madre querida, vivo sin la menor preocupación por las cosas de esta tierra miserable; mi único quehacer es cumplir la dulce y fácil misión que usted me ha encomendado.
Aquí me veo colmada de sus atenciones maternales; no sé lo que es la pobreza, pues nunca me ha faltado nada.
Pero, sobre todo, aquí me siento amada, por usted y por todas las hermanas, y este afecto es muy dulce para mí.
Por eso sueño con un monasterio donde nadie me conociese, donde tuviese que sufrir la pobreza, la falta de cariño, en una palabra, el destierro del corazón.
No, la razón para abandonar todo esto que tanto amo no sería la de prestar una serie de servicios al Carmelo que quisiera recibirme. Ciertamente, haría todo lo que dependiese de mí; pero conozco mi incapacidad (2) y sé que, aun haciendo todo lo posible, no lograría hacer nada de provecho, pues, como decía hace un momento, no tengo el menor conocimiento de las cosas de la tierra. Mi único objetivo sería, pues, hacer la voluntad de Dios y sacrificarme por él de la manera que a él más le agradase.
Estoy segura de que no sufriría la menor decepción, pues cuando se espera un sufrimiento puro y sin mezcla de ninguna clase, la menor alegría resulta una sorpresa inesperada. Y además, usted sabe, Madre, que el mismo sufrimiento, cuando se lo busca como el más preciado tesoro, se convierte en la mayor de las alegrías.
No, tampoco quiero partir con la intención de gozar del fruto de mis trabajos. Si eso fuera lo que busco, no sentiría esta dulce paz que me inunda, e incluso sufriría por no poder hacer realidad mi vocación en las lejanas misiones.
Hace ya mucho tiempo que no me pertenezco a mí misma, vivo totalmente entregada a Jesús. Por lo tanto, él es libre de hacer de mí lo que le plazca. El me dio la vocación del destierro total, y me hizo comprender todos los sufrimientos que en el iba a encontrar, preguntándome si quería beber ese cáliz hasta las heces. Yo quise coger sin tardanza esa copa que Jesús me ofrecía; pero él, retirando la mano, me dio a entender que se conformaba con mi aceptación.
¡De cuántas inquietudes nos libramos, Madre mía, al hacer el voto de obediencia! ¡Qué dichosas son las simples religiosas! Al ser su única brújula la voluntad de los superiores, tienen siempre la seguridad de estar en el buen camino. No tienen por qué temer equivocarse, aun cuando les parezca seguro que los superiores se equivocan.
Pero cuando dejamos de mirar a esa brújula infalible, cuando nos separamos del camino que ella nos señala, bajo pretexto de cumplir la voluntad de Dios, que no ilumina bien a los que sin embargo están en su lugar, entonces el alma se extravía por áridos caminos en los que pronto le faltará el agua de la gracia.
Madre queridísima, usted es la brújula que Jesús me ha dado para guiarme con seguridad a las riberas eternas. ¡Qué bueno es para mí fijar en usted la mirada y luego cumplir la voluntad del Señor! Desde que él permitió que sufriese tentaciones contra la fe, ha hecho crecer enormemente en mi corazón el espíritu de fe, que me hace ver en usted, no sólo a una madre que me ama y a quien amo, sino que, sobre todo, me hace ver a Jesús que vive en su alma y que me comunica por medio de usted su voluntad.
Sé muy bien, Madre, que usted me trata como a un alma débil, como a una niña mimada; por eso, no me resulta pesado cargar con el yugo de la obediencia. Pero, a juzgar por lo que siento en el fondo del corazón, creo que no cambiaría de conducta y que el amor que le tengo no sufriría merma alguna aunque me tratase con severidad, pues seguiría pensando que era voluntad de Jesús que usted actuase así para el mayor bien de mi alma.
NOTAS:
(1) El P. Roulland embarcaba en Marsella rumbo a China.
(2) Teresa pasaba por ser lenta y poco hábil; cf, por ejemplo, CA 15.5.6 y 13.7.18. Si desea partir, no es para predicar o para prestar servicios; en tierras de misión, el ideal carmelitano sigue siendo el mismo: amar, sacrificarse.
(Fuente: Historia de un alma, Santa Teresa de Jesús)
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